martes, 26 de junio de 2012

Otra generación perdida


Mucho se ha hablado en estos últimos tiempos acerca de la difícil situación por la que atravesamos los jóvenes de este país. Un sin fin de referencias a los innumerables titulados que ante la ausencia de trabajo se ven forzados a embarcar en una nueva aventura más allá de la frontera. Un viaje tan desesperado como necesario. La alternativa, deambular sin rumbo aparente entre trabajos mal remunerados, cortoplacistas e incapaces de ilusionarnos.

La crítica generada al respecto, radica en la inversión fallida realizada por el país, al formar la mayor cantidad de jóvenes de su historia, para ahora ver, impotente, su huida hacia tierras más fértiles. Un desastre sin precedentes que podría derivar en una pérdida real de mano de obra y población activa, empeorada ante el riesgo de que estos aventureros no encuentren ocupación alguna y en cuestión de años se vean rechazados por la dura competencia que supondrán los jóvenes del momento, tan preparados como ellos, con la misma escasez de experiencia, pero sin los requisitos económicos asociados a alguien de mayor edad, ni las lagunas surgidas tras años de inactividad.

En definitiva, una amenaza desoladora que, si no actuamos, puede que se convierta en realidad antes de lo esperado.

Sin embargo, no es para tratar este tema por lo que me siento hoy aquí. Es evidente que son muchos los que, como yo, han tratado tal situación, y otros tantos los que han profundizado en ella. En mi caso, el motivo de este post, no es sino trasladar este problema a mi terreno. Defecto profesional, lo siento. Presentaros una amenaza similar, pero no tan importante. Una generación perdida que puede hacerse realidad entre nuestro parque inmobiliario nacional. Un riesgo, más material, pero no por ello menos preocupante.

Del mismo modo que ocurre con la población licenciada, son muchos los edificios de nueva construcción realizados en los últimos años. El famoso boom nacional ha dado lugar a gran cantidad de proyectos-inversión, donde la oferta no responde a demanda alguna, sino que se genera con la firme intención de crear una demanda nueva, hasta entonces inexistente.

Durante los años del progreso, la segunda residencia se ha visto multiplicada exponencialmente ante el aumento de ingresos y, por consiguiente, de la calidad media de vida. Todo ello, acrecentado por un sector financiero dispuesto a prestar los recursos necesarios para acometer tales inversiones.

La conclusión a este escenario, es más que conocida por todos. Grandes promociones ahogadas por los altos costes derivados de la especulación y la fe escondida tras una inminente negación de la apremiante crisis. Esqueletos de hormigón que, en mayor o menor grado de desarrollo, decoran nuestras laderas, playas, colinas y ciudades. Un nuevo paisaje semi-urbano que, lejos de ser temporal, se consolida cada día como nueva imagen de ciudad.

Desgraciadamente el país no parece ser capaz de revertir tal situación, ni hacer frente a esta herida. Pues dichos edificios incompletos o inutilizados, no son sino heridas abiertas por las cuales se escapan los pocos recursos de los que aún disponen sus promotores. Una vez desangrados, recurren a la única salida posible, cederlos a sus acreedores, los cuales se enfrentan a un exceso de mercancía sin precedentes. Por lógica, aquellas promociones mejor conservadas, o más avanzadas en su desarrollo, deberían ser colocadas poco a poco dentro de un mercado inmobiliario tan hundido como imprescindible. Es evidente que los citados jóvenes, pese a su escasez de recursos, deberán acceder a viviendas para continuar sus vidas y dar cobijo a sus familias.

Lo problemático, si no basta con lo ya expuesto, es el deterioro que sufre una vivienda o construcción deshabitada. Este abandono deriva en una falta evidente del mantenimiento y cuidados necesarios para el correcto funcionamiento de cualquier edificio. Por ello, corremos el riesgo de ver atónitos como este periodo de soledad se prolonga a lo largo de varios años, desembocando en un deterioro excesivo. Dicho de otro modo, alcanzar un grado de desperfectos tal, que sea más caro acometer su reforma, que su demolición y posterior reconstrucción. Por tanto, nos encontramos ante la posibilidad de perder un conjunto extenso de inmuebles, sin usar. Un derroche que, cuanto menos, debería resultarnos chocante en los tiempos que corren.

La solución al problema se me antoja complicada, pero, sin duda, me uno a aquellos que conscientes del problema, hacen por encontrarla, o, como poco, denunciarla.

No dejemos que nuestros jóvenes se cansen de intentar vivir con normalidad, ni permitamos el abandono gradual de recursos, a base de hipotecar los recursos futuros.



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