domingo, 12 de noviembre de 2017

Arquitectura nipona


Si hace unas semanas dedicaba mis teclas a escribir sobre la maravillosa experiencia vivida en Japón, hoy ha llegado el momento de realizar un merecido homenaje a su arquitectura.

Sin duda, estamos ante uno de los países con mayor tradición en materia de diseño y son muchos quienes recurren a sus múltiples referentes a la hora de afrontar un nuevo proyecto.

Mi caso no es que sea diferente. Sin llegar a considerarme un erudito de su arquitectura, reconozco que siempre me ha llamado la atención lo minimalista de sus espacios, lo armonioso de sus jardines y lo esbelto de sus fachadas.

Pero ahora que he podido disfrutar estas virtudes en primera persona, no puedo sino confirmar su indudable talento.

Empezaría quizás con la verticalidad de sus líneas horizontales, o más bien la horizontalidad que se esconde tras esas grandes estructuras verticales que generan.

No cabe duda que ser uno de los países más poblados, y a la vez ricos, del mundo ha condicionado la manera en que apropiarse del territorio. La elevada densidad necesaria, unido a lo reducido y limitado de su superficie, ha derivado en ciudades muy verticales, que sin embargo, destacan por sus múltiples niveles de horizontalidad. Hoy día son muchas las ciudades modernas que recurren a la verticalidad para acoger al mayor número de habitantes posible, pero en Japón me ha sorprendido que cuanto mayor es la densidad, mayor es el número de capas horizontales que la organizan.

Niveles que se pueden apreciar especialmente en la red viaria de ciudades como Tokyo, donde en algunos barrios se pueden apreciar hasta 3 niveles distintos en los que el vehículo se apropia de la ciudad, o convive al menos con ella.

Este curioso contraste, o interesante recurso, se aprecia ya en sus edificaciones más tradicionales, donde los principales hitos religiosos destacan por sus imponentes alturas, pero bajo el influjo de las múltiples plantas que son especialmente remarcadas mediante tejados con grandes vuelos. Un claro intento por marcar su horizontalidad, pero que en comparación con el estilo europeo, integra una elevación en el extremo de esos vuelos creando tejados muy horizontales pero con tendencia vertical, como si al llegar a su extremo se hubiesen arrepentido de renunciar a la ansiada esbeltez.

Un aspecto tan llamativo como holístico. Desde las acumulaciones infinitas de toriis en Kyoto, hasta las infinitas fachadas medianeras separadas entre sí por escasos centímetros. Un desarrollo meramente horizontal en su conjunto, pero que cuando la cercanía nos permite apreciar sus detalles, destaca por su espectacular esbeltez. Fachadas de dos y tres metros de ancho que se elevan por encima de las diez plantas. Unas proporciones tan descompensadas como elegantes.
Quizás el paradigma de esta característica podría ser la monumentalidad del monte Fuji, o la forma en que se erige en el barrio de Asakusa una pagoda de cinco plantas junto al templo de Senso-ji en mitad de una amalgama de quioscos concatenados a su alrededor.

Pero supongo que esos contrastes que tanto llamaron mi atención no son más que el resultado del choque cultural y profesional que supone esta merecida visita al país nipón.

Y si llamativo resulta su dominio de la esbeltez más sutil, lugar aparte merece su forma de afrontar el arte del paisajismo, la jardinería, y la integración entre espacios interiores y exteriores. Si en el sudeste asiático se podría destacar la forma en que se diluye este límite mediante la disolución de la fachada (aspecto sobre el cual ojalá algún día tenga tiempo de escribir), en Japón es más bien un complejo ejercicio de detalle. Si bien los edificios podrían recordar al estándar europeo en la composición de su envolvente, la compartimentación en sí es la que se “desmaterializa” parcialmente para generar una infinidad de filtros, o veladuras con las que tamizar los espacios entre sí, pero configurados como una indivisible unidad. Y esta es la forma en que parecen definir sus fachadas, no como un límite frente al exterior, sino como una veladura más en el continuo espacial que conforma la ciudad.

Es así como quizás cobra especial importancia el uso de los suelos. Son los pavimentos los que contribuyen a una zonificación más efectiva quizás que la generada por uno de nuestros tabiques.
Desde el asfalto de sus múltiples vías rodadas hasta la tradicional tarima de sus habitaciones, pasando por las múltiples texturas diferentes que son capaces de emplear en un jardín. Sorprende especialmente su capacidad para dominar el agua, la piedra, la arena, y por supuesto la vegetación.

Una vez más, la magnificencia de sus árboles, tan altos como horizontales. Una especie de arce cuya hoja recuerda al icono de la marihuana, pero que destaca porque sus ramas invaden en horizontal el aire que los rodea, como si cada rama tuviese un único nivel en el que existir y su objetivo consistiese en ocuparlo al máximo, mientras sus ramas colindantes acatan con la misma obediencia este requisito.

Como resultado, esos característicos ejemplares de postal que muchos imaginaréis en su versión reducida de los bonsáis, pero que colmatan con gran belleza los jardines y parques más famosos del país. Un magnífico equilibrio entre naturaleza y artificio, entre respeto y artesanía.

Pero si hemos hablado de su dominio de las alturas, de las veladuras y de la naturaleza, parece evidente que no queda otra que sentarse y disfrutar del papel que juega la luz en todo esto, la variedad de escenas lumínicas distintas con que te deleita este irrepetible entorno. Un entorno donde el agua contrasta con las montañas y el verde inconfundible de sus paisajes, bajo el respetuoso pero masivo influjo de la madera y el hormigón. Reflejos embriagadores, sombras llenas de vida, caóticas masas de luminosos, y el más cálido fulgor con que llenar cada estancia, cada rincón, cada espacio, por gigantesco o minúsculo que pueda resultar.

Porque, sí, el último de los contrastes no es otro que el de las escalas. Ciudades enormes repletas de mínimos jardines en sus innumerables accesos a edificios tan estrechos como anónimos. Paisajes interminables conquistados por mantas infinitas de musgo. Estanques casi domésticos inundados de majestuosas y más que crecidas carpas. Monumentos grandiosos formados por la repetición seriada de incontables pórticos de madera que no permiten el paso de más de dos personas. Un edificio de un planta capaz de albergar una estatua de más de veinte metros en su interior.

Por todo ello, me quedo con los contrastes de Japón: ese estrés que nos conduce a la calma del onsen; los baños termales interiores comunicados con estanques exteriores hirviendo; las calles más abarrotadas y modernas a las que acometen tradicionales perpendiculares casi desiertas; lo inmenso de sus ciudades, lo pequeño de sus espacios; lo contenido y organizado de sus días en contraposición con lo escandaloso, extravagante y excesivo de sus noches; o lo natural de sus urbes frente a lo artificial de su naturaleza.


Vivan los contrastes, por dejarnos aprender, por dejarnos dudar, por dejarnos pensar.