lunes, 25 de noviembre de 2013

El libro_p10


Capítulo 10

Efectivamente el día comenzó conforme a lo esperado, envuelto por un clima de cansancio, dolor y tremenda dureza. Como si de un asiduo borracho me tratase, la resaca protagonizaba mis pensamientos, bloqueando toda posible actividad neuronal.

Así, sin pensar, abandoné mi cuarto apartando la puerta de mi camino con un gesto simple pero inexplicablemente cargado de emociones. Conmocionado por el hecho de verme atraído por la puerta de mi cuarto, me dirijo hacia el baño pensativo. Buscando respuestas a las muchas preguntas surgidas tras el inmenso malestar con que parecía presentarse el día.

Una vez más, lo que yo consideraba sutileza y discreción, resultaba más bien un ruidoso y descuidado deambular a lo largo del infinito pasillo. Los golpes y traspiés se sucedían con cada paso, anunciando a los cuatro vientos mi despertar. Como no podía ser de otro modo, mi madre se acercó a mí convencida de mi adormecido caminar, para recibirme con un cariñoso buenos días, que no sólo me alegrase un poco la mañana, sino saciase su curiosidad más irracional contribuyendo a su propio bienestar como madre.

Sin embargo, lo que pudo ser un mero saludo matinal, se convirtió en un auténtico drama para ella. Encontrar a tu hijo ensangrentado y dolorido, con la mirada perdida y una inexplicable e impropia desidia, no sería jamás calificado como una grata sorpresa. Prueba de ello fue su desconsolado grito. Un ruido tan atroz como para lograr rescatarme de mi abstracción y devolverme a mi cruda y surrealista realidad.

Tras intentar sin éxito que explicara tan aterradora imagen, su primera reacción fue la de dirigirse rauda y veloz hacia el teléfono para llamar a urgencias y avisar lo antes posible a mi equipo médico. Consciente de la fatalidad que se avecinaba, interrumpí su inconsciente maniobra de emergencia mentando a mi hermano, quien alertado por los gritos de mi madre asomaba su espectro por el salón. La escena con la que enfrentarse era a todos los efectos difícil de digerir. Por un lado, un hermano ensangrentado y culpándolo de algo que aún desconocía, por otro lado una madre en pleno estado de pánico y estrés maternal quien alertada por su hijo mayor, dejaba el teléfono sobre la mesa a la vez que desviaba su acusadora mirada hacia el recién aparecido protagonista. Un circo familiar del cual no parecía poder escapar.

Como no podía ser de otro modo, mi madre rápidamente percibió la tensión existente en nuestras miradas y se dirigió hacia él para reprenderle por lo que parecía, sin lugar a dudas, un exceso de poder entre hermanos. Una batalla en toda regla.

Al borde de una auténtica tragedia familiar, logro frenar su primer impulso y explicarle no sin dificultad lo ocurrido, agradeciendo a mi hermano su grandilocuente gesto y maldiciendo entre risas su desafortunado descuido con mi puerta.

Destensado el ambiente, aprovecho para dirigirme a mi hermano. Tenía razón, era el momento de luchar de verdad y dejar de ser ese llorica consentido en el que me había convertido. Era el momento de coger el toro por los cuernos y afrontar de una vez por todas mi nueva realidad, la única posible, la mía. De mí dependía que fuera una realidad feliz o no.

Convencido de todo ello, nos esforzamos en integrar a nuestra madre en lo sucedido, empezando por aclarar los motivos del sentido abrazo en que nos veíamos fundidos. Ella, aislada y desconcertada no lograba sino llorar ante la explosión de emociones vividas a lo largo de la mañana y el espectacular derroche de cariño entre hermanos, consciente de que lo que acaba de presenciar marcaría un definitivo antes y un después en la relación familiar. Empapada en lágrimas pero sonriente, se mantenía firme ante nosotros, paciente, calmada aunque ansiosa. Tras satisfacer nuestra necesidad de agradecimientos y alegrías recién descubierta, nos miramos cómplices y comenzamos a reír, desternillados sólo de pensar en lo que estaría pasando por la cabeza de nuestra matriarca. Sin duda, un sin fin de porqués aderezados con no menos cantidad de miedos.

Divertidos, la acompañamos hasta el sofá donde sentados en torno a la mesilla, relatamos con todo lujo de detalles las últimas horas transcurridas en su hogar. Como hermano mayor me tocaba a mí comenzar la historia, indicando a mi madre el contexto inmediato que dio origen a toda la conversación posterior, intentando suavizar y preparar el terreno para lo que estaba por llegar. Mi hermano, consciente de mi deferencia, me sucedía en el momento en que se acercaba su estelar intervención, transmitiendo a mi madre su punto de vista y empleando, sorprendentemente, casi con exactitud las mismas palabras con que se dirigió a mí el día anterior. Mientras nuestra interlocutora mostraba ciertos indicios de shock, por mi parte, aún me estremecía al oír las duras palabras que me sacudieron hace ya un siglo.

Tras ello, llega de nuevo mi turno, mi oportunidad para compartir mis pensamientos y los posibles motivos de la espeluznante imagen que me preside. Siguiendo la línea marcada por mi compañero narrador, mantengo el mismo tono de sinceridad extrema, permitiendo a mi madre analizar las cosas desde una perspectiva directa y real, asumiendo por fin la madurez que nos guiaba y un nuevo estadio en nuestra relación madre-hijos. De este modo, les traslado mi ira y posterior humillación, mis razonamientos y por último lo más importante, mi conclusión a todo aquello. Mi gran decisión.

Instante en el cual oímos la puerta de entrada y mi padre hace acto de presencia. Como se suele decir, éramos pocos y parió la abuela. Si ya de por sí estábamos ante un verdadero circo, que mi padre hiciese su entrada triunfal justo ahora, era el colofón a tan “tarantiniano” guión.

Impactado, inquieto y preocupado, opta por renunciar a sus múltiples dudas y decantarse por la más pragmática de las opciones, empleando el silencio como principal arma de escucha. Impasible, se acercó a la cocina para desprenderse del pan y los periódicos, mientras volvía ensimismado hacia el sofá, ocupando su lugar junto a mi madre.

Contagiado por su reacción, opté por introducirle levemente nuestra conversación y así poder continuar con mi trabajado discurso, el cual alcanzaba ahora su clímax.

Como ya había anunciado previamente, era el momento de compartir mi conclusión, mi decisión. Motivado por las palabras de mi hermano y condicionado por mi indudable cansancio y la sangre reseca de mi improvisado disfraz de Halloween, me centro en elegir muy bien las palabras de lo que, por supuesto, supondría la bomba final de este maravilloso despertar.

Expectantes, sus miradas despedazaban cada uno de mis gestos, muecas o movimientos. Sentía el deseo insaciable de saber con que impregnaban cada rincón de la habitación. Sin necesidad de palabras, sus mensajes me llegaban con total claridad. Sin embargo era consciente de lo importante de este monólogo y, por tanto, del poder de los silencios y las pausas como parte del conjunto.

Así, alcanzado el punto exacto requerido, me dirijo a ellos con gran clarividencia, provisto de una inesperada elocuencia.

  • Familia, estas últimas horas han supuesto un verdadero punto de inflexión para mí. Como no podía ser de otro modo, el sismo generado por mi hermano ha desembocado en un imparable tsunami de emociones y pensamientos. El sueño y el cansancio han hecho el resto para permitir la fermentación de estas ideas, el reposo necesario para toda maduración. Tenéis razón. He perdido el norte. No soy ni la sombra de lo que era, y lo que es peor, ni el recuerdo de lo que me hubiese gustado ser. Pero la pena y las lamentaciones no van a reparar el daño que he cometido. Daño a esta familia, daño a mí mismo. Lo siento mucho. Por primera vez en años, me han sacado de mi lugar de confort hasta observar atónito lo estúpido de mi existencia. Ser consciente de mis errores debe ser el primer paso hacia mi resurgir. Me he dado cuenta de que me ha faltado la personalidad y fuerza de voluntad necesarias para acometer el objetivo que me impuse aquel inolvidable 20 de abril. Las palabras se las suele llevar el viento y en este caso ha sido un autentico vendaval lo que me ha desviado de mi trayecto. Ahora lo tengo claro. No puedo esperar que la vida cambie para mí, soy yo quien debe hacerlo. Es importante contar con la idea y las intenciones, pero lo que se necesita son objetivos claros, hechos. Es por ello que he decidido acometer un nuevo reto vital, retomar la senda anterior y continuar mi formación a través del instituto. Creo que soy muy capaz de afrontarlo y para ello necesito más que nunca vuestra ayuda. Pero no como padres guiados por la piedad y el amor incondicional, sino como amigos sinceros y convencidos de lo que es mejor para mí. No quiero más miedos, más mimos, más trato especial. Soy uno más, que lo único que ha demostrado hasta ahora es no saber estar a la altura de las circunstancias. Suena duro, pero todos sabéis que tengo razón. He mantenido a mamá casi encerrada a mi costa, esclava de mi supuesta enfermedad. Es injusto, lo siento. Pero todo va a cambiar, tiene que hacerlo. Y para ello, qué mejor que volver al instituto y convertirme en un niño normal, algo mayor sí, pero normal.

Por fin, un esbozo de sonrisa se apoderaba del ambiente y sin grandes excesos lograba relajar la tensión reinante.

Durante unos instantes no hubo más que silencio. Siquiera miradas incómodas, ni enfados, ni desprecios, ni carcajadas. Nada. Tan sólo tres miradas perdidas bajo la atenta y desconcertada mirada del emisor del mensaje.

Trascurrieron varios minutos de este modo tan peculiar hasta que mi madre, se armó del valor necesario para abandonar su limbo y dirigirse a mí. Sorprendentemente calmada y convencida de lo que estaba a punto de decir, recuperó inmediatamente sus facciones de ternura y sencillez, para trasladarme una opinión teñida de cátedra.

  • Hijo mío. Gracias por ser tan sincero y hacernos partícipes de tus inquietudes. Gracias por mostrarnos sin tapujos todo lo que ronda por esa cabecita. Sabes que lo que acabas de plantearnos supone un cambio radical en tu vida para el cual no sabemos si estás realmente preparado. De hecho, ninguno de tus médicos se ha atrevido hasta ahora a sugerirnos tal atrevimiento. Además, como bien has dicho somos tu familia y todo lo que hacemos lo hacemos en busca de lo mejor para ti, para vosotros. Incluidos los posibles errores que sé que hemos cometido. Pero me gustaría dejar clara una cosa, en este caso no ha habido error alguno. Sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer. Sabes que no eres uno más, aunque nos pese. Y por tanto, pretender serlo es sin duda un error garrafal. No intentes ser lo que no eres. A lo largo de toda tu vida, hemos estado ahí para guiar tus pasos hacia lo que considerábamos era la mejor de las opciones que tú mismo nos indicabas. Jamás ha sido ni será nuestra intención que vivas una vida que no es la tuya. Es por ello que no vamos a interceder en tus decisiones, más allá de nuestra humilde opinión. En este caso, mi opinión ya la sabes. Mi respuesta sería no. Pero no me corresponde a mi responder a tal cuestión, sino a ti. Y he de reconocer, que por más que me atemorice, creo que es la mejor de las respuestas posibles. Sólo quiero que tengas claro que el motivo de este nuevo esfuerzo no puede ser hacer lo que hacen los demás, sino hacer aquello que consideras que debes hacer. Dicho esto, cuenta conmigo para lo que necesites, siempre estaré ahí para vosotros, me cueste lo que me cueste.
  • Gracias mamá.
  • Una cosa más, como madre que soy no puedo evitar imponerte una ultima condición.
  • Jajaja. Dime mamá.
  • Si decides apuntarte al instituto, será en el mismo instituto que tu hermano, para así contar con él como apoyo en caso de que lo necesites.
  • Está bien mamá. Si ese es tu deseo, así lo haré. Pero como hijo tuyo que soy, sabes que también soy incapaz de renunciar a mi correspondiente condición. - las sonrisas vuelven a protagonizar la escena – Si voy al instituto de mi hermano será manteniendo mi independencia y con libertad para hacer las cosas a mi manera.
  • A quién habrá salido el niño eh! - decía con sorna mi padre, dirigiendo su pícara mirada hacia mi madre.
  • Está bien, hijo. No me convence del todo la idea, pero creo que te mereces ese voto de confianza. No me hagas cambiar de opinión.

Una sonrisa común dio lugar a un abrazo colectivo de esos que perduran para siempre en la memoria. Por fin, parecía retomábamos la normalidad. Hasta el punto de que mi madre respondía a los múltiples chistes de mi padre sobre mi lamentable estado con fuerzas renovadas, lanzándome un pellizco por sentarme así en su sofá y enviándome directamente a la ducha, donde me esperaba una buena sesión de esponja y algodón, un buen repaso de chapa y pintura del cual no habría ser humano capaz de librarme.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Arquitectura sensorial, arquitectura social

La nada en la arquitectura

De sobra es conocido el debate en la arquitectura surgido entre el lleno y el vacío. Un equilibrio tan complejo como necesario que, cual código binario, representa la identidad de toda actuación.

Dentro de este esquema de unos y ceros, no cabe duda que la nada aparece asociada al vacío como representante de la ausencia. Sin embargo, ambos conceptos, pese a la gran cantidad de similitudes que encierran, nos permiten distinguir pequeños matices que nos invitan a entender la Nada, como un concepto en sí mismo.

Mientras el vacío responde a un espacio no construido que logra erigirse en un algo muy arquitectónico, en mi opinión la nada, es algo mucho más complejo que apunta a aspectos más emocionales y menos constructivos. Cuando, de ahora en adelante, me refiera a la Nada, lo haré entendiendo un matiz muy especial de este término: la nada entendida no tanto como ausencia, sino como anhelo de algo. Un deseo reivindicativo que nos invita a encontrar ese algo al que se nos impide acceder. Ese algo que nos fue prohibido, sustraído o arrebatado. Al fin y al cabo, la emoción.

Aún más conocido es el eterno debate entre forma y función, estética y uso. Sin duda, la clave de este debate no es otra que la citada emoción. Es la encargada de desnivelar la balanza.

Por otro lado, cabe destacar el hecho de que en una sociedad cada vez más saturada de información, donde el exceso de oferta empieza a agotar la demanda, se revaloriza la máxima de que vale más una imagen que mil palabras. Y en este momento de inmediatez global, una experiencia vale más que mil imágenes. El exceso de datos nos lleva a asociar los conceptos a experiencias personales que nos ayudan a retener la información, distinguiendo unas cosas de otras. Serán recordadas exclusivamente aquellas que traspasen la barrera de lo cotidiano para ser asimiladas por nuestro cerebro como parte importante de nuestra existencia. Una vez más, la emoción es la que lidera nuestro aprendizaje y se erige como clave de la ecuación.

Así surgió uno de los conceptos más estudiados a lo largo del desarrollo de mi Proyecto Fin de Carrera (PFC): la “Nada”. Ese espacio sin uso aparente, que se integra en la ciudad aunque parezca no formar parte de ella. La “Nada” entendida como ausencia total de algo, o como la huella imborrable de un algo desaparecido. Por ello, la “Nada” en muchos casos es más explicita e interesante que el “Algo”. La “Nada” hace pensar y plantearnos que habría antes, o el por qué de su existencia.

Estas ideas y reflexiones guiaron mi análisis hacia conceptos nuevos en mi formación y hacia grandes representantes del arte y la filosofía como John Cage, Marcel Duchamp, Robert Rauschenberg, Solá Morales..., artistas capaces de hacernos pensar y reflexionar sobre cosas tan cotidianas como el vacío, la nada, el silencio. En definitiva, hacernos ver las cosas desde una nueva perspectiva.

Desde dicho PFC pretendí, a una escala menor y más humilde, provocar un efecto similar sobre el ciudadano. Inducirle a replantearse o reflexionar sobre cosas que quizás eran consideradas como normales, con idea de evitar que estas se dirijan irremediablemente al olvido.

Así surgen en la propuesta ideas como mantener en lo posible los vacíos urbanos (terrain vague) como referentes ciudadanos y parte indivisible del concepto ciudad. Partiendo de esta premisa, mi investigación provocó la conexión con Rauschenberg (autor de De Kooning erased): borrar lo existente mostrando simplemente el resultado de este borrón, pero rompiendo todo concepto preestablecido y, curiosamente, poniendo en valor el desaparecido boceto original de De Kooning, que con anterioridad al borrado no era sino uno más de los múltiples bocetos que realizó.

El gesto de borrar algo y mostrar su huella, nos conduce inevitablemente a plantearnos el origen, el motivo del borrado.

Cuando Duchamp descontextualizaba esos elementos cotidianos en sus famosos readymades, pretendía que con un simple gesto el observador se planteara nuevos contextos que aportarían tantos matices nuevos, como para cambiar completamente el significado original del elemento.

Esta intención motivó, por ejemplo, mi acción de descontextualizar la fachada, es decir, demoler los edificios alineados a vial, pero manteniendo la fachada mediante una estructura auxiliar que le permita continuar en pie en su emplazamiento original (como en una obra de rehabilitación) pero dentro de un nuevo e inmediato contexto, destinado a animar al ciudadano a ser consciente de este elemento y de su ubicación.

Una fachada separada del edificio, aislada, deja de concebirse como fachada y se convierte en un muro, con el simple gesto de la demolición.

Posteriormente será el visitante, o el observador, quien deberá aportar su mirada a este gesto, interpretando y reflexionando al respecto.

Lo cual introduce una de las grandes variables que contribuyen al verdadero entendimiento de la arquitectura, como una más de las artes existentes. Como ya indicó Duchamp, el papel del observador es fundamental en cualquier disciplina del arte.

Es por ello que la componente de subjetividad que motiva cada manifestación artística nos induce a recurrir al observador como elemento esencial del proceso, el elemento destinado a culminar el mensaje iniciado por el artista.

Del mismo modo, en la arquitectura, resulta primordial contar con el usuario como pieza básica de todo proyecto. No es casualidad que el término observador, haya sido sustituido por el concepto de usuario. Como pueden imaginar, lo que diferencia a la arquitectura de otras disciplinas artísticas como la escultura, es el trabajo con espacios que deberán ser habitados por su teórico observador, para convertirse en usuario. Por tanto, en mi opinión, cuando un proyecto se realiza pensando en el observador, se aleja del origen mismo de la profesión. Por el contrario, conforme más nos acerquemos al usuario y sus necesidades, más eficaz y coherente será la actuación.

Arquitectura y usuario son dos elementos indivisibles, permitiendo sin embargo, que aparezcan diferentes maneras de dirigirse a este target, ya sea desde una perspectiva funcional, estética o emocional.

En esta línea, el empleo de la nada, no puede sino responder a un deseo de tipo emocional, sensorial, con el cual emplear la arquitectura para actuar en las emociones de sus usuarios, estableciendo con ellos una interacción de carácter sentimental.

Como uno de los grandes referentes de esta arquitectura, en mi opinión, podríamos destacar el museo judío de Berlín, de Daniel Libeskind, un verdadero ejemplo de arquitectura emocional.

A lo largo de dicho museo, el espectador se torna paulatinamente en usuario, casi sin querer. De manera sutil, el continente se convierte en contenido, sin por ello caer en la prepotencia de un protagonismo excesivo. Con gran elegancia y humildad logra asumir este nuevo rol, elevando la mirada cuando se le exige aglutinar toda la importancia, y agachándola cuando la situación le exige asumir un papel más sumiso, donde otorgar el protagonismo a las obras que alberga. Por tanto, convierte la visita al museo en una verdadera experiencia que enriquece, sin lugar a dudas, la colección para la cual surge.

Todo lo que me esfuerce en explicar mediante palabras, no alcanzará ni de lejos lo que realmente supone acceder al edificio personalmente. Por ello, invito a todos a visitarlo.

De este modo, mis escritos serán buenos en tanto en cuanto les traslade las emociones experimentadas en primera persona durante mi estancia allí. No sólo por enriquecer la lectura de estos párrafos, sino por inducir al lector a sentirse partícipe del relato, deseando intervenir en esta experiencia y matizar personalmente mis opiniones. Convertir un vacío en el máximo exponente de la negación, la nada.

Asimismo, la arquitectura será buena, en tanto en cuanto logre trasladar al usuario la satisfacción de una necesidad resuelta, un divertimento gozado o un aprendizaje activo. Al fin y al cabo, permitir al observador-usuario cerrar el ciclo del arte, asumiendo su rol subjetivo para aportar las sensaciones y emoción que toda obra requiere para lograr el apellido “de arte”.

Superar la barrera de lo emocional, por otra parte, resulta realmente difícil dentro de un tablero de juego en el cual cada pieza se convierte en un objetivo igualmente potencial, sea cual sea su procedencia, cultura o condición. Esta reflexión me lleva a poner en duda la esencia misma de la globalización en la arquitectura, empeñada en objetivar seres subjetivos, eliminar sus peculiaridades para dirigirse a ellos de manera inequívoca y lineal.

Del mismo modo que la arquitectura más emocional de toda su historia, la religiosa, ha entendido durante años que debía materializar su discurso de manera completamente diferente en función de su público objetivo, resulta cuanto menos pretencioso, aspirar al logro de edificios globales que a su vez sean capaces de traspasar sus barreras personales.

En este sentido, no cabe duda de que dentro de la arquitectura residencial, será mas sencillo encontrar el objetivo emocional en viviendas unifamiliares de autoconstrucción, donde el usuario final es conocido y parte activa del proceso de diseño, que en los malogrados bloques plurifamiliares donde el promotor se erige en cliente, sustituyendo al usuario por un estándar tan analítico como impersonal, de nuevo un ser subjetivo que tendemos a objetivar.

La industrialización, la globalización y el capitalismo, han logrado convertir la arquitectura en un mercado inmobiliario donde la obtención de beneficios premia sobre la habitabilidad, donde la eficiencia de recursos frena la creatividad; en definitiva, un alejamiento progresivo de la sociedad contemporánea, caracterizada por una participación evidente y constante en el día a día de sus iguales, con cada vez mayores conexiones pseudo-sociales y una creciente borrachera informativa.

No será hasta que nos reencontremos con el nuevo entorno social, que la arquitectura no recuperará su lugar, su papel fundamental dentro del proceso vital del ser humano.


miércoles, 30 de octubre de 2013

El libro_p09


Capítulo 9

En estos momentos de máxima alegría es cuando solemos recapacitar y pensar en lo acertado de nuestras decisiones y en lo enigmático del destino.

Embriagado por la emoción que me generaba mi amor, mi musa, mi vida; no hacía sino recordar lo cerca que había estado de renunciar a todo esto. Tan sólo mi testarudez y mi innegable valentía habían sido capaces de doblegar los contundentes miedos que atenazaban a mi querida madre. Bloqueada por un instinto maternal infranqueable, su inexplicable sentido de culpabilidad le impedía analizar las cosas con un mínimo de objetividad. Su único punto de vista posible era siempre el peor de los escenarios, y desde luego, no podía culparla por ello.

Fueron meses de gran dureza, aun cuando su impostura general me mostraba una máscara amable y tranquila, recubierta por un halo de forzada naturalidad. No podré jamás olvidar que por más que maldijera mi suerte, ello no me convertía ni de lejos en la única víctima de esta situación. Como en todo largometraje, unos personajes protagonistas son los encargados de guiar al espectador a lo largo de su deambular entre actores secundarios tan implicados o más que ellos en el desarrollo de la historia, mi historia. Todos igual de importantes, todos igual de imprescindibles. En este caso, me había tocado el papel principal, mientras que a mi madre le habían otorgado un ingrato segundo plano, incompatible por otra parte con su condición de madre. No existe circunstancia ni desgracia en la vida capaz de alejar a una madre de sus hijos. Y así fue.

Preocupada por mi devenir, decidió adoptar una solidaria posición de pseudo-enferma en la cual empatizar conmigo hasta el punto de convertirse en mi apoyo más fiable, sin por ello descuidar sus labores como esposa, madre y ama de casa. Eso sí, yo estaba enfermo y podía hacer, o dejar de hacer, todo lo que yo quisiera. Nadie osaba mentar mi apatía como posible motivo de discusión.

- Pobrecito, ya tiene bastante con lo que tiene-, decían.

Pasé de ser un niño normal, un hermano mayor paciente y “marginado” ante el protagonismo del pequeño, a convertirme en un mimado hijo único con tres exageradamente atentos padres.

Indudablemente mi reacción no se hizo esperar, y como ser humano que soy, comencé a creerme en el derecho de exigir tales privilegios, como si mi enfermedad tuviese que ser la de todos. Hasta el punto de olvidar quienes eran y por qué estaban ahí. Lejos quedaba ya aquel maravilloso 20 de abril en el que la euforia y unas inmensas ganas de vivir me enseñaron de nuevo el camino hacia la felicidad. Una muestra como tantas otras de mi inmadurez y de lo perverso de esta vida.

Afortunadamente, siempre hay una persona en tu entorno, lo suficientemente sincera como para obviar la estupidez reinante y reprochar una actitud para nada justificada con mis carencias visuales. Como no podía ser de otro modo, mi hermano, ese gracioso “pequeñajo” dispuesto a arruinar todo lo importante en mi inestable adolescencia, hacía uso de su incomparable maestría en las artes del chinchar, para acercarse a mí, abandonar su inapropiado traje de padre y hacer lo que mejor sabía hacer; sacarme de mis casillas hasta conseguir que lo viese todo desde una nueva perspectiva. La perspectiva de la madurez, para acabar retomando mi lugar original con los bolsillos llenos de sabiduría y fuerzas renovadas.

En ese momento, recordé lo bien que me sentaba el papel de hermano mayor, sermoneando al inexperto querubín en su histérica búsqueda del caos. Enseñándole el error cometido y su estúpida obsesión por amargarme la existencia. Nada que no hubiésemos hecho ya antes, cientos de veces.

Sin embargo, esta iba a ser diferente. En pleno momento álgido de mi reciclado discurso, me vi interrumpido por una versión sorprendente de mi hermano, una voz aparentemente experta y madura, con un tono hasta entonces desconocido, con los ojos ensangrentados sobre una sonrisa calmada y sincera. Un estado de furia en el cual el cariño se erigía en único intermediario fiable.

Impactado ante tal derroche de carisma, me mantuve perplejo, en silencio, ansioso por conocer el verdadero motivo que explicaría ese paso adelante. Con brusquedad, algo seco pero amable, parecía escoger las palabras con parsimonia y criterio. Firme frente a mí, apretaba su fornida mano sobre mi flacucho brazo, con la fuerza justa como para atraer todos mis sentidos sin despertar al dragón de dolor que todos escondemos en lo más profundo de nuestro ser. Sorprendentemente sereno, pronunciaba con dureza y calma uno de los mayores reveses que nadie me había asestado jamás.

  • Hermano, sabes que te quiero y que siempre lo haré. Que valoro todo lo que has hecho por mí y que lamento profundamente lo ocurrido. Pero ha llegado el momento de que te diga todo aquello que nadie parece dispuesto a decir.
  • Pero... - Con un leve pero amenazador movimiento de ojos acalló todo atisbo de duda o inquietud. Absorto en la escena, cerré la boca y me dispuse, resignado, a escuchar.
  • Hace ya muchos meses desde que la desgracia tornó tus días en noches. Muchos días de oscura rutina. Demasiados cambios para tan poca experiencia. Lo sé. Intento entenderte y créeme que lo hago. Convivo en esta casa las 24 horas del día. Y sabes que no me cuesta nada ayudar en todo lo que puedo, porque sé que tú harías lo mismo por mí. Sin embargo, hay algo más importante que todo esto. Tenemos la suerte de que no estamos solos en esta situación. Tenemos unos padres dispuestos a sacrificar sus vidas por nosotros. A dar todo lo que tienen y parte de lo que no, con tal de que veamos las cosas con algo más de luz.
    Imagino que estarás de acuerdo conmigo en que somos muy afortunados. Pero, nos guste o no, nuestros padres no son inmortales, ni perennes, ni van a estar siempre ahí para nosotros, como si nada les pudiera afectar.
    Hermano, papá y mamá están haciendo todo lo posible por evitarnos una realidad evidente. Si somos mayorcitos para hacer y decir lo que nos da la gana, también deberíamos serlo para apreciar estos detalles. Al menos, yo lo intento. Y sé que tú eres aún más listo que yo.
    Siento decirte esto, pero no pienso aguantar más esta farsa, apoyar esta gilipollez. No voy a dejar que te lleves a mis padres contigo. Estás jodido, sí. Es injusto, puede que sí. Pero de ninguna manera, voy a permitir que te conviertas en un impresentable consentido y déspota, capaz de enterrar en mierda todo aquello que le rodea, incluida su familia más cercana. Tienes un problema de visión, así que no hay razón alguna para comportarte como si no tuvieras cerebro. He hablado con tu médico y me ha dicho que la depresión puede ser una de las consecuencias directas de lo ocurrido. Que la negatividad y la desidia podrían apoderarse de ti. Que debo ser paciente y reírte las gracias como si de un loco te tratases. Pero no puedo – un nuevo parón, anunciaba unas lágrimas que seguro que debían estar ya asomando tras el brillo de sus ojos – me niego a aceptar que una puta enfermedad rara vaya a llevarse a mi hermano y arrebatármelo de mis propias manos. Me temo que no. No tengo ni idea de medicina, pero a ti te conozco lo suficiente como para saber que no es propio de ti actuar de un modo tan cobarde y desconsiderado. Durante años me has enseñado a ser un hombre, ¿para qué? ¿Para convertirte en una niñato atontado?
  • Pero...
  • ¡Ni peros ni hostias! Déjate ya de “victimeos”. Sabes que estoy aquí, pero no para malgastar mi tiempo en intentar ayudar a alguien que no quiere ser ayudado. Y lo que es peor, a alguien que ni siquiera reconozco.
    Te voy a decir una cosa, papá y mamá entiendo que te rían las gracias, pero conmigo has topado. Se acabó. Si de verdad te queda algo de dignidad, sabrás valorar estas palabras y entenderás que no son dagas lanzadas para herirte sin más, sino que es el último paso en mi penitencia, por fin he logrado sacar las dagas que desangraban mi ser para enseñártelas y que entiendas que eres tú quien las ha puesto ahí. No te culpo, pero no quieras que llegue a odiarme por ello.
    En aquel momento, no supe qué decir. Los sentimientos de furia y tristeza convivían en un frágil equilibrio que no sabía por donde podría acabar explotando. Mi cara era un auténtico poema. Hablar de cara de tonto, sería un eufemismo injusto. Abatido, veía como mi hermano abandonaba impotente mi habitación entre lagrimas, exigiéndome una respuesta que era incapaz de generar.

Aquella noche, los segundos se sucedieron con especial lentitud. Mi cabeza estaba repleta de pensamientos inconexos, siempre presididos por el telón de fondo de aquel diabólico rostro. Esa angelical muestra de cariño desesperado.

Cada intento por analizar sus palabras derivaba en una tremenda ofensa hacia mi recién descubierto orgullo. Los insultos retumbaban en mi cabeza como si de una tormenta se tratase. Truenos que impactaban con dureza en mi dolido corazoncito. Descargas de energía que penetraban hasta lo más profundo de mí, llevando mi sangre a ebullición. La tensión aumentaba exponencialmente en mi cabeza, siendo cada vez más frecuentes las respuestas de ira frente a los esfuerzos por comprender. El rencor creciente me armaba de valor de cara a lo que estaba por acontecer, una inevitable contienda en la cual aclarar los pormenores de tal falta de respeto, tal desfachatez, tal enorme equivocación.

Serían cerca de las cinco de la mañana cuando la temperatura de mi volcán alcanzó su cenit, momento en el cual todo mi cuerpo se encontraba carente de sangre. Adrenalina, nada más. Odio y adrenalina. Combustibles más que de sobra para acometer el necesario contraataque que devolviera la situación a su merecida normalidad.

De un salto, abandono las cálidas sábanas para adentrarme en la fría e inhóspita oscuridad que me separaba de mi enemigo. Convencido, cegado por la ira, sucedía los pasos con renovada energía. Cada movimiento reforzaba mi cuidada estrategia, mi incontestable derecho a defender mi honor.

Con la misma virulencia y agresividad con que me había alejado de la cama, me encontré con el quicio de la puerta, entornada tras la inesperada salida de mi hermano horas antes. La inercia debida a mi recién descubierto interés por luchar, se daba de bruces contra la impasible hoja de madera maciza. Apenas desplazada, me observaba ajena a mi ridícula aparición. Un golpe certero y seco, tan eficaz como para hacerme olvidar la herida superficial que teñía de rojo mi desconcertado rostro.

Ahí, tumbado, dolorido e incapaz de explicar este nuevo traspié en mi vida, descubrí con gran crudeza que mi mayor pesar no era el mapa que acababa de dibujar en mi cara, sino la enorme culpa que invadía progresivamente cada rincón de mi cuerpo. El cansancio y la pena se apoderaban de mis entumecidos músculos, mientras la sangre continuaba con su peculiar obra de arte.

No sabría contabilizar lo que imagino serían escasos minutos, pero puedo garantizar que mis penosos pasos de vuelta hacia la cama, siempre los recordaré como una de las mayores lecciones que jamás me ha dado la vida. Y todo gracias a mi hermano, quien no sólo acababa de sacudir mis cimientos hasta casi hacerlos caer, sino que además había contribuido de manera involuntaria en uno de los peores golpes que haya recibido. Su descuido al no cerrar la puerta, como tantas veces le habían reprochado mis padres, se había convertido en el improvisado colofón de tan inspiradora fiesta.

Avergonzado, humillado y arrepentido, arrastré mi equivocado orgullo hasta el descanso del guerrero, confiando en que esa necesaria fase de meditación y autocrítica me llenase de valor para afrontar todo lo que sin duda parecía asomar en un mañana que difícilmente pasaría a convertirse inmediatamente en ayer.

miércoles, 16 de octubre de 2013

El libro_p08


Capítulo 8

Asustado, el pánico me devuelve a este mundo. Con una inesperada agilidad me levanto de la cama de un salto y me dirijo desesperado hacia el despertador. ¡Marca las 7:45h! ¡Maldita sea! Me he quedado dormido. Anoche debí olvidar activar el despertador, y ahora pasan cuarenta y cinco minutos de mi hora prevista para comenzar mi rutina mañanera.

No sólo acabo de perder toda opción de llegar sólo al instituto, sino que restan tan sólo quince minutos para que mi hermano abandone la casa dirección al parking. Acabo de recordar que, desde hace una semana, se levanta un cuarto de hora antes para tener así tiempo de recoger a su novia e ir juntos hasta el instituto.

Repleto de adrenalina, mi cerebro empieza a actuar conforme a un protocolo de emergencias recién redactado. Lo primero, salir de la habitación y avisar a mi hermano de que sigo aquí. A continuación, necesito ducharme en menos de cinco minutos, elegir la ropa adecuada y vestirme lo más rápido posible. En ese momento, mi hermano invade mi cuarto para añadir un poco más de presión a la escena.

Con las zapatillas sin atar, los pelos de loco y un sin fin de libretas, libros y papeles mal metidos en la mochila, me despido de mi sorprendida madre con un rápido beso, a la vez que recojo un improvisado desayuno para el camino. Afortunadamente nuestras prisas me libran de la más que asegurada regañina que se gestaba en el interior de mi madre.

Dándole las gracias a mi hermano entre mis más sentidas disculpas, salimos corriendo hacia el aparcamiento. Es ahora cuando recuerdo mis limitaciones. Los tropiezos se suceden unos a otros, mientras mi preocupado acompañante no sabe si reírse o llorar ante lo esperpéntico de la situación.

Ya subidos al vehículo, me esfuerzo en cumplir y transcribir las estrictas órdenes que me trasladan desde el asiento del piloto. Aún a riesgo de marearme, tecleo en el móvil el conciso mensaje para Rocío, instándola a abandonar su casa y esperarnos en el cruce más cercano, ganando así unos minutos cruciales.

8:40h. Recogemos a nuestra invitada sin casi mediar palabra. Su reacción, lejos de echarnos en cara el cambio de planes, es recibirnos con una cálida sonrisa acompañada de una pregunta cómplice con la cual enterarse de quién había sido el dormilón y por qué me había unido por fin al equipo. Divertida, me daba la bienvenida con sorna, recordando mi puntería al elegir el día menos apropiado para unirme al viaje.

Tras explicar lo ocurrido y liberar a mi hermano de toda culpa, alcanzamos el instituto con cinco minutos de margen, gracias al favor del azar con el que logramos dejar el coche a escasos metros de la puerta de entrada.

Aún sobre excitado por lo angustioso del momento, aprovecho los minutos restantes para ingerir, más bien engullir, el desayuno que traía en la mano y descubrir decepcionado, cómo la entrada del instituto se mostraba ante mí desierta. Todos los compañeros parecían haber decidido acercarse a las aulas, y con ello, se esfumaba una de mis principales esperanzas. Poder aclarar todas mis dudas antes de que empezaran las clases. Pero una vez más, mi puntualidad brillaba por su ausencia cuando más la necesitaba.

Contrariado, recorría los pasillos con cierta premura, aunque preocupado por un encuentro no demasiado íntimo. A escasos metros de la puerta de mi clase, el timbre parece anunciar mi llegada, descubriendo al girar la esquina cómo era hoy mi tutora, quien se había reconciliado con el reloj.

En el umbral de la puerta, sostenía la hoja mientras me esperaba con ciertos aires de enfado. Forzado por las circunstancias acelero el paso hacia ella, esforzándome por mostrar la mejor de mis sonrisas antes de acceder al aula con una sentida disculpa.

En el trayecto hacia mi pupitre, no puedo evitar dirigir mi mirada hacia la tercera fila, donde, para mi sorpresa, encuentro un pupitre vacío. Lamentablemente, reacciono sin pensar y me freno en seco, analizando la totalidad del espacio en busca de mi apasionada amante.

Negativo. No hay rastro de ella. Apesadumbrado, obedezco a mi tutora, quien algo molesta insiste en que ocupe mi sitio para poder empezar su lección de hoy.

De todos los escenarios posibles a los que me había enfrentado la noche anterior, este no se asemejaba ni de lejos a ninguno de ellos. Era la primera vez, desde que la conocía, que no estaba allí a su hora. Nervioso, revisaba mi reloj cada minuto, no sé si deseando que apareciera o confiando en que en algún momento algo llamaría mi atención y me despertaría cansado en mi dormitorio.

Desgraciadamente los minutos pasaban y ni una ni otra sucedían. Seguía allí, oyendo distraído a mi tutora y observando cariacontecido la ausencia de la tercera fila.

Instintivamente, mis neuronas comenzaron a propiciar sus conexiones en busca de una explicación coherente que explicara tal infortunio. Sin embargo, todas las opciones barajadas respondían a planteamientos que no me acababan de gustar. Desde una fingida enfermedad que la alejara intencionadamente de mí, hasta una reacción desproporcionada de sus padres al descubrir nuestro pequeño desliz.

Y, por si esto fuera poco, mi ejercicio numérico seguía fustigando mi intelecto ante una solución imposible que supondría, con toda seguridad, una gran decepción para mi profesor, no tanto por mi fracaso, sino por incumplir mi promesa.

Las horas transcurrían impasibles, y todo se mantenía igual. No veía la luz por ninguna parte. En un intento por fomentar ese pragmatismo del cual solía enorgullecerme, decidí despejar ciertas incógnitas de la ecuación, dando por perdida toda opción de coincidir con ella hoy. De este modo, podría centrar mi intelecto en resolver el único enigma que parecía ofrecerme alguna posibilidad.

Absorto en operaciones y más operaciones, mis compañeros me observaban atónitos ante mi osadía. En plena teoría de inglés, no ocultaba en absoluto mis apuntes de última hora, redactando ecuaciones complejas, tachones, borrones y nuevas ecuaciones de manera impulsiva. Ajeno a todo contexto inmediato, me encontraba inmerso en un universo imaginario compuesto por números y signos que pretendían, sin éxito, ordenar el fatídico caos generado a mi alrededor. Hasta que, de repente, un signo de igual, gigante, se acercó hasta mí en actitud amenazante y de un golpe retiraba todos los apuntes de mi pupitre, devolviéndome abruptamente a mi cruda realidad. Una realidad compuesta por una profesora en estado de cólera y unos alumnos desternillados ante mi aparente pasividad.

Desde luego, mi expulsión de la clase no hizo sino empeorar la situación y convertir aquel día en una auténtica pesadilla. Por lo menos, todo ello me había permitido recuperar mi serenidad habitual y observar todo lo acontecido desde una nueva perspectiva.

Un nuevo sermón y el timbre del recreo, dieron luz verde a mi abatido deambular hacia el interior de la clase. Sin nada que comer y desprovisto de todo ánimo, me limité a apoyar la cabeza en mi incómodo pupitre y esperar así el paso de los minutos hasta el inicio de una nueva lección, que me acercara un paso más al final de la jornada, pese a que esta vez, el motivo de tal deseo fuese bastante alejado de aquel de los últimos días.

No sabría decir cuántos minutos habían pasado ya, pero a juzgar por el dolor de cuello que me ofrecía mi improvisada postura y el ruido de mis compañeros que parecía que iban ya volviendo a la clase, imagino que se habrían consumido los treinta minutos de rigor.

En ese mismo instante, alguien irrumpió en mi estado de soledad a través de la puerta del aula y con paso tranquilo pero decidido se dirigía hacia mí. Completamente alicaído no contaba ni con la curiosidad mínima necesaria como para alzar la cabeza, aunque sólo fuese por mantener mi dignidad frente a los compañeros.

Paradójicamente, mi incomodidad me hacía sentir bien. Me ayudaba a olvidar lo ocurrido y desconectar de un día que no podía ir a peor, ¿o sí?

Tal como meditaba acerca de mi mala suerte, noté como el visitante solitario se acercaba cada vez más a mí, como si mi lamentable situación fuese su principal objetivo. Inmediatamente, una única idea monopolizó mis pensamientos. ¡Mira que soy bocazas! Con la suerte que tengo, basta que diga que esto no puede ir a peor, para que alguien se acerque a mí a echarme en cara mi actitud o reprocharme mi reciente expulsión. Me daba miedo elevar el rostro ante lo que pudiera encontrarme, así que opté por la solución más cobarde y, sin embargo, más fácil. Mantenerme tal cual y con suerte, pasar desapercibido. Parecía uno de esos pequeños “animalitos” que fingen una muerte repentina frente a sus depredadores, salvo que en mi caso más que morir, pretendía evocar una “siestecita” mañanera.

Sentía perfectamente el aliento de mi acompañante, se mantenía erguido y firme junto a mí, convencido de que era conmigo con quien quería hablar y trasmitiéndome que no tendría problema alguno en esperar lo que hiciera falta para hacerlo. Era una guerra de paciencia, en la cual no creo que partiese como favorito. En tan sólo dos eternos minutos que llevaría ese ser anónimo en mi aula, ya había estado tentado de descubrir mi estratagema en un sin fin de ocasiones. Pero aguantaba. Estaba orgulloso de mí. Sí señor.

En cuestión de segundos, todo cambió. Mi desconocido depredador, cercaba cada vez más mi huida. Paciente, había decidido sentarse en mi pupitre, sorprendentemente cerca de mi cabeza. Esto tenía mala pinta. No podría mantener mi impostura mucho tiempo. Me debatía entre mis escasas opciones, cuando una atrevida mano hizo acto de presencia e invadió territorio enemigo. Como si de un DNI se tratara, no necesitaba ver sus huellas para saber a quién me enfrentaba. Tan sólo hacía falta seguir mis instintos más profundos para reconocer en ellos, sensaciones tan familiares como recientes. Un tremendo escalofrío recubierto de toneladas de miedo e ilusión, recorrían todo mi cuerpo. Por primera vez en todo el día, podría definir mis circunstancias como agradables.

Su suave voz culminó la bonita ascensión hasta el cielo. Con un leve susurro y una ternura indescriptible, se acercó hacia mí. - “Cómo está lo más bonito?”, ya he oído que has tenido un mal día, ¿no? - Lo cual acompañó de un beso espectacular en el cuello.

Deseando no despertar nunca de este innegable sueño, enfilé mis ojos hacia los suyos, mientras una sonrisa automática y sincera se dibujaba en mi maltrecha cara. No quería ni imaginar lo lamentable de mi “careto”, pero en aquel momento, todo parecía relegado a un meritorio segundo plano.

En cuanto nuestras miradas se encontraron, supe que pese a estar muy cerca, aquello no podía ser producto de mi imaginación. Estaba ahí, sonriente y preocupada. Sin la menor muestra de duda con respecto a mí, a nosotros. Un simple gesto había bastado para acallar todas mis vacilaciones y recelos. Una caricia certera que acababa de remover todos los palos de mi sombrajo.

Radiante, devolvía su beso con gran alegría. Manteniendo su tono de susurro, me acercaba a su oído para contestar su pregunta con un sencillo: -”ahora mucho mejor”. A lo cual adjuntaba un sutil besito junto a su oreja. El suspiro que provoqué, resultó más que suficiente para entender la magnitud de nuestra entrega.

Ya incorporado, y tras consultar el reloj, no dudé en aprovechar los diez minutos que aún restaban de recreo para compartir cada instante con ella, exprimir su presencia al máximo. Me moría por contarle mi día, el por qué de tan lamentable imagen. Pero, por otro lado, mi deseo era aún mayor por conocer la razón que motivaba su retraso. En un alarde de coherencia, cedí la palabra a ella, mientras memorizaba cada rasgo de su cara, cada gesto de su rostro, cada marca de su piel. Por primera vez en mi vida, parecía bendecido con la virtud de la “multitarea”. No perdía detalle de su imagen, mientras analizaba cuidadosamente cada matiz de su discurso, cada melódica variación en su voz. Todo ello, sin perder de vista el mensaje que se ocultaba tras todo aquel maravilloso atrezzo.

Un aluvión de felicidad recorrió con fuerza cada una de mis extremidades. Todo mi día daba un vuelco radical. Lo que antes era desazón y angustia, se tornaba ahora en ilusión y tranquilidad. Mi resignación, en pura inquietud. Por fin, quería más. Y ella se mostraba más que dispuesta a dármelo.

Cuando más interesante resultaban sus palabras, un imprevisto fogonazo interrumpió mi atención. Lo suficientemente fuerte como para abstraerme de ese espectacular estado de embriaguez en el que su presencia me sumía. Para mi sorpresa, toda aquella radiación de optimismo y pasión, acababan de derivar en un grado máximo de inspiración. Mientras sus delicados labios brillaban bajo el influjo de sus comentarios, mi cerebro volvió a codificar mi entorno en base a números, signos y operaciones matemáticas. En cuestión de segundos, el complicado dilema que había torturado mis últimas horas, se convertía en la cándida expresión de un conjunto de sumas y restas. Del mismo modo en que se observa desde la distancia el trayecto correcto en un laberinto, veía ahora todas aquellas tentativas erróneas sucumbir ante la evidencia.

Con un instintivo respingo me dirigí eufórico hacia la mochila para encontrar un papel y un boli. Como si de un poseído se tratase, comencé a transcribir toda aquella amalgama de números, ante la perplejidad de mi contertulia, quien sonriente y tranquila, esperaba su momento para aclarar este caos. Tras escasos segundos de frenesí, rescaté mi cordura de lo más profundo de la satisfacción, para recuperar el maravilloso diálogo interrumpido previamente.

Su expresión generó una carcajada cómplice que precedió a mis esfuerzos por suavizar y naturalizar lo ocurrido. Consciente de mi mala educación, notaba como aumentaba mi preocupación al analizar las posibles consecuencias de mi descontextualizada reacción. Afortunadamente, esta no fue sino una muestra más de su grandeza, respondiendo con gran comprensión a mis forzadas explicaciones.

Orgullosa, me abrazó y me felicitó por mi logro. Sin más.

No podía salir de mi asombro. Era tan perfecta, que daba hasta miedo. No podía ser real.

Ante el final del recreo, me apresuré en recuperar el estado de felicidad original, devolviendo una mínima parte de lo que acababa de regalarme. Serio y confiado, le agarré de la mano, cuando se disponía a ocupar y ordenar su pupitre, la atraje firmemente hacia mí, y le susurré al oído: “parece que ya puedo presumir de musa” - Tras lo cual, la besé con toda mi alma.

Sin palabras, me miró y no pudo más que sonreír, asomando un precioso atisbo de sonrojo en sus cálidas mejillas.

martes, 24 de septiembre de 2013

El libro_p07


Capítulo 7

El conserje nos despedía con sorna tras esperar nuestro reiterado retraso, ansioso por poder cerrar la cancela de entrada al edificio. Su sonrisa cómplice no sólo indicaba un secreto a voces sino que permitía observar orgulloso, cómo mi acompañante devolvía el gesto con gran elegancia y consciente de la situación, mientras apretaba orgullosa mi mano junto a su vientre. Paradojas de la vida, me veía de nuevo asociado a un retraso en el instituto, aunque en este caso mucho más agradable y esperanzador.

Mi imborrable sonrisa, sólo comparable a la de ella, evidenciaba lo especial de lo que acababa de ocurrir. La secuencia iniciada con gran tristeza, interrumpida por una inesperada sorpresa y continuada por una explosión nuclear de euforia, habían desembocado inevitablemente en lo que, desde ese mismo momento, sería bautizado como el mejor instante de mi vida. Conmovido por el surrealismo que acababa de acontecer y animado por la inmensa alegría que invadía cada poro de mi piel, me desprendía de toda timidez para afrontar confiado el mayor reto de mi vida. Era ese maravilloso momento con el que tantas veces había soñado. Aquel que siempre había tenido que vivir a través de la experiencia de mi hermano.

Mi primer beso. Mi primer muestra de amor verdadero. O lo que yo pensaba que lo sería.

Mis labios habían encontrado triunfales el ansiado objetivo. Su calidez se veía truncada ante su repentina y gélida respuesta. Nada. Ni el mas mínimo gesto. Ni la mas mínima muestra de alegría o enfado. Nada. Impaciente, los siguientes segundos me parecieron horas. De nuevo, mis peores augurios se apoderaban de mis pensamientos. Todo era miedo y enfado ante mi excesiva confianza, ante mi estúpido alarde de motivación extrema. Era consciente de que, como solíamos decir coloquialmente, “acababa de venirme arriba a tope”. Y lo que es peor, esa grandilocuente locura suponía tirar por la borda tantos días de preparativos y cuidados acercamientos, tantos días de coherente flirteo en busca de allanar un terreno hasta ahora puede que inexistente.

La tan temida “cobra”, expresión empleada para definir el rechazo y consiguiente huida de tu objetivo en el momento del beso, se apoderaba irremediablemente de mis pensamientos...

Segundos de amargura y desconsuelo que sólo podían terminar con una muestra más de mi rocambolesco día.

Sin mediar palabra, me apartó levemente de su boca para dedicarme una impenetrable y misteriosa mirada. Tras una inmensidad en silencio y esperándome lo peor, su sonrisa hizo de nuevo acto de presencia y noté como su mano se apoyaba con ternura en mi nuca, mientras sus dedos se enredaban con maestría entre mis cabellos. Un tremendo escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Con gran delicadeza y no menos decisión, su mano se aferro a mi y me inclino de nuevo hacia ella, esta vez sí, para corresponder mi apasionado atrevimiento con una descarga inexplicable de sensualidad. Sus labios, repletos de vida, se rozaban sutiles contra mis labios, a la espera de una correspondencia que indicara el momento de afianzar el contacto, en busca de que nuestras lenguas invadiera la recién generada caverna que nos separaba y unía a partes iguales. Sentir mi lengua junto a la suya, fue la señal definitiva de que aquel era el día, el día por el que tanto había luchado. La razón por la cual estaba ahí, desafiando a médicos y familiares.

Por fin, estaba vivo, completamente vivo.

Mientras nuestros labios saboreaban las mieles del éxito, mis manos lograron desprenderse del bloqueo inicial para adentrarse valientes y descaradas en el terreno de su fisonomía. Naturalmente, la primera reacción fue la de abrazar su cuerpo con delicadeza, sentir en las yemas de los dedos el calor que desprendía su espalda. Su sencillo top no era capaz de contener la infinidad de sensaciones que brotaban de su piel. Tras unos instantes, mis manos aprovecharon la creciente confianza adquirida en sí mismas, para separar sus caminos y abarcar el máximo terreno posible. Mientras mi mano izquierda emuló su gesto en busca del cuello, mi mano derecha recorrió en sentido contrario su espalda hasta encontrar victorioso el bolsillo trasero de sus vaqueros. Sentir sus glúteos tersos y bien formados bajo mi mano, fue algo que irremediablemente provocó un aumento de la intensidad en mis besos. Sin embargo, el culmen de esta experiencia lo encontré al retomar la posición original, esta vez levantando la camiseta que llevaba puesta, para poder disfrutar del suave y agradable tacto de su espalda. Curiosamente fue entonces ella, quien en respuesta a mi atrevimiento, reaccionó con decisión, apretando nuestros cuerpos mientras me transmitía entregada sus innegables muestras de pasión.

Todo lo que antes era timidez, dudas y miedo, se había convertido en pasión, adrenalina y un sin fin de sensaciones hasta entonces desconocidas, con sus correspondientes manifestaciones físicas.

Lamentablemente, nuestro retraso no hacía sino ir en aumento, y a pesar de que podría haber permanecido así durante toda mi vida, sabía que debíamos abandonar el edificio antes de que la situación empeorara; todo ello, claro está, gracias al hecho de que acababa de descubrir esa sorprendente seguridad en que aquello no podía ser flor de un día, sino que no era sino el primer paso de muchos.

Con la misma facilidad con que habíamos unidos nuestros cuerpos, estos se desprendieron el uno del otro, emplazando la alegría a cualquier otro momento.

Y así es como comenzó una nueva etapa en mi vida. En nuestra vida.

El resto del día se convirtió en una verdadera odisea para mí. Disimular todo lo que se cocía en mi interior frente a mis padres y mi hermano, era un objetivo tan necesario como complejo. No hay nada peor que simular una aparente normalidad cuando la realidad difiere tanto de ese estándar. Era consciente de que mis padres puede que hasta se alegraran de haberlo sabido. Sin duda, mi hermano hubiese explotado de ilusión. El problema era que de haberlo sabido, no me cabía la menor duda de que sería incapaz de mantener ese secreto.

Y que nadie se confunda, estaba deseando compartir todo lo ocurrido con él, incluso con mis padres. Pero había una pequeña parte de mí que me recordaba que existía la posibilidad de que ella pudiera arrepentirse, pensárselo mejor o por qué no, reaccionar de manera extraña. Sea cual fuere su reacción, prefería ser cauto y esperar al resultado, antes de iniciar un proceso de acercamiento a mi familia que pudiera desembocar nuevamente en un fracaso social. No creo que estuvieran preparados para un nuevo contratiempo. Era mejor dejarlo estar y que aprovechasen mi estado de felicidad anterior para ir recargando pilas.

Eso no quita que mi cerebro no fuese a cien mil por hora. Un día feliz que, sin embargo, ocultaba una tarde de lo más extensa. No veía el momento de irme a la cama y acelerar con ello el tiempo que me quedaba hasta volver a verla. Volver a sentir su cuerpo, disfrutar de su increíble sonrisa y de la satisfacción que supone saber que eres tú quien motiva tal obra de arte, tal muestra de alegría y belleza sin parangón.

Por si esto fuera poco, resolver el acertijo de mi querido profesor resultaba ahora de lo más difícil, ante mi evidente distracción. Cada número me recordaba a ella, cada operación matemática parecía llevar su nombre. Si avanzaba en la resolución, me acordaba de mi grandiosos triunfo. Si erraba, me animaba pensando en lo que me acababa de ocurrir.

Imposible. Hoy no soy capaz. Lo peor de todo es que me daba igual. En mi opinión estaba más que justificado y no me cabía la menor duda de que hasta el profesor lo entendería si le explicara el motivo que se escondía tras este fracaso matemático.

Mi fingida normalidad no pasó desapercibida ante nadie. Más bien, dio lugar a un verdadero interrogatorio.

  • ¿Se puede saber qué te pasa?
  • Nada, ¿por qué? Disfruto de este solomillo. Está muy bueno.

Desgraciadamente mi adulador intento por cambiar de tema y desviar la atención hacia la comida, no parecía dar resultado.

  • ¿Seguro que estás bien? No sé, te veo muy serio. Como distraído. ¿No te ha pasado nada en el colegio?
  • ¡Que no Mamá! - “Pobrecilla”. No sabía como acabar con esto sin cambiar el tono. Entiendo que se preocupe, pero ya he decidido que no es el momento de compartirlo con ellos. Desgraciadamente, se me olvidaba ese tremendo don que adquieren las mujeres en el parto, por el cual intuyen todo lo que ocurre en tu cabeza. Aquello de “te conozco como si te hubiese parido”, era algo muy real.
  • ¿No habrás vuelto a llegar tarde, no? Si te pasa algo en el instituto, me lo dirás, imagino. Ya sabes que no me pienso enfadar si tu director vuelve a hablar contigo. Prefiero estar al tanto de todo y lo sabes.
  • Tranquila mamá. - El estrés empezaba a apoderarse de mí. Me sentía acorralado y era incapaz de mentir a mi madre, después de todo lo que había hecho por mi. Entonces, cuando el desastre parecía mi única salida, mi cerebro retomó parte de su actividad intelectual y me iluminó el camino de huida. Por fin, una escapatoria decente. - Es sólo que estoy algo preocupado por lo que pase mañana.
  • ¿Ves? Lo sabía. ¿Qué pasa mañana?
  • Nada, me preocupa que las cosas no transcurran como yo esperaba.
  • ¿A qué te refieres? ¿Algo va mal? ¿No te gusta el curso o es que estás teniendo problemas con los compañeros? Mira que te lo dije.
  • Tranquila mujer. No es eso. El problema es que mi profesor me ha planteado un ejercicio de matemáticas que no logro resolver. Es un acertijo clásico que se supone que debería ser capaz de descifrar, pero no lo veo. Jaja. Qué paradoja, ¿no? - Esta casualidad, suponía el toque de humor que se convertiría en el detalle definitivo de mi elaborada trama de escape, con el que zanjar la conversación y cambiar de tema. En definitiva, sabía que mi madre no acababa de secundar mis bromas acerca de mi situación actual.
  • ¡Ah! Pues haberlo dicho. Seguro que tu padre puede echarte una mano.
  • No te ofendas papá, pero me temo que es algo bastante complejo. Lo que pasa es que el profesor me tiene muy bien valorado y confía en mí. Se ve que demasiado. Y, desde luego, no me gustaría perder ese trato preferencial y que se desilusione.
  • Bueno hijo, pero si es tan difícil, entenderá que te cueste solucionarlo. Vamos, digo yo. Lo único que tengo claro es que no quiero verte preocupado por algo así.
  • Mamá, ya está bien. Tengo que intentarlo y si no lo consigo, es normal que me enfade.
  • Pero...
  • Lo siento mamá, pero ya soy mayorcito y estoy decidido a hacer lo que me gusta, cueste lo que cueste. No te preocupes. Lo peor que puede pasar es que mañana me encuentre más cansado de lo normal. Eso es todo. Una más que probable noche sin dormir, y listo. Ya verás cómo lo logro. - Eso era seguro. Esa noche tenía claro que no iba a ser capaz de conciliar el sueño. Demasiadas emociones, demasiado en qué pensar. Aunque las matemáticas fueran lo de menos, quizá puede que se convirtieran en un socorrido entretenimiento para cuando la desesperación se apoderara de mí.
  • ¡Ay mi niño! ¡Que cabezón eres! A quién habrá salido, ¡eh!. - exclamó mi madre, mientras dedicaba una acusadora mirada a mi padre.
  • Ya sabía yo, que al final me salpicaba a mí. Con lo “calladito” que estaba yo aquí...
  • Déjate de tonterías. Ya sabes lo que dijo el médico...
  • Venga ya mujer. Vamos a comer antes de que reciba alguien más. No pasa nada. Está bien que el niño intente solucionar lo que el profesor le ha planteado. Si él cree que puede hacerlo, por algo será.
  • Desde luego, no será por tu habilidosa genética.
  • Ya está. Me tocó. Como el “Luisma” es tonto... Jajaja.

El comentario de mi padre, una vez más, desataba las risas de todos. Ese mar de carcajadas, inspirado en un célebre personaje de la televisión, no sólo zanjaba la discusión, sino que me permitía relajarme por fin. Objetivo conseguido. No sin esfuerzo, había superado la tormenta.

Mi madre, por el contrario, seguía preocupada y no olvidaría este tema tan fácilmente. Su mirada mostraba una incertidumbre e inquietud difíciles de esquivar. Puede que hubiese perdido esta batalla, pero no la guerra. Así que más me valía disimular mañana mi cansancio y hacer todo lo posible hoy por dormir lo suficiente como para lograrlo. Todos conocían lo incisiva que podía ser mi madre, cuando de la salud y bienestar de sus hijos se trataba. Y... la tenía que comprender.

Consciente de mi estrategia y con un leve atisbo de culpa que asomaba por mi subconsciente, me acerqué a mi madre, le di un cariñoso beso, le dediqué mi mejor sonrisa y me despedí de ella deseándole las buenas noches.

  • No te preocupes mamá. Te prometo que haré todo lo que pueda por resolverlo lo antes posible y dormir lo máximo, ¿vale?
  • Vale. - dijo mi madre con voz cansada. Resignada me devolvió el beso y me guiñó el ojo, cómplice a la par que consciente de mi testarudez.
Pese a la mini crisis a la que acababa de enfrentarme, me dirigía hacia mi cuarto con mi objetivo más que cumplido. Mis padres ya tenían tema de conversación para toda la noche y mi hermano no osaría siquiera a entrar en mi cuarto, dada su inexplicable alergia a todo lo relacionado con las matemáticas. De este modo, podría mantener mi secreto hasta mañana, cuando pudiera verla y confirmar hasta qué punto, lo que acababa de vivir esa tarde, era real.

La noche, curiosamente, transcurrió pesada entre los entresijos de mi coartada y mi inevitable realidad.

La frustración debida a mi incapacidad para dar con la clave del enigma matemático al que parecía enfrentarme, crecía de manera exponencial, conforme mi grado de cansancio iba del mismo modo en aumento. Todo ello, provocaba que mis pensamientos relacionados con los acontecimientos de esa misma tarde, se tornaran progresivamente hacia la negatividad más absoluta, resucitando esos viejos fantasmas que me alejaban de ella.

Agotado, derrotado y completamente abatido, el cansancio terminó por sobreponerse a mi mermada ilusión y a mi destrozado orgullo. Finalmente, mi querido despertador marcaba las 4:20 de la mañana cuando decidí sucumbir al desastre y rendirme ante la evidencia, adoptando la posición horizontal que me trasladaría directamente al tan ansiado mañana.