martes, 24 de septiembre de 2013

El libro_p07


Capítulo 7

El conserje nos despedía con sorna tras esperar nuestro reiterado retraso, ansioso por poder cerrar la cancela de entrada al edificio. Su sonrisa cómplice no sólo indicaba un secreto a voces sino que permitía observar orgulloso, cómo mi acompañante devolvía el gesto con gran elegancia y consciente de la situación, mientras apretaba orgullosa mi mano junto a su vientre. Paradojas de la vida, me veía de nuevo asociado a un retraso en el instituto, aunque en este caso mucho más agradable y esperanzador.

Mi imborrable sonrisa, sólo comparable a la de ella, evidenciaba lo especial de lo que acababa de ocurrir. La secuencia iniciada con gran tristeza, interrumpida por una inesperada sorpresa y continuada por una explosión nuclear de euforia, habían desembocado inevitablemente en lo que, desde ese mismo momento, sería bautizado como el mejor instante de mi vida. Conmovido por el surrealismo que acababa de acontecer y animado por la inmensa alegría que invadía cada poro de mi piel, me desprendía de toda timidez para afrontar confiado el mayor reto de mi vida. Era ese maravilloso momento con el que tantas veces había soñado. Aquel que siempre había tenido que vivir a través de la experiencia de mi hermano.

Mi primer beso. Mi primer muestra de amor verdadero. O lo que yo pensaba que lo sería.

Mis labios habían encontrado triunfales el ansiado objetivo. Su calidez se veía truncada ante su repentina y gélida respuesta. Nada. Ni el mas mínimo gesto. Ni la mas mínima muestra de alegría o enfado. Nada. Impaciente, los siguientes segundos me parecieron horas. De nuevo, mis peores augurios se apoderaban de mis pensamientos. Todo era miedo y enfado ante mi excesiva confianza, ante mi estúpido alarde de motivación extrema. Era consciente de que, como solíamos decir coloquialmente, “acababa de venirme arriba a tope”. Y lo que es peor, esa grandilocuente locura suponía tirar por la borda tantos días de preparativos y cuidados acercamientos, tantos días de coherente flirteo en busca de allanar un terreno hasta ahora puede que inexistente.

La tan temida “cobra”, expresión empleada para definir el rechazo y consiguiente huida de tu objetivo en el momento del beso, se apoderaba irremediablemente de mis pensamientos...

Segundos de amargura y desconsuelo que sólo podían terminar con una muestra más de mi rocambolesco día.

Sin mediar palabra, me apartó levemente de su boca para dedicarme una impenetrable y misteriosa mirada. Tras una inmensidad en silencio y esperándome lo peor, su sonrisa hizo de nuevo acto de presencia y noté como su mano se apoyaba con ternura en mi nuca, mientras sus dedos se enredaban con maestría entre mis cabellos. Un tremendo escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Con gran delicadeza y no menos decisión, su mano se aferro a mi y me inclino de nuevo hacia ella, esta vez sí, para corresponder mi apasionado atrevimiento con una descarga inexplicable de sensualidad. Sus labios, repletos de vida, se rozaban sutiles contra mis labios, a la espera de una correspondencia que indicara el momento de afianzar el contacto, en busca de que nuestras lenguas invadiera la recién generada caverna que nos separaba y unía a partes iguales. Sentir mi lengua junto a la suya, fue la señal definitiva de que aquel era el día, el día por el que tanto había luchado. La razón por la cual estaba ahí, desafiando a médicos y familiares.

Por fin, estaba vivo, completamente vivo.

Mientras nuestros labios saboreaban las mieles del éxito, mis manos lograron desprenderse del bloqueo inicial para adentrarse valientes y descaradas en el terreno de su fisonomía. Naturalmente, la primera reacción fue la de abrazar su cuerpo con delicadeza, sentir en las yemas de los dedos el calor que desprendía su espalda. Su sencillo top no era capaz de contener la infinidad de sensaciones que brotaban de su piel. Tras unos instantes, mis manos aprovecharon la creciente confianza adquirida en sí mismas, para separar sus caminos y abarcar el máximo terreno posible. Mientras mi mano izquierda emuló su gesto en busca del cuello, mi mano derecha recorrió en sentido contrario su espalda hasta encontrar victorioso el bolsillo trasero de sus vaqueros. Sentir sus glúteos tersos y bien formados bajo mi mano, fue algo que irremediablemente provocó un aumento de la intensidad en mis besos. Sin embargo, el culmen de esta experiencia lo encontré al retomar la posición original, esta vez levantando la camiseta que llevaba puesta, para poder disfrutar del suave y agradable tacto de su espalda. Curiosamente fue entonces ella, quien en respuesta a mi atrevimiento, reaccionó con decisión, apretando nuestros cuerpos mientras me transmitía entregada sus innegables muestras de pasión.

Todo lo que antes era timidez, dudas y miedo, se había convertido en pasión, adrenalina y un sin fin de sensaciones hasta entonces desconocidas, con sus correspondientes manifestaciones físicas.

Lamentablemente, nuestro retraso no hacía sino ir en aumento, y a pesar de que podría haber permanecido así durante toda mi vida, sabía que debíamos abandonar el edificio antes de que la situación empeorara; todo ello, claro está, gracias al hecho de que acababa de descubrir esa sorprendente seguridad en que aquello no podía ser flor de un día, sino que no era sino el primer paso de muchos.

Con la misma facilidad con que habíamos unidos nuestros cuerpos, estos se desprendieron el uno del otro, emplazando la alegría a cualquier otro momento.

Y así es como comenzó una nueva etapa en mi vida. En nuestra vida.

El resto del día se convirtió en una verdadera odisea para mí. Disimular todo lo que se cocía en mi interior frente a mis padres y mi hermano, era un objetivo tan necesario como complejo. No hay nada peor que simular una aparente normalidad cuando la realidad difiere tanto de ese estándar. Era consciente de que mis padres puede que hasta se alegraran de haberlo sabido. Sin duda, mi hermano hubiese explotado de ilusión. El problema era que de haberlo sabido, no me cabía la menor duda de que sería incapaz de mantener ese secreto.

Y que nadie se confunda, estaba deseando compartir todo lo ocurrido con él, incluso con mis padres. Pero había una pequeña parte de mí que me recordaba que existía la posibilidad de que ella pudiera arrepentirse, pensárselo mejor o por qué no, reaccionar de manera extraña. Sea cual fuere su reacción, prefería ser cauto y esperar al resultado, antes de iniciar un proceso de acercamiento a mi familia que pudiera desembocar nuevamente en un fracaso social. No creo que estuvieran preparados para un nuevo contratiempo. Era mejor dejarlo estar y que aprovechasen mi estado de felicidad anterior para ir recargando pilas.

Eso no quita que mi cerebro no fuese a cien mil por hora. Un día feliz que, sin embargo, ocultaba una tarde de lo más extensa. No veía el momento de irme a la cama y acelerar con ello el tiempo que me quedaba hasta volver a verla. Volver a sentir su cuerpo, disfrutar de su increíble sonrisa y de la satisfacción que supone saber que eres tú quien motiva tal obra de arte, tal muestra de alegría y belleza sin parangón.

Por si esto fuera poco, resolver el acertijo de mi querido profesor resultaba ahora de lo más difícil, ante mi evidente distracción. Cada número me recordaba a ella, cada operación matemática parecía llevar su nombre. Si avanzaba en la resolución, me acordaba de mi grandiosos triunfo. Si erraba, me animaba pensando en lo que me acababa de ocurrir.

Imposible. Hoy no soy capaz. Lo peor de todo es que me daba igual. En mi opinión estaba más que justificado y no me cabía la menor duda de que hasta el profesor lo entendería si le explicara el motivo que se escondía tras este fracaso matemático.

Mi fingida normalidad no pasó desapercibida ante nadie. Más bien, dio lugar a un verdadero interrogatorio.

  • ¿Se puede saber qué te pasa?
  • Nada, ¿por qué? Disfruto de este solomillo. Está muy bueno.

Desgraciadamente mi adulador intento por cambiar de tema y desviar la atención hacia la comida, no parecía dar resultado.

  • ¿Seguro que estás bien? No sé, te veo muy serio. Como distraído. ¿No te ha pasado nada en el colegio?
  • ¡Que no Mamá! - “Pobrecilla”. No sabía como acabar con esto sin cambiar el tono. Entiendo que se preocupe, pero ya he decidido que no es el momento de compartirlo con ellos. Desgraciadamente, se me olvidaba ese tremendo don que adquieren las mujeres en el parto, por el cual intuyen todo lo que ocurre en tu cabeza. Aquello de “te conozco como si te hubiese parido”, era algo muy real.
  • ¿No habrás vuelto a llegar tarde, no? Si te pasa algo en el instituto, me lo dirás, imagino. Ya sabes que no me pienso enfadar si tu director vuelve a hablar contigo. Prefiero estar al tanto de todo y lo sabes.
  • Tranquila mamá. - El estrés empezaba a apoderarse de mí. Me sentía acorralado y era incapaz de mentir a mi madre, después de todo lo que había hecho por mi. Entonces, cuando el desastre parecía mi única salida, mi cerebro retomó parte de su actividad intelectual y me iluminó el camino de huida. Por fin, una escapatoria decente. - Es sólo que estoy algo preocupado por lo que pase mañana.
  • ¿Ves? Lo sabía. ¿Qué pasa mañana?
  • Nada, me preocupa que las cosas no transcurran como yo esperaba.
  • ¿A qué te refieres? ¿Algo va mal? ¿No te gusta el curso o es que estás teniendo problemas con los compañeros? Mira que te lo dije.
  • Tranquila mujer. No es eso. El problema es que mi profesor me ha planteado un ejercicio de matemáticas que no logro resolver. Es un acertijo clásico que se supone que debería ser capaz de descifrar, pero no lo veo. Jaja. Qué paradoja, ¿no? - Esta casualidad, suponía el toque de humor que se convertiría en el detalle definitivo de mi elaborada trama de escape, con el que zanjar la conversación y cambiar de tema. En definitiva, sabía que mi madre no acababa de secundar mis bromas acerca de mi situación actual.
  • ¡Ah! Pues haberlo dicho. Seguro que tu padre puede echarte una mano.
  • No te ofendas papá, pero me temo que es algo bastante complejo. Lo que pasa es que el profesor me tiene muy bien valorado y confía en mí. Se ve que demasiado. Y, desde luego, no me gustaría perder ese trato preferencial y que se desilusione.
  • Bueno hijo, pero si es tan difícil, entenderá que te cueste solucionarlo. Vamos, digo yo. Lo único que tengo claro es que no quiero verte preocupado por algo así.
  • Mamá, ya está bien. Tengo que intentarlo y si no lo consigo, es normal que me enfade.
  • Pero...
  • Lo siento mamá, pero ya soy mayorcito y estoy decidido a hacer lo que me gusta, cueste lo que cueste. No te preocupes. Lo peor que puede pasar es que mañana me encuentre más cansado de lo normal. Eso es todo. Una más que probable noche sin dormir, y listo. Ya verás cómo lo logro. - Eso era seguro. Esa noche tenía claro que no iba a ser capaz de conciliar el sueño. Demasiadas emociones, demasiado en qué pensar. Aunque las matemáticas fueran lo de menos, quizá puede que se convirtieran en un socorrido entretenimiento para cuando la desesperación se apoderara de mí.
  • ¡Ay mi niño! ¡Que cabezón eres! A quién habrá salido, ¡eh!. - exclamó mi madre, mientras dedicaba una acusadora mirada a mi padre.
  • Ya sabía yo, que al final me salpicaba a mí. Con lo “calladito” que estaba yo aquí...
  • Déjate de tonterías. Ya sabes lo que dijo el médico...
  • Venga ya mujer. Vamos a comer antes de que reciba alguien más. No pasa nada. Está bien que el niño intente solucionar lo que el profesor le ha planteado. Si él cree que puede hacerlo, por algo será.
  • Desde luego, no será por tu habilidosa genética.
  • Ya está. Me tocó. Como el “Luisma” es tonto... Jajaja.

El comentario de mi padre, una vez más, desataba las risas de todos. Ese mar de carcajadas, inspirado en un célebre personaje de la televisión, no sólo zanjaba la discusión, sino que me permitía relajarme por fin. Objetivo conseguido. No sin esfuerzo, había superado la tormenta.

Mi madre, por el contrario, seguía preocupada y no olvidaría este tema tan fácilmente. Su mirada mostraba una incertidumbre e inquietud difíciles de esquivar. Puede que hubiese perdido esta batalla, pero no la guerra. Así que más me valía disimular mañana mi cansancio y hacer todo lo posible hoy por dormir lo suficiente como para lograrlo. Todos conocían lo incisiva que podía ser mi madre, cuando de la salud y bienestar de sus hijos se trataba. Y... la tenía que comprender.

Consciente de mi estrategia y con un leve atisbo de culpa que asomaba por mi subconsciente, me acerqué a mi madre, le di un cariñoso beso, le dediqué mi mejor sonrisa y me despedí de ella deseándole las buenas noches.

  • No te preocupes mamá. Te prometo que haré todo lo que pueda por resolverlo lo antes posible y dormir lo máximo, ¿vale?
  • Vale. - dijo mi madre con voz cansada. Resignada me devolvió el beso y me guiñó el ojo, cómplice a la par que consciente de mi testarudez.
Pese a la mini crisis a la que acababa de enfrentarme, me dirigía hacia mi cuarto con mi objetivo más que cumplido. Mis padres ya tenían tema de conversación para toda la noche y mi hermano no osaría siquiera a entrar en mi cuarto, dada su inexplicable alergia a todo lo relacionado con las matemáticas. De este modo, podría mantener mi secreto hasta mañana, cuando pudiera verla y confirmar hasta qué punto, lo que acababa de vivir esa tarde, era real.

La noche, curiosamente, transcurrió pesada entre los entresijos de mi coartada y mi inevitable realidad.

La frustración debida a mi incapacidad para dar con la clave del enigma matemático al que parecía enfrentarme, crecía de manera exponencial, conforme mi grado de cansancio iba del mismo modo en aumento. Todo ello, provocaba que mis pensamientos relacionados con los acontecimientos de esa misma tarde, se tornaran progresivamente hacia la negatividad más absoluta, resucitando esos viejos fantasmas que me alejaban de ella.

Agotado, derrotado y completamente abatido, el cansancio terminó por sobreponerse a mi mermada ilusión y a mi destrozado orgullo. Finalmente, mi querido despertador marcaba las 4:20 de la mañana cuando decidí sucumbir al desastre y rendirme ante la evidencia, adoptando la posición horizontal que me trasladaría directamente al tan ansiado mañana.

jueves, 12 de septiembre de 2013

El elitismo de los museos


Una vez más me siento aquí para compartir con vosotros mis inquietudes y pensamientos más íntimos, con el fin de trasladarles mis opiniones y críticas concretas acerca de todo aquello que nos rodea en nuestro día a día. Un alarde de cotidianidad y mediocridad intencionada, surgida desde la más sincera humildad e ignorancia.

Definido el contexto, aireo mis palabras en busca de posibles receptores dispuestos a compartir ideas. En este caso, el motivo de mis dudas, no es otro que la concepción de los museos contemporáneos. Apoyado en una tendencia muy clara adquirida por mi Málaga natal, me centro en entender el por qué de esta iniciativa y su consiguiente proliferación de espacios expositivos.

Cabe destacar, ante todo, que no pretendo en modo alguno juzgar este planteamiento, sino estudiar su evolución y analizar en lo posible, aquellos aspectos susceptibles de mejora o, en su defecto, pendientes de comprensión por mi parte.

Como auténtico ignorante en cuanto a Historia del Arte se refiere, y ciudadano tan inculto como inquieto, a partes iguales, me considero un ejemplar medio de estudio, bastante adecuado de cara al entendimiento de la labor efectuada por los museos como intermediarios culturales frente a la sociedad.

Es por ello que interesado en el factor didáctico y dinamizador de los museos, como referentes culturales por antonomasia, me he visto sorprendido en multitud de ocasiones, perplejo ante la magnificencia de determinados emblemas de este arte; así como embargado por el desconcierto, un irremediable cansancio, una intratable saturación visual y en ocasiones, incluso, aburrimiento, ante la desconexión existente entre estos importantísimos edificios, su contenido y yo.

Parto de la base, de que cuando alguien realiza el esfuerzo de acercarse a un museo para pagar la entrada y adentrarse en el recorrido planteado por su gestor a lo largo de su querida colección, lo mínimo que se merece es recibir una contrapartida cultural como recompensa. Con esto quiero decir, que todas esas burdas críticas orientadas a fustigar la incultura e ineptitud ciudadanas, pierden su valor y credibilidad en el mismo momento en que el visitante se acerca al edificio.

En mi opinión, ya ha realizado su parte, ha cumplido. Ha abandonado su cómoda y segura rutina para aprender, para disfrutar de lo desconocido y asimilarlo como conocido. Un proceso tan complejo como interesante.

Dicho esto, entiendo que en el mundo del Arte, como en cualquier otro sector, hay infinitos grados de conocimiento y sabiduría. Sin embargo, me preocupa que en los museos se parte de una base errónea. Si accedes a un museo por libre, sin haber investigado previamente su contenido, lo más probable es que no seas capaz de detectar las principales obras expuestas, ni aprender más allá del nombre del autor, año y nombre de la obra (sin olvidarnos del material con que se elabora). Esa es toda la información que nos ofrece un edificio cultural estándar. Ninguna aclaración del por qué de su instalación allí, ninguna pista acerca de los criterios que lo convierten en un elemento de máxima calidad artística; ni, por tanto, el más mínimo esfuerzo por acercarnos al Arte y con ello fomentar nuestro interés por volver o continuar en casa con nuestro proceso de aprendizaje.

Me temo que el museo se orienta preferentemente hacia aquellos visitantes cultos y/o formados, interesados en ampliar sus conocimientos previos.

En honor a la verdad, cabe dejar claro que cada vez son más las visitas guiadas ofrecidas por la mayoría de contenedores artísticos, en su afán por acercarse al ciudadano medio. No sólo es algo que debemos valorar, sino que podríamos incluso exigir. No en forma de una persona dedicada en cuerpo y alma a un grupo no siempre tan agradecido como debería. Sino como esfuerzo de apertura hacia la gente. No se necesita tanto, pero desde luego, es inapropiado pensar en un modelo tan extremista, en el cual existen dos versiones tan lejanas de museo. Una muy cerrada y opaca en la cual nadie te aporta nada, la diaria. Y una muy abierta y amable en la cual adornan las obras con anécdotas y aclaraciones del por qué de sus creaciones, la eventual.

Estoy seguro de que existen multitud de opciones intermedias que, sin perjudicar en modo alguno los deseos del autor, nos ayuden a encontrar el ansiado equilibrio y, en lo posible, lograr que resulte rentable a todos los niveles.

En una sociedad de la información, donde cada mínimo aspecto de nuestro entorno puede ser consultado en internet, me preocupa que cuente con museos de masas, orientados a unas masas a las cuales no responden, más allá de la instalación de una tienda de souvenirs. Como arquitecto, reconozco que me encuentro situado más bien en el lado de la balanza correspondiente a un espíritu minimalista, pero hay que tener claro que aquí el mínimo, siempre responde a un canon funcional, no estético.

Por desgracia, en ocasiones, me da la sensación de que existe un elitismo predominante en el Arte, que nos filtra a los visitantes en función de su cercanía a un mundo, culturalmente muy elevado. En mi opinión, el grado de cultura de una persona siempre radica no en lo elevado de sus maneras, sino en la habilidad para desenvolverse con la misma soltura sea cual sea el ambiente cultural en que se encuentre. Por ello, considerando los museos como el paradigma de la cultura, me encantaría que me demostraran que son igual de útiles e interesantes tanto para los eruditos o iniciados, como para los novatos e incluso despistados visitantes.

La cultura debería ser un producto turístico, académico o social, pero fácilmente accesible para todos los ciudadanos, sea cual sea su nivel cultural o su grado de interés.

Fácil, hagámoslo fácil.

martes, 3 de septiembre de 2013

El libro_p06


Capítulo 6

Un nuevo día se presenta ante nosotros con las mismas legañas y el mismo inexplicable cansancio con que tiene a bien recibirnos habitualmente.

Los días de gloriosa puntualidad se han ido sucediendo con gran maestría hasta el punto de que he logrado despojar a mis incrédulos compañeros de esa inevitable “sonrisilla” con la que se enfrentaban a mi llegada. Cada vez resultan más lejanos aquellos días fatídicos en los que mis retrasos me impedían acceder a ellos como el compañero que, sin duda, soy. Ahora son los deberes que pueblan nuestra pesada mochila quienes protagonizan nuestro ajetreado día a día.

No podría ocultar mi gran temor a ser nuevamente rechazado ante mi extrema dedicación al curso, mi obsesión por aprender y mantenerme al día en lo exigido. No sólo temía erigirme en el nuevo empollón del grupo sino evidenciar mi lamentable ausencia de entretenimientos extra escolares que pudieran alejarme en cierto modo de mi labor docente. Sin embargo, se ve que la edad nos situaba ante una realidad diferente a la que yo conocía. En este recién descubierto contexto, la sabiduría y obtención de buenos resultados, no implicaba en modo alguno motivo de burla entre mis compañeros, sino en la mayoría de los casos una gran indiferencia y, en determinados casos concretos, incluso algo de admiración e interés por mis conocimientos.

Mi recuperación alcanzaba ahora su cota más alta, al empezar a considerarme a mi mismo uno más, simplemente eso, un alumno del montón. Puede que algunos no entiendan esta afirmación, pero no sabría expresar mejor lo que desde aquel periodo vendría a llamarse satisfacción. Simple alegría por volver a sentir esa normalidad de la cual, hace años, fui despojado.

Hoy en día, mis preocupaciones volvían a centrarse en esas banalidades que nos hacen tan humanos. Olvidar mis objetivos de trivial para centrarme en lo trivial de mis objetivos.

Esto no esconde el desinterés cultural que mi madre parecía intuir. No. Por el contrario, mi vida reivindicaba su lugar preferente para deleitarme con esas pequeñas cosas que nos hacen tan especiales.

Mis nuevos compañeros comenzaban a recorrer el arduo camino hacia mi amistad, y lo más importante, me enseñaban el sendero por el cual acceder a la suya. Un deambular muy interesante e inspirador que hacía mucho que no experimentaba.

La única pega a tan delicioso avance personal, recaía sobre mi recién descubierta timidez. Esa inexplicable reacción que me impedía articular palabra alguna cuando mi interlocutor dejaba de ser alguno de mis compañeros para convertirse en ella, mi compañera, la chica de la tercera fila.

Mi miedo a que los demás notasen mi obsesivo interés, eclipsaba incluso mi temor a que ella pudiera descubrirme. Todo lo andado, en mi proceso de integración social en el grupo, no podía verse abandonado ante un falso movimiento hacia la que parecía candidata unánime a reina de la fiesta.

Entre líneas me esforzaba por obtener cualquier dato sobre ella o sus amigos, que pudiera acercarme a mi objetivo. El resultado: las muestras de admiración se completaban con celosos intentos por derrocar tan inminente reinado, entre sus supuestas iguales. Mientras el sector masculino coincidía orgulloso en un acuerdo absoluto sobre su belleza sin igual, las representantes del sector femenino se debatían entre una interesada amistad y sus incorruptibles enemigas, dispuestas a despreciar cada una de sus innegables virtudes.

Sea cual fuere la razón que motivaba a cada uno de ellos, mi conclusión resultaba cada vez más evidente. Si yo me consideraba aislado por deméritos propios, su situación no difería mucho de mi desgracia aunque por motivos bien diferentes. Su relación con la clase era bastante peculiar. Un mundo con dos caras muy alejadas. Por un lado, la sonriente mirada con que devolvían sus intentos de acercamiento; por otro lado, sus tardíos y amargos ecos de crítica con que eran posteriormente analizados sus actos.

En definitiva, empezaba a encontrar ciertas similitudes conmigo, salvando claramente las distancias.

Poco a poco, casi obligado por las amenazas del valiente de mi hermano, superaba a duras penas las barreras que me alejaban de ella. Cada mirada, cada intercambio de ideas, cada ejercicio en común se transformaba en mi principal fuente de energía de cara al próximo día, a mi próximo reto frente a ella. Una máquina algo oxidada y “fallona” que, por suerte, contaba con un motor que se realimentaba con cada nuevo logro.

He de reconocer que, no sé si fruto de mi gran ilusión o de su cierto aislamiento, mis acercamientos eran recibidos, desde mi punto de vista, con aparente alegría. Sería algo pretencioso decir que empezábamos a llevarnos bien, pero la realidad era que cada vez sucedían con mayor frecuencia esos “fortuitos” encuentros. Lo mejor de todo, era que ella comenzaba a sentirse parte de la ecuación, aportando inconscientemente su pequeño granito de arena a esta mega construcción que me había dispuesto a erigir.

Los intencionados retrasos con que forzaba ser el último en abandonar la clase con ella, daban lugar a unas interesantísimas conversaciones con las que aprender acerca de sus inquietudes y sus hobbies antes de abandonar el instituto y retomar cada uno nuestros respectivos caminos a casa.

Esta extraña costumbre no pasaba desapercibida en casa, ante las reprimendas de mi madre por mis cada vez más frecuentes y amplios descuidos frente a la hora estipulada para el almuerzo.

Mi hermano, que no era ni de lejos ajeno a mi cuidada e improvisada estrategia, supo ganarse mi confianza para contribuir como aliado en la consecución de tan trabajada conquista, acercándome en coche a casa y con ello suplir los retrasos derivados de aquellos extensos ratos de charla y flirteo con que cerrábamos distraídos el día de clase.

Cabe dejar claro, que su actitud, lejos de resultar altruista, escondía una estrategia no menos interesada por buscar aliados frente a posibles retrasos en los que él pudiera verse sumido en su intento por disfrutar al máximo de la compañía de su querida Rocío.

Como dos simples jóvenes de nuestra edad, nos utilizábamos mutuamente como coartadas frente a nuestros permisivos padres, quienes más que conscientes de nuestras sospechosas prácticas, se enorgullecían de la química con la que nos compenetrábamos mi hermano y yo.

Un nuevo hito en nuestra inmejorable relación que afianzaba con creces una amistad tan especial. Un apoyo sin igual en los malos momentos y, afortunadamente, no menos importante en los buenos.

Sin embargo, el apoyo de mi hermano no era mi principal alegría. Cada día, como si de una cita premeditada se tratara, el sonido del timbre de salida representaba para mi el inicio de mi verdadero día. La lenta y estudiada maniobra de recogida de la mochila, se veía correspondida por varias sonrisas pícaras entre mis apresurados compañeros, tan sólo eclipsadas por el fulgor de la más tierna y tranquila de todas. Aquella que paciente, esperaba mientras mantenía mi eficiente impostura.

Nuestro compromiso no hablado era total. No importaba quien se nos dirigiera o cuales fueran las circunstancias que precedieran al final de las clases, el resultado siempre era el mismo. Inmediatamente nuestras miradas se cruzaban inquietas en busca de esa confirmación silenciosa que nos permitiera relajarnos, conscientes de que una vez más, disfrutaríamos de nuestra ansiada tertulia. Era curioso ver cómo a lo largo del día nos evitábamos, confiados en el final de la jornada, como ese pequeño espacio de tiempo en el cual disfrutar el uno del otro, lejos de toda mirada indiscreta, lejos de todo cotilleo, lejos de todo. Solos ella y yo. Mi recién bautizado paraíso.

Como cada día, hoy no me gustaría encontrar esa famosa excepción que tiende a confirmar la regla. Nervioso, la última hora de clase transcurre entre ecuaciones matemáticas y algún que otro problema algo complejo de resolver. Más aún si el 90% de mis neuronas parecían dedicadas a una única operación matemática, tan sencilla como utópica. 1+1=X. Y ese era mi problema. Todo se resumía en la tremenda incógnita que habitaba esquiva pero omnipresente entre mis más ansiados sueños. Las dudas se multiplicaban sin control, fruto de la creciente ansiedad con que afrontaba la melodía que indicaba el fin del día académico y el inicio de mi principal tarea.

Apenas diez minutos antes del final de la clase, el profesor nos sorprendió con uno de esos problemas casi irresolubles, con que motivar a los alumnos más aventajados y fomentar entre el resto una sensación de envidia sana y admiración a partes iguales. Tras varias preguntas bastante incisivas emitidas al conjunto de la clase, el silencio más absoluto se apoderó de todo el aula. La tensión aumentaba descontrolada mientras mi intelecto mantenía su anunciada huelga indefinida. De este modo, transcurrieron los últimos instantes de clase, sin que ningún compañero mostrara el más mínimo interés en el pequeño reto planteado. Sin más, el tiempo llegó a su fin y con ello, la estampida general que solía suceder a tan añorada melodía.

La estúpida sonrisa se apoderaba irremediablemente de mí, pese a mis esfuerzos por esconder un secreto a voces. Totalmente inmerso en mi meditada actuación, centraba mis movimientos en un laborioso e intencionado proceso de organización de mi pupitre y mi mochila, cuando justo tras de mí, la sensación de alguien que se acercaba me obligó a girarme consciente de que esta premura no podía sino significar un manifiesto interés, por su parte, en contar con mi presencia. Incapaz ya de ocultar mi ilusión y pensando en ese ingenioso comentario que convirtiera ese momento en inolvidable, aprovechaba la ralentización de la escena para recrearme en su belleza. Sin embargo, donde esperaba encontrar sus maravillosos ojos verdes aderezados por una de sus innumerables y fascinantes muecas, resultó que se encontraban los fríos y profundos ojos marrones de mi profesor, cuyas lentes de contacto monopolizaron la escena ante la cercanía de mi inesperado interlocutor y el tremendo chasco asociado a él. Estupefacto y algo avergonzado, me dirigí a él con un saludo entrecortado que intenté disimular como un ingenuo gesto de sorpresa.

Este pequeño giro de los acontecimientos respondía a una sincera preocupación surgida en mi maestro, quien incapaz de ocultar su decepción, me reprendía por no haber manifestado ninguna opinión acerca del problema recién planteado. Confuso, me preguntaba si había algún problema que pudiera motivar tal falta de interés.

Mi repentina tartamudez no hacia sino aumentar. Inquieto me apresuré en encontrar una ingeniosa excusa que pudiera reconquistar su extinta confianza en mi, al tiempo que me permitiera resolver este contratiempo a la mayor brevedad posible. Todo ello, con la suficiente naturalidad como para alejar cualquier atisbo o sombra de duda acerca de mi entrega en su clase.

Con no pocos problemas, logré convencer a mi interlocutor de que no tenia por qué preocuparse, si no que se trataba simplemente de un conjunto de circunstancias puntuales, comandadas por una mala noche y un pico en mi gráfica de timidez.

Tras la consiguiente conversación improvisada de tipo matemático-social, todo parecía recobrar su normalidad. Afectuosos, nos despedimos, emplazándonos a nuestra próxima hora en común, con el firme compromiso por mi parte, de encontrar la solución a tan complejo ejercicio.

Capeado el temporal, mi cerebro se desprendía poco a poco de su espontánea tarea para centrarse en mi objetivo original. Un nuevo giro de cabeza, esta vez a “cámara superrápida”, acompañaba mi gran inquietud por el desafortunado e inapropiado imprevisto. La celeridad y brusquedad de mi gesto, no pudo evitar su fatídico resultado. La tercera fila se encontraba ya completamente vacía. A continuación, toda una serie de nerviosos y desesperados gestos vinieron a confirmar mis peores augurios. El fatídico día había llegado. Mi musa me había abandonado. Mi increíble racha triunfal había alcanzado su previsible final. La ausencia de compañero alguno, refrendaba una soledad aún mayor que se apoderaba a pasos agigantados de mi incrédulo y desolado cuerpo.

No me lo podía creer. Se había ido, sin más. Ni siquiera me había avisado de que tuviera prisa. Ni un mísero adiós.

No puede ser.

En realidad, es lógico que se haya ido. ¿Qué iba a hacer? ¿Se iba a quedar esperando que terminara de hablar con el profesor? Desde luego, ya le vale. Y todo por culpa del maldito problema. ¿A quién le importa ese estúpido acertijo? No me lo puedo creer, ¡qué mala suerte tengo!

Abatido termino mi proceso de empaquetado con inusual eficacia.

¿A quién quiero engañar? En el fondo, yo sabía que esto tenía que pasar. Una cosa es que fuera simpática, y otra muy diferente que estuviera interesada en mí. Esto me pasa por “flipado”. Ella es un “pivón” y yo soy un simple “don nadie”. ¿Qué esperaba? ¿Cómo he podido ser tan iluso? Hablaba conmigo porque no tenía nada mejor que hacer, y punto.

Ensimismado en mis tétricos pensamientos, abandonaba la clase y, con ella, un pedacito de mi recién descubierta ilusión. Triste y melancólico enfilaba la puerta en dirección a la escalera, cuando un inesperado golpe, acompañado de un grito de fingida indignación, interrumpían mi lamentable transcurrir.

  • ¡Hey! ¿Dónde vas con tanta prisa? ¿Pensabas irte así, sin más? - Esa voz. Desde lo más profundo de mi subconsciente, reconocía ese tono tan familiar. Inmediatamente mis cinco sentidos retomaban sus funciones para concentrarse en este nuevo imprevisto. Aún desconcertado, detenía mi marcha para dirigirme a él.
  • ¿Qué pasa? - Me esforzaba en decir, aún algo confundido. Mientras emitía esta inexpresiva expresión, mi tono cambiaba progresivamente desde la neutralidad inicial, hacia su máxima manifestación de felicidad, al descubrir atónito, cómo la culpable de tales acusaciones no era sino lo mas bonito de mi vida. Ella. Esta vez sí, sus penetrantes ojos y su impresionante mueca estaban ahí, sonrientes y juguetones.
  • ¡Hey! ¿Qué... Qué haces aquí? Pensaba que te habías ido.
  • ¿Cómo me iba a ir sin despedirme de ti? ¿Por quién me tomas? Esa es la imagen que tienes de mi... desde luego...

    Su saludo se acababa de convertir en la chispa que encendiera toda una explosión de júbilo y extrema satisfacción ante la sorpresa del día. La irrefutable confirmación de mis mejores deseos. Estaba ahí, me había esperado en la puerta del aula a que terminara. Eso solo podía significar una cosa.

    Y convencido de mi argumentación interior, me deje simplemente llevar por mi euforia, consciente de lo que se estaba cocinando en mi interior, aunque despojado de todo criterio. Con fuerzas renovadas y armado de un valor desconocido para mí, interrumpí su frase para rodear su esbelta figura con mi tembloroso brazo, en un gesto rápido y directo. Sin titubeos. Por primera vez desde que la conocía, las dudas se habían alejado de mí.

    Estaba completamente seguro de que era el momento, era el lugar. Ahora o nunca.

    Sin más, ordené a mis labios surcar el océano de incertidumbre que siempre nos había separado para atracar en la seguridad de sus carnosos e impactados labios. Un placer sin igual, que desgraciadamente, no parecía ser correspondido, a juzgar por su inerte reacción. Inmóvil, su boca mostraba el evidente contagio sufrido ante la parálisis de todo su cuerpo; sólo dos amplísimas cuencas colmatadas por sus atónitos ojos, evidenciaban restos de vida.

“¡¿En serio?! No puede ser”- pensé.