sábado, 21 de noviembre de 2020

OJO

Imagínense sentados en una maravillosa terraza al sol. 

Frente a ustedes, la imponente presencia del mar. Magnífico, infinito, imperturbable. La superficie en calma le confiere un grado de atracción insuperable. El reflejo del sol, el complemento perfecto a la escena. En su terraza, una mesa les separa del murete que les protege de la caída. Dicho muro no alcanza más allá de los ochenta centímetros de altura para permitir un mayor ángulo de visión. Sobre él, una barandilla blanca se posa con delicadeza para conferir mayor confianza al elemento de seguridad del que forma parte. Entre ambos, tan solo aire y algunos apoyos aislados. 

En definitiva, su visión se ve interrumpida tan solo por un perfil metálico de gran esbeltez. Tanto es así, que cuando deciden ubicarse en su silla favorita, frente a la mesa y las vistas, no existe nada más en este mundo que la perfecta estampa descrita. Un continuo azulado con tintes más claros y brillantes se presenta orgulloso ante ustedes. Algunos barcos en la lejanía compiten con las gaviotas por su escasa pero merecida cuota de protagonismo. 

Con asombro se descubren reconociendo variedades de azul que ni siquiera pensaban que existieran. La brisa confiere a la superficie un movimiento tan agradable como discreto. Miles de ondas navegan divertidas por la inmensidad que invade convencida el horizonte hasta fundirse con él. En ese mismo instante, el cielo y el mar se contagian de su belleza y tonalidad hasta hacer imperceptible sus respectivos límites. Toda esa belleza es perfecta, sin más. Carece de errores o defectos. No cabe crítica alguna. 

Tanto es así, que pasados unos minutos añoramos toda esa parte de la postal que nos es negada por el necesario pero inoportuno muro. Su altura nos molesta cada vez más. La barandilla, nos enfurece sobremanera. Qué necesidad había de interrumpir una imagen así. Es como añadirle deliberadamente una tara a tan excelsa creación. Un rayón en la más nueva e impoluta de las carrocerías. Un mosquito inquieto en la oscuridad del dormitorio. Una alarma accionada a las tres de la mañana. 

No se equivoquen. No les doy más de treinta segundos antes de que sus miradas se tuerzan. En menos de un minuto no podrán dejar de pensar en esa línea sutil que cruza con excesivo descaro el bellísimo lienzo en que se había convertido su vista. Ya nada importan esas graciosillas aves que juguetean con las corrientes térmicas generadas en la orilla. Ni los elegantes veleros con los que antes competían. Las distintas tonalidades de azul se postran ante el blanco dominante de la barrera que le precede. La otrora esbeltez se erige ahora en grosera e innecesaria prominencia. Sus ojos hace tiempo ya que dejaron de prestar atención a aquello que les contaba. Sus mentes analizan las distintas posibilidades que les permitirían apropiarse de toda la escena. Formas de desprenderse de ese molesto e insensato elemento que osa interrumpir sus vistas. Por más que perdure esa imagen, hace ya rato que ha desaparecido para ustedes. Y lo más probable, es que para cuando quieran darse cuenta, ya sea demasiado tarde. 

Los veleros habrán avanzado más allá de su alcance, las aves huirán a encontrar cobijo y descanso a partes iguales. Las nubes acudirán a reclamar su lugar. El sol, en su incesante movimiento, habrá abandonado la vertical para proseguir su trayecto. Todo aquello que una vez existió, jamás volverá a repetirse. Podrán ocurrir escenas similares, pero no como esta. Nunca más se darán las circunstancias idóneas para recrear lo que acabamos de obviar.

Y ahora les pregunto, ¿tan importante era la maldita barandilla? No. Pero las vistas eran tan perfectas que resulta inevitable no ansiar todo de ella. Resulta imposible no encontrar defectos cuando comparamos nuestro entorno con semejante ejemplo de pureza, de armonía, de gracia.

Lo sé, resulta absurdo. Pero no es más que el resultado de nuestra ambición. Somos incapaces de evitarlo.