miércoles, 19 de noviembre de 2014

El libro_p16

Capítulo 16

¡Y tanto que nos quedó!

Aquellos días repletos de buenos momentos e inolvidables recuerdos, se fueros diluyendo sutilmente en nuestra aceptada rutina hasta el punto de protagonizar gran parte de nuestros recursos como pareja. Todo giraba en torno a esa determinada anécdota junto al río, ese extraño peatón que tanto nos llamó la atención en la plaza, o la bella mujer a la que igual no debía haber observado tanto rato durante la cena. Cualquier excusa parecía perfecta para rememorar algún aspecto concreto de tan maravillosa semana.

Tanto es así, que cuando Miriam se acercó cariacontecida, con un rictus hasta ahora desconocido, un semblante del todo desfigurado y un temblor imparable, no pude sino pensar en que nuestra tremenda alegría alemana acababa de finalizar, cualquiera que fuese la razón para ello.

Estupefacto, me dirigí hacia ella, convencido de que no podía ser sino una trabajada broma con la que poder reírse de mí durante semanas. Sin embargo, algo en mi interior me decía que esta vez era diferente. No era su mirada la que se escondía en su bello rostro. No era su sonrisa la que protegía su dulce boca, ni su pelo el que decoraba su escultural cabeza. Todo su ser rezumaba un aroma diferente, nuevo para mi. Fue entonces cuando renuncié a mi estúpido orgullo y me centré en ella, más allá de que pudiese estar cayendo en su jocosa trampa. No me sentía capaz de arriesgarme. Había logrado transmitirme una inquietud, que hacía rato que había dejado de resultarme siquiera soportable.

Tan ligera que casi resultaba irreal, se desprendió hacia mis brazos desconsolada. La preocupación se hacía cargo de mí, bloqueando cualquier atisbo de capacidad comunicativa. Las palabras de atascaban una tras otra en espera de la valiente frase que se atreviera a guiarlas. No sabía qué hacer. Era la primera vez que me mostraba ese lado. La fuerte y estable Miriam había dado lugar a una frágil y vulnerable joven que no encontraba fin a su pánico.

El desconcierto no hacía sino crecer, mientras su cabeza se fundía en mi pecho. Inerte, sin alma. Su abrazo parecía más bien una llamada de socorro que la inmensa felicidad con que solía recibirme. Atónito, mi sentido protector logró zafarse del miedo inicial para, sin no pocas dificultades, cuestionarle el por qué de tan peculiar comportamiento.

Su respuesta fue tan concisa como elocuente:
- No sé qué decir. No sé si alegrarme o llorar. Y eso que aún no lo he compartido contigo.
- Miriam, relájate. No sé de qué me estás hablando, pero necesito que te calmes y me lo expliques tranquilamente. Seguro que no es para tanto. - espeté sin la menor convicción. Sabía que Miriam no era de ese tipo de mujeres que hacen una montaña de un grano de arena o que se ahogan en un vaso de agua.
- Eso intento, pero no creas que es fácil. - Incapaz de acabar la frase, sus lágrimas eran cada vez más numerosas.
- Bueno, mujer. - la abracé con todas mis fuerzas. - Habrá que intentarlo con más fuerza, ¿no? ¿O nos vamos a quedar así toda la tarde?
- Ojalá. -musitó entre sollozos.
- Vale, Miriam. Ya está. - La aparté suavemente de mí para poder ver su humedecido rostro. - Venga, cuéntame. ¿Qué es lo que ha pasado?
- ¿Recuerdas la noche del club que estaba en la orilla del río?
- ¿Te refieres a la noche del Watergate? Pues claro, cómo voy a olvidarla. Sabes que aún no he olvidado ni un sólo instante del viaje. Aunque, he de reconocer que ya empiezo a tener ciertas ganas de hacerlo. Hace casi tres meses que volvimos, y aún seguimos hablando de todo aquello como si fuese ayer.
- Diez semanas.
- ¿Qué?
- Diez semanas, eso es lo que hace que volvimos. Diez semanas exactas. Algo más de setenta días. Poco más de dos meses.
- Ufff, qué precisión. Desde luego no se te escapa una. Menos mal que nuestro aniversario lo tengo ya memorizado, si no la presión ahora mismo sería total. - Intenté sin éxito que mi sonrisa aliviase un poco la tensión que se había generado.
- Tranquilo. No he sido yo quien lo ha recordado. Sabes que soy casi tan mala como tú para esto de las fechas. Pero se ve que en esto no hay demasiado lugar a dudas.
- Bueno, Miriam, déjate de rollos y ve al grano, que me vas a poner de los nervios.
- Pues eso, como te decía. Imagino que recuerdas aquella noche.

Sin duda, mi afirmación era del todo sincera. Era imposible olvidar aquella noche. Lo que comenzó con una sencilla cena “de paso”, en aquel curioso puesto de kebab de la esquina de la estación de Alexander Platz, como entretenimiento gastronómico durante la espera del tren que debía llevarnos a la famosa discoteca que tantas veces nos habían recomendado, culminó en la habitación del hotel a altas horas de la noche, en una mezcla explosiva de amor y atracción a partes iguales. Un cúmulo de sensaciones que, por fin, habíamos logrado canalizar más allá del inevitable cansancio derivado de las interminables caminatas diarias. Aquella noche, no sé si sería el kebab, la humedad del río o el ritmazo de aquel innombrable dj, pero la llegada al hotel en el taxi fue apoteósica. En cuanto el vehículo se paró frente a la puerta de nuestro humilde hostal, la mirada de Miriam cambió por completo. No hacía falta mucho más, conocía perfectamente esa mirada cruzada. Me apresuré a abonar la carrera, sin preocuparme por si el redondeo sería apropiado o no, lo cual a juzgar por su sonrisa debía significar que sí. Mi intento por guardar la cartera de nuevo en el bolsillo resultó en vano, puesto que un destello de fogosidad interceptó mi mano con decisión y me dirigió sin discusión hacia nuestra habitación. No sabría decir cómo llegué exactamente hasta nuestra tercera planta, pero desde luego he de decir que me encantó la sensación.

Una vez en la habitación, tuve la genial idea de intentar preguntar el porqué de aquella reacción. Acto fallido que ella se apresuró a abortar con un elocuente susurro, que seguido de un beso indescriptible, eliminaron cualquier arrebato comunicador que pudiera existir en mí. Desde aquel delicioso gesto, toda la noche pasó a ser un animoso ejemplo de obediencia en el cual quedaba terminantemente prohibido sonreír, dado que era lo único que parecía interrumpir su cortejo. El clásico “¿de qué te ríes?, de nada”, me impedía disfrutar al máximo de un acontecimiento, que sin ser único (no sería del todo justo calificarlo como tal), empezaba a sentir como si lo fuera.

Los minutos precedían a las horas, y tan sólo los primeros rayos de luz pudieron zanjar tan improvisada polémica. Una discusión de lo más agitada en la que afortunadamente, ambos estábamos completamente de acuerdo.

- ¡Pues claro! - se me escapó una risilla traviesa.- ¿Cómo olvidar algo así, cariño?
- Pues eso digo yo. Para mi también fue algo inolvidable. Aunque hasta hoy no había sido consciente de cuanto. ¿Recuerdas que esta mañana te dije que me había levantado con el cuerpo raro? Pues no era la primera vez. Llevo toda la semana con el cuerpo cortado, el estómago levantado, en fin, ¿en serio no te has dado cuenta de nada? - a lo cual evidentemente preferí no contestar. Haciendo del silencio mi mejor aliado. - ¡Joder! Lorenzo, ¡qué difícil me lo pones! Me sentía mal y decidí ir al médico a ver si es que había pillado el virus ese que tiene ahora todo el mundo. Pero el médico, muy gracioso por cierto, me ha dicho que no. Que no exactamente. Que sí que había pillado algo, pero que no lo llamaría aún virus.
- … - Su mirada inquisitiva me ejercía una presión brutal. Todo mi cuerpo estaba inmóvil. Algo en mi interior empezaba a construir una imagen mental que, inmediatamente, anulaba toda habilidad para pensar o, incluso, hablar.
- ¡¿Cariño?! Por favor, dime algo. Por esto es por lo que no me veía capaz de venir a casa. No encontraba la fuerza para contártelo y esperar tu respuesta. Lo siento.
- ¿Qué sientes? ¿De qué se supone que estamos hablando exactamente?
- ¿En serio? - A lo cual respondí con un gesto afirmativo algo burlón. - Estoy embarazada, me acaban de confirmar que ha salido positivo. - Cualquier unidad de tiempo que intentara emplear para describir aquel instante se quedaría corto. No existe expresión alguna capaz de relatar el atemporal periodo que prosiguió a su descomunal anuncio. ¿Horas, días, años? No sé. Tan sólo el crecimiento exponencial, a modo de protuberancia, de sus ojos sobre las cuencas evidenciaban el transcurrir del tiempo en mi cerebro. Todo se volvió silencio, pausa, infinidad. - ¿Hola? Dime algo, por favor. Yo tampoco me lo esperaba. Ni siquiera lo podía imaginar, me decía “No Miriam, ni te lo plantees”, “eso no te puede pasar a ti”. Pero se ve que sí, me ha pasado, bueno, nos ha pasado. Lo siento, de verdad, aún podemos evitar que pase, pero necesito que me hables, por favor.
- ¿Cómo?
- ¿Cómo qué? No pretenderás que lo repita, ¿no? - Sin dejarle terminar la frase, todo el silencio acumulado se tornó en pasión y cariño. Un amor sin límites se apoderó de mí, sin el más mínimo beneficio a la duda. Una felicidad incontrolable me invadía por dentro. El más elocuente de mis abrazos se encargó de responder sus preguntas con tinte de plegaria. Nada más, un abrazo, una mirada, lágrimas y un beso eterno. No hizo falta más.

Tan sólo nueve meses después de nuestro ansiado viaje a tierras berlinesas, la vida nos deleitó con uno de esos regalos que jamás llegaremos a entender, que jamás podremos agradecer, que jamás dejaremos de querer. No sólo nos convirtió en la pareja más feliz del mundo, sino que trajo consigo a un espléndido “bebote” con cara de sinvergüenza. Un mini yo, con la preciosa mirada de su madre.



Álex, fue el nombre elegido. No podía ser otro. En honor a la famosa plaza, a la estación donde todo empezó, al rincón del que nunca me gustaría volver. Un homenaje al viaje que nos unió, al hostal que nos acogió, a aquel extraño reloj que nos situó, y aquel irrepetible kebab que nos nutrió. Un “gracias” transformado en nombre. Un nombre que representara su gracia. Un emblema de la ciudad, trasladado al símbolo de nuestra felicidad. Por aquel hostal que supo ocultar una maravillosa plaza que, por deseo del destino, formaría desde aquel día parte indivisible de nuestras vidas.

domingo, 9 de noviembre de 2014

El libro_p15

Capítulo 15

Eran las siete de la tarde cuando la noche ya cerrada enmarcó nuestro curioso deambular por aquella maravillosa calle, un continuo de tiendas lujosas donde la ostentación más exagerada convivía en aparente normalidad con productos igualmente exclusivos e inasequibles pero que podrían ser definidos como elegantes. Un esplendor basado en el diseño, los brillos, llamativos colores y máxima calidad.

Friedrichstrasse, o algo así la llamaban. Lejos de convertirse en un referente de moda para nosotros, sí que contenía ese grado necesario de extravagancia, tanto en los contenidos como en sus brillantes envoltorios, suficiente para erigirse como un objetivo interesante y capaz de generar infinidad de conversaciones banales pero divertidas. Un buen rato repleto de quejas y llantos amargos en los cuales simular un deseo inexistente por lucir esa inexplicable excelencia.

A escasos metros de allí, en un desvío muy recomendado y casi obligatorio, se encontraba el paraíso del dulce, haciendo esquina junto a la famosa Gendarmenmarkt. Una tienda tradicional donde los monumentos más emblemáticos se rendían a la delicadeza del chocolate mejor moldeado. Desde la puerta de Brandemburgo al mejor de los museos, todas estas enormes y detalladas maquetas sucumbían ante un sencillo pero inolvidable volcán en constante actividad. Una erupción de sabores inducidos. Un reclamo insuperable. Uno de esos locales que poseen la envidiada virtud de acoger a vecinos y extraños por igual, con la misma naturalidad e interés.

Como humilde sustitutivo orientado a saciar la sed generada por dichas carísimas obras de arte gastronómico, salimos equipados con varios de los bombones de la casa, clasificados en función de su contenido en cacao, alegrándonos así la noche entre risas manchadas pero orgullosas. Ese puntito de picardía tan importante, un capricho fundamental, un regalo vital irresistible. Continuamos nuestro aleatorio vagar por la ciudad, recorriendo la citada avenida en dirección norte, donde la estación del S-Bahn a la cual daba nombre, también denominada estación de metro rápido, garantizaba un tránsito peatonal ininterrumpido a su alrededor. Oleadas de personas que descendían en manada y accedían en grupos más irregulares pero no menos numerosos. Un flujo enorme de personas anónimas unidas por su indudable rutina.

Un espectáculo propio de grandes ciudades como esta, que ya sea por suerte o por desgracia, quienes procedíamos de ciudades más pequeñas como Málaga desconocíamos por completo. Esa belleza implícita en el estrés propio de tal transferencia. Las prisas asociadas al acto de subir o bajar del metro. Un protocolo casi ceremonial en el cual los viajeros esperan impacientes la apertura de las puertas desde ambos lados del umbral. Unos estáticos, otros en movimiento descendiente hasta alcanzar la parada frente a los primeros. Unos instantes tensos e impersonales en los cuales nadie parece percatarse de su imagen especular. Absortos en su rutina, realizan la misma acción una y otra vez. Desde el metro, esperan la llegada del momento en que las puertas se desbloqueen para poder abandonar el vagón entre la multitud que espera educadamente que finalice el proceso de salida para acelerar con disimulo y optar a los mejores asientos vacantes. Un transbordo más, una nueva experiencia.

Tras las imponentes vías elevadas que empleaban las principales líneas asociadas a esta importante parada, se escondía en el silencio de la oscuridad más introvertida un flujo no menos importante pero mucho más discreto. Un movimiento más tranquilo y sutil que condicionaba a la ciudad en igual medida, pese a que lograra pasar desapercibido para la gran mayoría. El abundante río Spree recorría la ciudad siempre a la espalda de los diferentes rincones de esta gran capital. Uno de esos elementos fundamentales, que al igual que ocurría con los innumerables canales que recorrían la ciudad, no acababan de recibir el reconocimiento que merecían.

El puente del cual procedíamos se posaba con suavidad sobre la intersección con Oranienburger Strasse, una calle de menor rango pero perfectamente equiparable en cuanto a su fama. El número de locales, así como el glamour de estos, se reducía considerablemente. Las tiendas más relevantes daban lugar a desconocidas cervecerías, restaurantes y modestas viviendas. Como complemento a esta nueva realidad urbana, un elenco de portentosas féminas, todas rubias, altas, esbeltas y ataviadas por ceñidos atuendos cuyo único denominador común parecía ser el plumón corto blanco, aderezaban sonrientes y respetuosas el caminar de los abundantes y sorprendidos visitantes.

A unos cuantos cientos de metros, la ligera curva que presentaba el trazado viario nos dirigió hacia nuestro ansiado objetivo. Frente a nosotros se alzaba el Kunsthaus Tacheles. Una casa okupa, más bien considerada como bloque de viviendas, donde las diferentes plantas se abrían a turistas e invitados con el mayor de los descaros. Entre un sin fin de grafitis variados, emanaban unas primeras plantas más opacas que custodiaban a las plantas altas donde los espacios expositivos y talleres de trabajo, se alternaban con tiendas de souvenirs de fabricación propia y un interesante bar-cafetería en la cima, no apto para víctimas del vértigo. Por su parte, la trasera del edificio destacaba por el vacío del gran patio medianero, en el cual un indescriptible biergarten ofrecía una alternativa más terrenal en la cual disfrutar del entorno entre amigos y actuaciones improvisadas.

Aquella decadencia controlada, aquel paradigma del arte urbano más reivindicativo y polémico, yacía desde hacía años entre los principales emblemas oficiales de la ciudad. Un eterno rumor de derrumbe que contrastaba con su indestructible éxito turístico y social. Sea como fuere, aquel ruinoso edificio representaba una gran parte del Berlín más auténtico, justo al lado del lujo más recalcitrante y prometedor de la capital.

Por su parte, ejemplos como Cassiopeia (en el barrio de Friedrichshain), establecían una alternativa menos mediática al movimiento diferenciador de esa otra Berlín. Esa capaz de sacar pecho en la peor de las situaciones y enorgullecerse de las carencias con ingenio y simple libertad. La East Side Gallery, la Iglesia del Recuerdo, Check Point Charlie, el Oberbaumbrücke, Hauptbahnhof o la renovada Alexander Platz formaban parte indiscutible de ese peculiar encanto basado en una esencia única. Un homenaje sincero y bien resuelto al contraste más extremo como reclamo y referente ciudadano. Una ciudad basada en los llenos más brillantes rodeados por los vacíos más prometedores. Sonidos diversos en perfecta armonía con la intensa melodía de silencios. Una maravillosa clase magistral sobre el respeto al pasado como principal medio para soñar el futuro.

Aún recuerdo su magia, su particular identidad. Aquella que permite al visitante disfrutar de la melancólica postal retratada en un genial parque de atracciones abandonado en pleno parque urbano, con la misma intensidad con que goza ante una pista de esquí artificial erigida de la noche a la mañana en plena Potsdamer Platz. Discotecas surgidas del encanto encerrado entre las cuatro paredes de un antiguo matadero o un indestructible búnker, enfrentadas a un espacio de ocio de lo más tecnológico y vanguardista.

Un paseo infinito desde lo moderno a lo tradicional, de lo destruido a lo reconstruido, de lo deseado a lo encontrado, ilusión y respeto, admiración y osadía como ingredientes fundamentales de esta receta espectacular.

Todo ese amor por la diferencia, ese recital fuera de lo común, no pudo sino fomentar en nosotros un sentimiento de agradecimiento y bienestar ante nuestra situación. Un vínculo innegable con nuestras peculiaridades como pareja, que nos ayudó a entender como claves de nuestra atracción y nuestro rebosante valor añadido.

Grandes momentos que desembocaron en un verdadero homenaje a nuestra relación, nuestro porvenir, una alfombra roja que no pensábamos desaprovechar. Serían muchos los años que pasasen, las ciudades que pudiésemos visitar, las personas que apareciesen en nuestras vidas, pero sin duda, una cosa permanecía inamovible en nuestras memorias, en nuestros corazones. Una frase capaz de revertir cualquier atisbo de tristeza o duda en nuestras vidas. Un resorte frenético que provocaba inmediatamente la más sincera e inevitable de nuestras sonrisas.

Siempre nos quedará Berlín, cariño”.