domingo, 21 de junio de 2020

BAUTIZO DE VUELO

Son las cinco de la tarde de un sábado cualquiera de primavera. Mi habitual soledad se ve interrumpida por una presencia difícil de definir. No se trata de una persona, o ser vivo en concreto. Es más bien una sensación de inquietud y emoción que me solivianta sin descanso. La hora es importante, quizás más que nunca. Sé que es preferible esperar a que te esperen. Sin embargo, una hora de trayecto me separa de mi ansiado objetivo, lo cual añade gran cantidad de variables asociadas al tráfico y al simple hecho de conducir un vehículo propio. Todas estas inseguridades no hacen sino acrecentar esa peculiar desazón que me domina desde dentro. 

Intento organizar mis movimientos conforme a un estudiado plan. Una hoja de ruta a través de la cual controlar el origen, los preparativos, el destino y las alternativas. Todas las fases previstas se han ido cumpliendo con matemática precisión. Almuerzo satisfactorio. Siesta reparadora completada. Preparación de la casa para la marcha, realizada. Llega el momento de ducharse y preparar la ropa para lo que está por venir. Hay tiempo. La ducha puede prolongarse un poco más de lo recomendado. Sentir el agua deslizando por el cuerpo se convierte en un bálsamo de lo más eficiente. Aseado y perfumado, el vestidor me saluda con su habitual sumisión, ofreciendo sus mejores galas a mi servicio. Algo cómodo, sin duda. Pantalones vaqueros y camiseta negra. Un clásico. Sin embargo, el tejido no cae hoy como esperaba. Decido modificar mi decisión. Mejor será un polo del mismo color. Algo más ajustado y probablemente apropiado para contrarrestar el viento que sin duda me espera con vehemencia acumulada. Zapatillas del mismo color y chaqueta motera a juego. No es algo que busque, más bien, es algo que me encuentra a mí. No suelo mirar este tipo de cosas, pues los colores moteros suelen estar bastante limitados. Más aún en mi armario.

Sea como fuere, me armo de casco, gafas de sol y mascarilla. Estoy listo. Son las seis de la tarde. Sí, lo sé. Una hora suena excesiva. Pero, he preferido ahorrar algunas circunstancias irrelevantes para la historia, como el cuidado de plantas, y la colocación de algunas prendas desordenadas. En fin, quehaceres diarios que todo el mundo comparte, pero difícilmente divulga.

Lo dicho, son las seis. Recibo respuesta a mi mensaje de control: “Tranquilo, no necesitas traer nada que no sea a ti mismo”. Todo correcto. Ha llegado el momento. Lanzo convencido mi pierna sobre la montura retro que me recibe. Como siempre, se encuentra dispuesta a seguir acumulando kilómetros conmigo. Su depósito lleno. Sus neumáticos en perfecto estado. Arranca obediente al primer intento. Ruge con rabia y alegría. Se sabe preparada. Conoce lo que le espera. Carretera y viento. ¿Qué más se puede pedir? Con cariño le indico que ha llegado el momento de disfrutar. Piso con firmeza la palanca y me devuelve un chasquido metálico repleto de fuerza y potencia. El embrague me entrega toda su furia con enorme suavidad. Solo tengo que relajar la mano para que los más de setenta caballos se alineen bajo mis piernas. La temperatura se eleva gradualmente como resultado de su propia emoción. Cruzo victorioso la puerta del garaje y comienza oficialmente mi viaje. Dedico los primeros metros de recorrido a calentar. Cada cosa necesita su tiempo, y el entorno urbano que me rodea se muestra perfecto para ello. Alcanzo una de las vías interurbanas que me guían hacia la carretera principal. Aumenta la velocidad y con ello la vibración que envía la máquina en todas direcciones. Me reconozco nervioso y feliz. Sentimientos sencillos pero tremendamente profundos. Segunda rotonda de mi camino. Una ambulancia decide interponerse en mi camino, sin luces ni señales que la autoricen a ello. Primer susto. No sabría decir si debería interpretarlo como algún tipo de aviso, pero no puedo negar que la duda surca divertida mi cabeza durante unos instantes. Un posible conductor despistado podría haber terminado con esta historia antes de la cuenta. Pero afortunadamente, todos nos mantenemos en ese estado de relax que solo un sábado por la tarde nos puede aportar.

Ahí está. La autovía ha llegado. Segundo susto. Me vengo algo arriba en la incorporación y casi adelanto mi entrada en el carril adecuado. Nada que lamentar aún. Mis guantes se adentran decididos en esa nube de insectos en que se ha convertido el aire primaveral que me refresca y balancea a partes iguales. La moto ruge cada vez con más orgullo. Se sabe grande. Ha nacido para ello.

Son las siete menos cuarto de la tarde. Tras algunas incertidumbres en el tramo final, puedo confirmar que mis notas mentales han sido correctas y me han traído directamente hasta aquí. El aeródromo se erige frente a mí como un edificio humilde que anuncia una inmensa extensión de asfalto y naves. Para alguien acostumbrado a viajar no destaca por su tamaño. Pero para alguien que no ha volado en un privado jamás, diría que impresiona su dimensión. El lugar se recrea en este hecho. Nada más llegar, una avioneta se presenta ante mí en lo que parece una maniobra de mantenimiento cotidiana. Un par de personas parlotean distraídas con un empleado concentrado en sus labores. Quedan quince minutos para mi teórica llegada, pero decido avisar de mi adelanto por si eso ayuda a facilitar en modo alguno las cosas.

Desciendo con suavidad de mi montura y observo con gran sorpresa cómo cada apéndice de mi cuerpo recupera su sensibilidad original. La sangre reconquista aquellos rincones hasta ese momento negados por la postura, la velocidad y las vibraciones. Mis manos se reencuentran a sí mismas. Las piernas recuerdan su función primigenia. Mi espalda se coloca donde debe. Una cremallera me separa del frescor que mi torso comienza a reclamar. El sudor se asoma tímido a mis poros, pero logro frenar el proceso justo a tiempo. La brisa que decora la escena contribuye a una sensación de confort inesperada. La cercanía al evento no me disuade de continuar. Ni siquiera las alas que se acercan a mí. Me alegra ver que me mantengo firme en mi objetivo. Resuenan aún las palabras de quien advirtió el riesgo implícito en un acto que no puedo controlar de ninguna de las maneras. Una vez abandone la conocida normalidad del suelo que piso o los asientos que frecuento, estaré solo. Sin más esperanza que la experiencia de un desconocido en quien sin embargo confío hasta el punto de cederle mi seguridad sin reservas. Curiosa la mentalidad humana.

En ese instante, una voz me desconecta de mis pensamientos. Mi anfitrión me saluda desde lejos. Acaba de leer mi mensaje. Ya está todo listo. Me invita a cruzar la puerta y aparcar mi motocicleta junto a la pista. Una imagen de singular belleza. Lástima no dedicarle un instante más. Cuestión de prioridades, imagino. Me dirijo diligente hacia mi recién descubierto seguro de vida. Amable y extrovertido, me presenta a nuestro nuevo medio de transporte y me anuncia la compañía de una amigo que vendrá con nosotros. Acepto sin rechistar, con cierta alegría. Me gusta conocer gente y me relaja que la situación no dependa exclusivamente de mis habilidades sociales para lograr el éxito.

No obstante, solo un porcentaje ínfimo de mis neuronas se centra en la conversación trivial que nos atañe. Gran parte de mi cerebro sigue ensimismado en ese corcel brillante que se postra elegante ante nosotros. Una esbelta figura que parece diseñada al detalle. Es más, es precisamente así como está fabricada. Sus curvas se moldean bajo el influjo de ese caprichoso viento que ha de guiar y mantener sus movimientos. Algo menos de diez metros de envergadura y sabiduría. Un contenedor de conocimientos que no solo la hacen posible, sino que acumulan anécdotas y lecciones diarias. Varios cientos de horas de vuelo la avalan. Más de ochocientas a mi anfitrión. Confianza más que merecida. Nada que objetar. Como parte del proceso, intervienen las bromas para calmar los nervios y regodearnos en la inexperiencia que emano a cada paso. Me presenta al tercer pasajero. Ahora sí, retomo la dedicación total de mi atención. Bueno, casi total. Una parte de mí sigue inmerso en la ardua tarea de gestionar mis emociones.

Nos acompaña un experto piloto que ha decidido hoy volver a su segunda casa, tras muchos meses de desconexión. Al final, no cabe duda de que las aficiones son algo difícil de olvidar. Pocas son las frases que intercambiamos antes de que me anuncien su pasado. Dotado de gran experiencia se enorgullece de haber sobrevivido a una de las más complicadas de todas las que acumula. Una de esas que nadie querría tener que superar, pero que cualquiera se alegraría de contar. No sé si es el momento, al menos para mí. Pese a todo, hace rato ya que me entregué a la escena, y me intriga muchísimo su currículum. Puede parecer temible, pero reconforta de un modo extraño que la persona que se sienta tras de mí sepa todo lo que implica un vuelo de estas características. Un error inexplicable frenó su maniobra de despegue con gran virulencia hasta alcanzar una verticalidad tan pausada como letal. Carente de potencia, su cuerpo se veía abocado al desastre como parte de un fuselaje sentenciado. Afortunadamente, alguna extraña habilidad ha sabido borrar de su mente los peores momentos vividos. Lo siguiente, declaraciones de amigos afanados en su búsqueda. Un aparato destrozado pero fiel, capaz de no sucumbir a la tremenda inflamabilidad de un tanque repleto de gasolina con plomo de cien octanos. Una bomba que jamás culminó su activación. Múltiples fracturas por todo el cuerpo, un rostro renovado y una partida de nacimiento reiniciada por completo, avalan a un agradecido “jovencito” que acaba de alcanzar la mayoría de edad por segunda vez en su vida. No puedo sino celebrar su triunfo y compartir su nivel de agradecimiento.

Hechas las presentaciones, es momento de despegar. Todo lo comentado hasta entonces ocupa un lugar secundario pero imperturbable. Cinturón abrochado y cascos colocados. El piloto comienza a hacerse cargo de la situación. Yo incluido. Con profesionalidad va radiando lo que ocurre para hacerme partícipe de cada paso. Los chequeos de rigor me devuelven a lo único importante, esa realidad tan llamativa. Nivel de potencia ajustado. Botones diversos, apropiadamente accionados. Revoluciones en su punto. Pruebas de recuperación y fallo asimétrico del motor, superadas. Posición de espera en pista, alcanzada. Pedimos permiso por radio para despegar. Nadie nos avisa de su presencia. No obstante, este avión se considera de manipulación visual y hacemos gala de ello. Pese al silencio radiofónico, avistamos un aparato en plena maniobra de despegue. Bien visto. Su acción recibe el educado reproche pertinente, y nos devuelven la disculpa de rigor. Ahora sí. Pista libre. El viento se presenta caprichoso. Tanto es así que nos disponemos a despegar en la dirección contraria a la que acaban de emplear nuestros inesperados predecesores. No pregunto. No quiero resultar impertinente, y además, carezco del criterio necesario siquiera para dudar. Motor a tope de revoluciones, una velocidad aproximada de ciento treinta kilómetros por hora y nuestro tren se separa finalmente del asfalto. Estamos volando. El avión se mueve ligeramente, pero lo justo para dotar de veracidad al momento. El miedo sigue ahí, controlado, dentro de los límites permitidos. Es la adrenalina la que va ganando con calma la batalla. La belleza de las imágenes acaba por acallar cualquier muestra de sentimientos encontrados. Solo placer. Una perspectiva nueva, doméstica y palpable. Recorremos con delicadeza los alrededores de la pista, hasta cruzarla en su vertical a más de mil quinientos pies. La belleza de un pantano cercano, la cresta de la montaña en que se posa habilidosa una peculiar urbe y el sol de tarde que nos golpea sin descanso. Las escenas se suceden en nuestro camino de vuelta hacia la costa. Volvemos a superar el aeródromo. El mar se acerca estrepitosamente. Desde la torre de control del aeropuerto más cercano nos indican la presencia de una aeronave en nuestras inmediaciones, por lo que nos recomiendan mantener una altitud de mil pies. Desde mi asiento, la costa se muestra aún más atractiva que de costumbre. Los acantilados se superponen con las calas tan características de la zona. El mar, tranquilo, sosegado, aporta un extra de calma a mis intrépidos ojos. Es entonces cuando el vuelo se transforma en maravilloso. La sensación de surcar el aire tan cerca de la costa, y a la vez tan lejos. Un sutil movimiento de mano, y el avión responde obediente. Un leve tirón y recuperamos altura. Un suave empujón, y descendemos nuevamente a la barrera indicada. Los distintos instrumentos contribuyen al objetivo. Son muchos, pero me centro solo en aquellos que parecen importantes para mí en este preciso instante. Altitud y deriva. El resto, vistas y diversión.

La vuelta se hace más llevadera, al dejar que sea el piloto automático el que nos dirija de vuelta a casa. Esto nos permite centrar nuestros sentidos en la conversación, la admiración del paisaje que surge ahora junto a mi ventana y la búsqueda de compañeros que nos anuncian su presencia por radio.

La pista se vislumbra nuevamente bajo nuestros pies. La recorremos en busca del extremo apropiado para iniciar la maniobra de aterrizaje. Viramos con gran virulencia y disponemos todos los instrumentos para este interesante procedimiento. Reducimos velocidad, ubicamos el morro en la dirección adecuada con los pedales, y nos enfrentamos al viento con respeto y descaro. En lo que definirían como una pasada en baja, o quizás, un motor al aire, recorremos la pista a escasos metros de altura para retomar de repente el máximo de potencia hasta recuperar con violencia la altura deseada. Una sensación de vacío sin precedentes se apropia de mi estómago. Nada que temer. Tan solo una sensación nueva y del todo impactante. Un alarde de fuerza y potencia desatada.

Esta vez sí, enfilamos la pista a la velocidad adecuada y controlando la escasa incidencia del viento lateral, así como el correcto posicionamiento del avión, nos acercamos al suelo. Esto se acaba. Pero antes, varios segundos de silencio en los que esperar el impacto. Una tensa calma en la que disfrutar del aterrizaje con todas sus letras. Con gran suavidad, tomamos tierra e iniciamos el proceso de frenado, para dirigirnos directamente al hangar, donde abandonar la avioneta y con ello, una de las mejores experiencias de mi vida.

No sé si he sabido expresar adecuadamente algo tan grandioso, pero os garantizo que merece la pena.

Ya en tierra, pero aún dentro de la cabina, compartimos una agradable conversación acerca de tan noble afición y un sinfín de anécdotas que me acercan a mis compañeros y me inducen un mayor interés por el aire, si cabe. Una envidia sana corroe mis adentros. Me alegro por ellos. Han encontrado la alegría de vivir en tan atractivo ejercicio. Y lo mejor de todo, me han permitido formar parte de ello. Gracias. No puedo decir más, muchas gracias.

Victoriosos, compartimos una conversación más mundana frente a unos refrescos. Sin duda, estoy ante alguien distinto, especial. Jamás me cansaré de conocer a gente capaz de llenar una conversación con sentido.

Finalmente, ya de noche, nos despedimos y retomo el control de mi motocicleta. Casi una hora de vuelta me separa de la casa, pero la adrenalina aún me domina, y podría conducir durante horas. No quiero que esto se acabe. Y a juzgar por lo intenso de lo vivido, dudo mucho que lo haga.

Gracias amigo por la invitación. Me alegro de haberte tomado la palabra. 

domingo, 7 de junio de 2020

Cuestion-ando mi vida_COVID

Desde que empezó toda esta vorágine desatada por el famoso virus que nos amenaza sin piedad, me propuse no caer en la tendencia generalizada de opinar sobre una materia de la que no dispongo conocimiento alguno. No subirme a la ola del populismo para aprovechar el morbo que implica tratar cualquier aspecto relacionado con el tema de moda, para alcanzar una mayor difusión o notoriedad.

Me equivoqué. No he sido capaz de mantener mi promesa. Sí, he cometido un error. Lo acepto y lo reconozco. Estoy dispuesto a recorrer el fatídico trayecto de la vergüenza y deshonra nacional. Contradecir a un país que ha servido durante años de soporte a toda una clase política convencida de que errar es humano, pero que no alcanza a sus divinas personalidades.

Yo sí me equivoco, independientemente de mi ideología. Independientemente de las suyas.

Por eso, me gustaría trasladar una pregunta que me atormenta a diario, fruto de mi indudable estupidez. ¿Alguien ha visto en algún momento si el puñetero virus este es de derechas o de izquierdas? ¿Alguien ha tenido la oportunidad de preguntárselo?

Sí, lo sé. Es una pregunta absurda.

Pero, en ese caso, ¿me podría alguien explicar por qué todo nuestro país sigue enfrascado en un conflicto ideológico basado en el color de cada discurso? ¿Cómo puede ser que hayamos politizado también esto, un problema meramente sanitario? ¿No hay nadie más que se despierte fruto del hastío provocado por la inoperancia de unos gestores que se limitan a defender sus asientos, sin importarles lo más mínimo las consecuencias de sus decisiones, de cada una de sus manifestaciones públicas? ¿Tan corrupto está este sistema en el que vivimos? ¿Cuándo se acaba todo esto?

Y no me salgan con esas de que los políticos no son sino el reflejo de la sociedad a la que representan. No me jodan. Este país se encuentra en la cúspide de la “titulitis”, tras alcanzar un nivel académico sin precedentes en la historia. ¿Y me van a decir que estos ineptos sin estudios, cuya única virtud consiste en la escalada sin reglas que supone cualquier partido hoy día, nos representan? ¿A cuántas personas conocen ustedes que se ganen la vida dando lecciones sin experiencia alguna que los respalde? Sí, lo sé, los bares están llenos de ellos. Pero no olvidemos que todas esas personas que juegan a líderes sociales, no dejan de ser trabajadores que llenan sus buches y los de sus familias ejerciendo una profesión que nada tiene que ver con la gestión del país. Así que dejemos de una vez por todas de justificar lo injustificable. España no merece una clase política tan indigna. Lo siento.

Lo digo porque ha llegado el momento de que alguien me ayude a entenderlo, para ver si así logro alcanzar un estado mental parecido a la calma, desde el que recobrar las fuerzas para salir a la calle y ganar el dinero suficiente como para poder pagar a todos estos impresentables, y que aún así me quede algo para cuidar de los míos, contribuir a unos servicios públicos eficientes y de calidad, y por último, comer.

¿De verdad soy el único cansado de este conflicto? No me digan eso. No me creo que sigan pensando que la solución a todos nuestros problemas, sean de la índole que sean, pasa por demostrar que nuestra ideología es mejor que la de nuestros vecinos. ¿No lo piensan, verdad? Ser mejor que el otro, bajo mi único criterio, no me va a proteger frente a amenazas sanitarias como esta. ¿Por qué seguimos entonces recurriendo al “tú más” como defensa fundamental en momentos de crisis como este? ¿Será que nos hemos quedado sin argumentos? Confío en que no.

Si voy al hospital afectado, me da igual a quién vote o cómo piense el sanitario que ha de salvarme. Es libre de ejercer su derecho de la mejor manera que considere. Exactamente igual que yo. Lo único que me preocupa es que cada uno dé lo mejor de sí mismo, llegado el momento. Yo haré lo mismo. Que esa persona cuente con los medios necesarios y se le deje trabajar en condiciones. Del resto se encargan ellos. Ya lo han demostrado. ¿Hay alguien que se niegue a ser atendido por el color que se le presupone a una persona? Lo dudo. Si es que sí, creo que deberíamos mirárnoslo.

Gracias.

Por cierto, no se molesten en buscarle una ideología a estas palabras. Es tan solo un sentimiento. Nada más. Bueno, puede que un grito desesperado de socorro. Quizás, no sé.