domingo, 15 de octubre de 2017

El individuo colectivo

Viajar a Japón supone un salto cultural sin precedentes, pero esto es algo que no sorprenderá a nadie. Al menos, no hasta que vaya personalmente al país nipón.

Más allá de todo lo que hayáis podido oír ya, puesto que este viaje no sólo está de moda sino que se ha convertido en visita obligada entre los más inquietos, me quedaría con:

Su abarrotada y extravagante capital, donde el occidental, diría casi más el europeo, se siente trasladado a otra dimensión en la cual conviven la más absoluta educación, esa implícita elegancia y la innata solemnidad de sus movimientos dentro de un orden inquebrantable, con los barrios más estrafalarios en los que el manga se convierte en la realidad y los humanos somos el cómic que los entretiene;

El cercano parque natural de Nikko en el cual todo queda relegado a un merecido segundo plano dominado por la magnificencia de la naturaleza en estado puro, con cascadas inabarcables, lagos infinitos y senderos embriagadores;

La melancólica contemporaneidad de kioto, en la cual los templos invaden la trama urbana para recordar a sus habitantes aquel esplendor que los engendró, bajo la atenta mirada del río que deambula sin alardes por uno de sus laterales, puesto que es en Arashiyama donde reivindica su auténtico protagonismo para regar el bosque de bambú y deleitar al visitante con su imponente estampa;

La naturaleza salvaje y casi virgen de Miyajima, una isla abrupta y acogedora donde los ciervos y los humanos se funden con su vegetación, sus ríos y sus playas;

La ancestral ruta entre Magome y Tsumago que nos traslada a épocas pasadas donde los trayectos eran una experiencia en sí mismos, en los que disfrutar de la frondosa arboleda bañada de torrentes y cascadas naturales bajo la constante amenaza del oso como posible e inesperada compañía;

El atrevimiento y la liberación de Osaka donde parece relajarse la influencia del Tokio más estricto;

O las aguas termales de Hakone, donde disfrutar de ese calor indescriptible que tan sólo es capaz de generar la naturaleza desatada de sus humeantes y a la vez frondosas laderas, bajo el influjo del esquivo monte Fuji, a través de uno de los mejores momentos del día, aquel en el cual recuperar el culto al cuerpo, pero no desde la nueva tendencia a moldearlo, sino desde el punto de vista del onsen, el baño más profundo y relajante donde aislarse del mundo y su endiablado ritmo para concentrarse en el cuidado y aseo de nuestra piel, nuestro pelo, nuestras uñas, nuestra mente.

En definitiva, un recorrido tan variado como enriquecedor, a través del cual descubrir nuestras más negadas virtudes y recordar nuestros más que laureados defectos. Un ejercicio de autocrítica de lo más placentero. Una “master class” de lo más sobrecogedora.

Todo ello bajo el telón imperturbable que impregna cada rincón de este maravilloso país. Un contexto continuo generado por sus infinitas delicias gastronómicas, demostrando que hay mucha vida detrás del sushi; esa comodísima eficiencia que permite que el mundo gire siempre al mismo ritmo, sin fallos, sin retrasos, sin desidia, sin faltas, sin reproches, sin malas caras, sin alardes. Porque, sí, una de las cosas quizás más impactantes es que la amabilidad extrema es tan sólo lo normal, que ser servicial no es algo que requiera el mayor reconocimiento, que la actitud y las ganas de trabajar resultan indiscutibles, que el error no siempre es aceptable; un mundo aparte en el cual la tecnología y la naturaleza no son incompatibles, donde la limpieza y el orden acaban por pasar desapercibidas, donde lo extremadamente moderno convive con lo más tradicional e histórico, donde lo vernáculo se potencia, lo innovador se admira, y lo necesario se inventa.

Un país del cual me traigo un sinfín de sorpresas agradables, comandadas por esa impecable sensación de seguridad, en el sentido más amplio de la palabra. Seguridad que se traduce en tranquilidad. Tranquilidad que se traduce en disfrute. Disfrute que se traduce en respeto. Respeto que se traduce en admiración.

Admiración por sus múltiples virtudes y respeto por sus escasos defectos. No dudo que los tendrán, por mi parte tan sólo puedo mencionar su incapacidad para comunicarse, para compartir sus inquietudes, sus opiniones, su atractiva cultura, sus interesantísimas costumbres. Defecto compartido por ellos como anfitriones, y por nosotros como maleducados invitados incapaces de aprender ni el más sencillo de sus vocablos. Esa triste sensación de haber perdido una oportunidad única de abrir un poco más nuestras mentes. Un mundo complejo en el cual contrasta la saturación más absoluta de mensajes y señales con la ausencia total de información. Infinidad de símbolos ininteligibles e imposibles siquiera de adivinar. Un ejercicio de intimismo forzado que nos obliga a dar un paso al frente y aprender a marchas forzadas, más por intuición y ganas de ayudar, que por la existencia de útiles referencias que nos puedan guiar.

Como ejemplo el metro de Tokio, el cual destaca por su caótica red de líneas entrelazadas bajo una paleta de colores tan extensa como, en ocasiones, imperceptible. Dos empresas encubiertas bajo el mismo plano de líneas, que nos guían a través de un sinfín de trayectos de transición e innumerables tornos de control.

Un placer para los amantes de la accesibilidad universal, si es que hay alguno más como yo. Un alarde humilde y sin excesos que todo lo baña, que todo lo alcanza.

Un conjunto perfectamente ordenado en el cual destacan las hordas de personas aparentemente iguales, cumpliendo a rajatabla el estricto código de vestimenta laboral, escrito o no. Un grupo homogéneo y mimetizado en el cual los matices son tan sutiles como obligados. Esa necesidad de destacar dentro del guión establecido. Un afán por encontrarse y valorarse a uno mismo sin por ello abandonar su aceptado anonimato.

Pero donde más me han sorprendido es en su forma de entender el espacio, un espacio abarrotado de gente, pero donde tu ámbito vital es casi sagrado, del mismo modo en que los edificios de estrechas fachadas colmatan la trama urbana sin por ello tocarse. Esbeltas medianeras separadas tan sólo unos centímetros, lo suficiente para diferenciarse de sus vecinos, pero no como para destruir la armoniosa melodía de sus iguales. Un individualismo de lo más colectivo, una colectividad de lo más individual.

Un país que en ocasiones parece trazado bajo el influjo de esas enormes plumas estilográficas que con determinación y suavidad recorren el mejor de los lienzos para recrearse en la sencillez más compleja, en la complejidad más sencilla, que se esconde tras su espectacular caligrafía.

Me quedo con ese peculiar concepto de masa, su orden, esos característicos y comunes matices diferenciadores, su magnífica gastronomía, sus onsen, su simpatía, su seguridad, y su ejemplo imborrable de pacífico respeto.

Muchas gracias Japón, por esta inolvidable invitación a volver.