martes, 30 de agosto de 2016

En vida... mister Yuan

Desde pequeños se nos ha inculcado que la vida nos tiene preparadas un montón de lecciones que debemos aprender. Y que son los malos momentos los que más nos enseñan. En mi opinión no es la vida la que nos proporciona lecciones, sino las personas que en ella tenemos la oportunidad de conocer. Personas dispuestas a compartir sus vivencias con nosotros. Y personalmente, siento decir que estoy más interesado en las lecciones positivas que otros puedan aportarme.

Ya esta bien de centrarnos siempre en lo negativo, como si uno no estuviese completo hasta que no confirmase la maldad que nos rodea.

Pues bien, recientemente he podido disfrutar de un interesante viaje en el cual he aprendido muchas cosas, en su mayoría buenas aunque otras desgraciadamente no tanto. Sin embargo, hay una de ellas que, sin llegar aún a comprenderla en su totalidad, destaca por encima del resto: pensar del modo en que lo haría mister Yuan.

Si recurro a él es porque he tenido el enorme placer de conocer algo más a una de esas pocas personas especiales que tenemos la suerte de encontrar. Una de esas personas que destacan por su habilidad para hacer sentir especiales a todos quienes le rodean, y además con esa asombrosa naturalidad que parece no requerir esfuerzo. Personas tan acostumbradas a preocuparse por aquellos que conforman su entorno, que llegan a convertirlo en algo normal, razón por la cual imagino que acaban por no darse cuenta de lo grandes que son y lo mucho que les tenemos que agradecer.

Cuando alguien es capaz de sacar lo mejor de sí mismo, incluso en el peor de sus momentos, no es sólo que tenga un don especial, sino que además es capaz de anteponer el bienestar de los demás al suyo propio. No se trata de altruismo, no se trata de un ejercicio oportunista a través del cual ganarse el favor de otros, tan sólo es el resultado de una determinada condición. Hay personas que cuentan con esa condición y que, incluso aunque quisieran, no podrían librarse de ella.

Una habilidad, que cada vez más, tengo claro que he de exigir a aquellos que considero referentes en mi vida. Un requisito fundamental que me lleva irremediablemente a admirarlos.

Por desgracia, esta sociedad se vanagloria de admirar a seres desconocidos que otros encumbran bajo criterios puramente comerciales, mientras que nos cuesta reconocer en los más cercanos habilidad alguna, digna de ser destacada. Nos hemos creado un estado global de hipocresía por el cual valorar más a quienes menos conocemos. Al fin y al cabo, resulta menos vergonzoso sincerarse frente a alguien a quien no tenemos por qué volver a ver.

Personalmente hace años que entendí, que sin renunciar a posibles referentes externos, mi vida ha de ser guiada por aquellos a quienes más cerca tengo, pues serán quienes podrán mostrarme el camino en toda su extensión, no sólo en aquellos momentos puntuales que les interese compartir. Son los únicos capaces de ser sencillamente tal y como son, para así entender su grandeza en toda su magnitud.

Muchas veces me he referido ya a la importancia de lo sencillo. No todas las carcajadas expresan más que una simple sonrisa. Con los años he aprendido a valorar esos pequeños detalles que nos convierten en lo que somos.

Por supuesto que a todos nos encantan los deportivos, los áticos de lujo, o incluso los yates repletos de buenas compañías. Sin duda. Pero la vida está en ese primer Clio que tanto nos aportó, ese “murete” del paseo que tantas noches nos acogió, esa sutil compañía de un buen Murakami, esas escuetas y traviesas miradas que tanto nos supieron decir.

Los grandes héroes de nuestro entorno suelen recorrer nuestras vidas casi de puntillas, sin apoyar sus talones para no interrumpir ninguna de nuestras vivencias, con la agilidad de quien sabe cuando estar y cuando no, con la habilidad para trasladar el protagonismo a otros cuando son ellos quienes sin duda lo merecen. Aquellos quienes no dudan en compartir lo que tienen y saben, convencidos de que así contribuyen a que lo bueno siga fluyendo. Aquellos capaces de anteponer su interesante silencio al absurdo bullicio que los rodea.

Esos quienes no requieren más que una llamada para que los que de verdad lo merecen acudan raudos a su rescate, no por que se lo deban, sino porque realmente entienden a quien han de priorizar.

Es por ello, que de todas las múltiples vivencias adquiridas, de todos los paisajes visitados, de todas las grandezas descubiertas, me vais a permitir que me quede con la que realmente las ha motivado a todas, quien ha sabido compartirlas y permitir siquiera que pudieran existir en nuestras mentes, aquel quien aún en la distancia, se siente más cercano que muchos de los seres cuasi anónimos con los que me cruzo a diario.

Muchas gracias mister Yuan, no sólo por lo vivido, sino por dejarme entender un poco más tu grandeza, por enseñarme el camino por el cual descubrir una nueva persona a la que poder admirar, por transmitirme esa inmensa humildad que sólo los grandes sabéis derrochar.

Gracias.

Ojalá todas esas personas especiales que se ocultan tras los fuegos artificiales de esta hipócrita sociedad, no olviden nunca su verdadera importancia. ¡Qué sería de nosotros sin estos auténticos héroes de lo cotidiano!

Confío en que sepáis valorar a aquellos que lo merecen, más allá de vergüenzas y orgullos que poco nos van a aportar.




viernes, 26 de agosto de 2016

El poder de la fotogenia

En los últimos años todos hemos sufrido una enorme transformación vital, aparentemente sin ser siquiera conscientes. Cada momento de nuestra vida ha de estar asociado a una imagen que lo corrobore. Al fin y al cabo, todo lo que no se registra, directamente no existe. Sé que suena exagerado, pero cada día esta realidad es mayor, hasta el punto de que si un momento no es fotogénico en sí mismo, deja de tener valor social para nosotros. Si no nos genera una cierta cantidad de interacciones socio-virtuales, no merece la pena retratarla, y ni mucho menos vivirla.

Acabo de regresar de un viaje donde la gente acudía a playas paradisíacas para acercarse con cuidado a la orilla e intentar inmortalizar una instantánea de lo mas veraniega, cuando el contexto real nos devuelve una realidad paralela bien diferente.

Si pudiésemos acceder a cualquiera de esas imágenes probablemente veríamos a una persona feliz, disfrutando de un lugar casi virgen sin más compañía que el supuesto realizador de la foto, si es que este es necesario ya. Un agua cristalina, una arena blanca y fina, un sol espléndido y radiante. Síntomas todos de un excepcional día de playa.

Sin embargo, la verdadera escena es algo más cutre, triste y preocupante. Segundos antes de tan preciosa imagen, el protagonista de la escena ha acudido a su enésimo photocall del día, en un barco moderno donde le acompañan decenas de iguales con la misma intención que él. Aterrados ante la idea de que el sol los roce siquiera, se protegen bajo el techo de la embarcación, como segunda piel que superponer a sus sombreros, gafas, prendas largas y en algunos casos incluso parasoles.

Ante el miedo al agua o incluso la incapacidad para nadar, asisto atónito al despropósito que genera la embarcación en su intento por alcanzar la arena, un lugar en el cual garantizar un desembarco seco y seguro para los teóricos bañistas.

Alcanzada la ubicación deseada tras una serie de innumerables y complejas maniobras, hordas de turistas alocados acuden raudos hasta el mejor “spot” posible. Ese en el cual evitar a sus compañeros de viaje, sin acercarse demasiado al agua y sin alejarse en exceso de la sombra mas cercana.

Empieza el show con una secuencia indescriptible de posturas y “saltitos” sacados del auténtico manual del viajero moderno, en la cual plasmar toda la felicidad que les proporciona tan bellísima estampa. Los más presumidos incluso desafían la incidencia del sol durante varios minutos bajo la atenta y sorprendida mirada de sus compañeros de viaje, quienes en gran número esperan ya ansiosos, agazapados bajo la sombra, a que su barco les lleve a su siguiente atrezo, previa maniobra aún mas arriesgada del obediente capitán.

Ante esta realidad, me asaltan las siguientes dudas:

- ¿Qué significa esa foto para ellos? ¿Qué sentido tiene destrozar el escenario con legiones de barcos que infectan e infestan tan paradisiacos paisajes? ¿Por qué fingir una experiencia a cambio de estropear la de aquellos que sí intentan vivirla?

- ¿Qué les impide recurrir a un póster como verdadero photocall de sus próximas vacaciones? En el fondo eso sí resultaría un engaño, ¿no? ¿Estaremos cerca de llegar a eso? Como poco les resultaría más barato.

- ¿Para cuándo las fotos de los catálogos con los paisajes reales, llenos de hoteles y atestados de gente?

- ¿Seríamos capaces de viajar hoy día si nos prohibieran hacer fotos, o como poco compartirlas?

Veréis, no tengo nada en contra de la fotografía, la cual considero un arte que muchos nos empeñamos en trivializar y desprestigiar. También soy consciente de que para poder disfrutar de los sitios, se requieren unas mínimas infraestructuras, y que si se pretende que estas estén al alcance de la mayoría, se necesita una gran cantidad de ellas para no caer en un lujo basado en la exclusividad. Incluso que todos tenemos derecho a vivir nuestra vida como queramos. Vale.

¿Pero hasta qué punto hipotecamos el producto para poder venderlo? ¿Hasta qué punto lo privamos de su verdadero valor añadido en pro de masas inconscientes en busca desesperada de imágenes que simulen experiencias inolvidables? ¿Hasta qué punto merece la pena universalizar lugares tan vírgenes y salvajes?

Igual es que no deberíamos acudir a estos lugares en masa. Igual no deberíamos tener la oportunidad de acudir a estos rincones tan remotos, sino disfrutar de aquellos que realmente estén a nuestro alcance.

Y lo que es peor, ¿hasta dónde estamos dispuestos a llevar la mentira con tal de ser socialmente aceptados?