jueves, 14 de marzo de 2013

En un abrir y cerrar de ojos


Así es como se encuentra a una persona importante. De la misma manera en que podemos llegar a perderla. Todo ello sin tener la más mínima capacidad de reacción, tan sólo un instante alegre, feliz, relajado, sincero.

Siempre he defendido que no hay mejor manera de conocer a alguien, que a través de un abrazo. Ese momento de sinceridad total por el cual dos personas se entregan en cuerpo y alma, sin otra intención que la simple transmisión de sentimientos. Un espacio de tiempo mínimo, donde cada uno se muestra tal y como es, más allá de fachadas e imposturas.

Las palabras dicen que se las lleva el viento, por más que nos molestemos en plasmarlas en papel. Los detalles y regalos, son simples muestras banales de aparente complicidad. Sin embargo, cualquiera de estas dos vías, no hace sino prepararnos de cara a ese gran momento, en el cual las miradas se conectan, las sonrisas brillan con luz propia y los cuerpos se entrelazan hasta confundirse en uno mismo. Una reacción química inexplicable que evidencia la más mínima errata en el discurso que nos empeñamos en redactar.

En mi opinión, no es hasta ese momento que sabemos si realmente estamos ante alguien valioso o no. Escasos instantes capaces de mostrarnos al principiante temeroso, o al experto manipulador. Un detalle repleto de conjuntos. Un gesto físico evocador de los más intangibles sentimientos.

Jamás olvidaré esos pocos abrazos que me mostraron la belleza que encierra la vida en el interior de cada ser humano, la grandeza escondida tras innumerables capas de luchas sociales, derrotas, desconfianzas, miedos y errores. Instantes que difícilmente nos atrevemos a reconocer. Nos basta con disfrutar en silencio de esa inyección indescriptible de felicidad. No importa si estamos ante uno de los mayores inconvenientes de nuestra existencia, o si por el contrario, acabamos de experimentar la mejor de las alegrías. Esta felicidad es especial. Es simplemente eso, pura satisfacción espiritual.

En esta línea, me gustaría intentar describir y compartir con todos vosotros uno de mis ejemplos más apreciados. Me encontraba en mi casa, aún absorto en mis pensamientos, intentando asimilar lo que considero una de esas noticias que nuestro cerebro repele hasta la saciedad, una tragedia personal de las que marcan tu vida, un punto de inflexión que nos revela el verdadero valor de las cosas. En plena consecución de los hechos, la tristeza bloqueaba todo intento por existir, por tomar las riendas de la situación, imponer mi deber familiar ante mi desesperado vacío personal. Momento en el cual, el destino decidió enfrentar mi lamentable deambular con el no menos lamentable discurrir de un familiar, o más bien, la demacrada carcasa exterior de lo que en otro momento solía ser. El silencio reinante en la minúscula habitación, retumbaba entre los más de diez espectros presentes.

El resultado de dicho encuentro fortuito, acabó con una explosión desorbitada de cariño y ternura, tan inesperada como agradecida. Condescendencia a raudales. Cuatro brazos inanimados a punto de recibir una carga inmensa de energía, un instante eterno en el cual pude sentir toda una vida adulta entregada a mis temblorosos brazos. Una conexión tan profunda que nunca me he atrevido a expresar ni compartir, pese a la indiscutible certeza que me asegura confiada una evidente reciprocidad, de esas que no necesitan confirmación. Con la misma naturalidad con que se presentó ante mí, desapareció. No hubo palabras, ni gestos, sólo lágrimas y dolor.

Nunca sabré con seguridad si la otra persona pudo sentir lo que aún estremece cada músculo de mi cuerpo. Nunca sabré siquiera, si le gustó. Si fue consciente. Pero, en el fondo, sé de la magia contenida entre ambos. Sé que siempre podré estarle agradecida por enseñarme lo que el verdadero amor es capaz de generar.

Múltiples son los abrazos memorables que decoran mis recuerdos, aunque ninguno tan intenso y relevante como este. Por ellos, y por los que confío estén aún por llegar, es que me libero hoy aquí.

Cada uno que elija su propia definición de abrazo. Mientras tanto, intentaré seguir haciendo de la mía, la única posible.


miércoles, 6 de marzo de 2013

El libro_p03


Capítulo 3

Al fin sólo. Me encantan estos ratos de risas con el sinvergüenza de mi hermano, pero después de un día tan largo, necesito enormemente este momento de tranquila soledad. Lo que son las cosas, quién me iba a decir a mí hace unos años que me alegraría este silencio. Con la de noches que pasé desesperado, sin nada que hacer. Noches repletas de pensamientos vacíos. Tan sólo mi pequeña linterna, la luz parpadeante de mi despertador digital y los coches noctámbulos bajo mi ventana. No sabría decir el número exacto de estas noches de insomnio, pero desde luego fueron muchas más de las que me hubiese gustado contar.

Horas y más horas de angustia contenida, lágrimas encerradas tras el dique de mi orgullo. Demasiadas emociones para un “niñato” de mi edad. Ahora recuerdo la pseudo madurez con que pretendía afrontar tantas noticias y sesiones. Resulta incluso irrisorio lo convencido que estaba de mi entereza, de mi avanzada edad. No podía estar más equivocado. Sólo era un chaval obligado a renunciar a mis pensamientos y decisiones de un niño de quince años, preocupado por el fallo en el último partido de fútbol, el dificilísimo examen de mates o el mensaje ambiguo e irritante de mi supuesta mejor amiga. En fin, lo típico a esa edad. En vez de eso, me tenía que sentar incómodo en el diván de mi psicólogo particular, para contarle cada ínfimo detalle de mis últimas cuarenta y ocho horas, o más bien fingir mi ansiada normalidad a través de los detalles observados en mis compañeros. Cuando lo que realmente me apetecía decirle, era que no podía pensar en nada más que sus estúpidas sesiones, sus jodidas terapias y sus insoportables ejercicios. Odiaba cada segundo que pasaba allí, cada rutinaria pregunta, cada uno se sus inútiles esfuerzos por convencerme del sencillo origen de mi desgracia y mis preocupaciones.

¡No! Soñar contigo no era sinónimo de apertura. No. Sufrir ataques de ansiedad en mitad de una clase no era ninguna muestra de avance. No. Verme cada vez más aislado, más alejado de mis amigos, no podía ser el resultado de mi inevitable salto de madurez. No.

La única razón de mis interminables minutos frente a la fría ventana de mi dormitorio, mis innumerables juegos imaginarios para distraer mi caótico cerebro, mis cambios desorbitados de ánimo y mi incipiente estrés infantil, no eran más que el resultado de aquel perverso descubrimiento. Un anuncio directo y conciso. Sencillo en su forma, pero increíblemente complejo en su fondo.
Siempre se habla de traumas como aquellos recuerdos que se anclan firmemente en nuestro cerebro, invadiendo cada milímetro de nuestro ser. Una imagen que representa miles, millones de sensaciones incontrolables, dispuestas a distorsionar nuestra realidad cada vez que le place. Un momento, una vida.

Mi caso resultó ser algo diferente, no surgió como un hecho puntual destinado a contagiar el resto de mi existencia, sino que el hecho en sí no significaba sino el anuncio de lo que estaba por llegar, un sórdido anticipo de un desastre mucho mayor. Las lapidarias palabras que sentencian toda una historia, la mía. Quince años son pocos, sí, pero los considero despreciables frente a una noticia de tal magnitud. No deseo a nadie que tenga que pasar por esto, y mucho menos a tan temprana edad. Evidentemente, sólo el tiempo te enseña a valorar que los hay que ni siquiera llegan a poder asimilarlo, a entender la otra cara de la moneda, a apreciar lo afortunado de su descubrimiento, a disfrutar de lo vivido de cara a lo que queda por vivir. Suena obvio, pero no es hasta que se experimenta algo así, que no aprendemos a dar gracias. Gracias por estar aquí. Gracias por tener a esos pesados chiquillos en los que se convirtieron tus amigos, gracias por poder aborrecer cada instante en familia, gracias por esas noches de tremenda soledad, en las cuales gozar de la mejor de las compañías posibles, la tuya. No sólo es momento de valorar lo realmente importante frente a las banalidades que nos rodean día a día. Esos sinsentidos que se empeñan en copar cada neurona de nuestra alocada cabecita. No. Se trata de mirar al futuro con la frente bien alta, con la humildad de quien reconoce sus errores pasados y el orgullo de quien se esfuerza por exprimir cada resquicio de presente.

No es que ahora me equivoque menos, no es que ahora haya encontrado por fin la felicidad absoluta, es simplemente que he aprendido a buscarla, incluso en los errores.

No calificaría de error precisamente aquella fiebre alta que me llevó directamente a la cama en aquella mañana de lunes. Es de esos momentos que parece que pudieras vivir infinitas veces, con todo lujo de detalles, como si nunca fuese tan real como la siguiente.

Estaba en clase de educación física, cuando Sandra se acercó preocupada a mí. Sus delicados ojos verdes se postraban ante mí con un ligero velo de lágrimas que convertía su belleza en un fulgor resplandeciente de ilusión. Su cariacontecida expresión me impactó más que el hecho de verme allí sobre el patio de mi colegio, sin fuerzas, derrotado, carente de toda intención por continuar el presente partido de fútbol en que resultaba hasta el momento perdedor. Hubiese rezado durante días por poder captar la atención de Sandra como lo hice. Sin embargo, ni su perfecta sonrisa ni sus divertidos rizos al viento, parecían retirarme del abismo en el que mi mañana parecía sumirse. Todo a mi alrededor se tornaba en desagradables muestras de un penoso día. El banco que tanto ansiaba parecía alejarse con paso firme y decidido, el calor sofocante que evidenciaba mi sudada camiseta se tornaba en un profundo frío que recorría irreverente los rincones más recónditos de mi adolescente cuerpo, incluso las sonrosadas mejillas de mi amada Sandra se iban desprendiendo de su inexplicable encanto. Pocos segundos después, la realidad que hasta ahora había considerado como única y coherente, parecía desvanecerse ante los retales histriónicos de una odisea mental que no lograda analizar. Los colores se entremezclaban con sueños extraños y espeluznantes, protagonistas de un entorno tan inestable como dinámico. Lo siguiente que recuerdo es un mareo como nunca había tenido y lo que, según me contaron, dio lugar a mi primer gran desmayo.

Cuando abrí los ojos, mi vida había cambiado por completo. No sabía dónde estaba, cómo había llegado hasta allí, ni por qué todos vestían esas inmaculadas batas de hospital, pero de lo que estaba completamente seguro es de que estaba ante un verdadero punto de inflexión en mi vida. No podría explicarlo, sólo es algo que sientes. No importa la pseudo-normalidad que todos se empeñan en transmitirte, las sonrisas forzadas que invaden tu habitación, las múltiples e hipócritas visitas repletas de pena y simpatía a partes iguales. Las caras eran las mismas de siempre, pero cubiertas por una nueva y desconocida fachada. En el fondo, todo me recordaba peligrosamente a aquellos momentos de distorsión y caos que precedieron a mi desvanecimiento repentino. Una realidad diferente, rara, convulsa, pero tremendamente familiar.

Tras varias semanas hospitalizado, convertido en un simple ratoncillo de laboratorio ante el desconcierto de mis médicos, las exigencias económicas del centro y la creciente demanda de espacio, acabaron conmigo en lo que en otros tiempos consideraba mi hogar. Las mismas sábanas, los mismos juguetes, cada muesca en el marco de mi puerta, los mismos muelles rotos, ese olor tan peculiar a, simplemente, casa. Un sin fin de recuerdos que sólo hacían acrecentar aún más mi desconexión. Todo me parecía lejano, desprovisto de todo cariño, todo calor. Por el contrario, ese recalcitrante conjunto de imágenes no representaba alegría ni tranquilidad alguna, no había seguridad en ellas. Mi existencia deambulaba entre las repetitivas calles del mayor de los laberintos. Sin rumbo, sin objetivos, sin el menor interés.

Mentiría si dijera que las semanas siguientes fueron asentando toda esta inestabilidad. Ni el tiempo ni los esfuerzos realizados por mi entorno, lograban reordenar las piezas de este desastroso puzzle en que parecía haberse convertido mi cabeza. La tremenda preocupación de mi madre no podía ser disimulada con una simple mueca de su boca, la ausencia de humor en mi padre evidenciaba mucho más que un fingido cansancio repentino y el desconcierto reflejado en los sorprendidos ojos de mi pequeño hermano no pasaban desapercibidos para nadie, y menos para mí. Pero, desgraciadamente, estas preocupantes señales se diluían en mis agotados pensamientos como simples e ínfimas partes de un todo inabarcable, inmenso.

Las semanas se sucedían obedientes e introvertidas, cual temida línea de procesionarias en su decidido camino entre pino y pino. Una serie indeterminada de días, horas, minutos, segundos, meses. En definitiva, muestras de una pesada carga teñida de rutinaria normalidad.

Interminables jornadas caseras, rodeado de una extraña nebulosa a la que todos se referían como mi nueva realidad y que, por el contrario, sólo parecía hacer honor a su nombre en aquellas desagradables visitas al diván. Por su parte, el mundo se mostraba ante mí convencido de que la mejor manera de afrontar este revés era obviarlo, en lo que supongo se derramaba a espuertas la inmensa fe depositada en el profesional habilitado y recomendado para tal fin. Conversaciones donde el sonido no hacía sino luchar por enmascarar las dolorosas palabras que vociferaban sus silencios.

No fue hasta aquel ansiado veinte de abril que la tortilla no completó su lenta y trabajada rotación. Un vuelco radical en lo que peligrosamente comenzaba a considerar mi vida. Un nuevo punto de inflexión, un nuevo fin en mi vida capaz de generar mi verdadero principio. Otra de esas experiencias inolvidables que, sin duda, decorarían divertidas el mural de fotos de mi existencia.