martes, 20 de octubre de 2020

Momentos

 ¿Cómo podemos mantenernos al margen de nuestro entorno cuando la realidad externa nos condiciona a cada paso?

¿Cómo podemos aislar a nuestro entorno inmediato de nuestros propios sentimientos para evitar que ese entorno se vea irremediablemente modificado o, cuanto menos, condicionado por nuestra actitud, reacciones o estado de ánimo?

Es difícil huir del egoísmo implícito en gestionar nuestros momentos sin pensar el modo en que estos afectan a los de los demás. E igualmente, somos partícipes indiscutibles e inevitables del proceso contrario o recíproco. Cuando son los demás quienes se encuentran en pleno proceso de autogestión y la situación ya ha comenzado a afectarnos, la única vía de escape sería la ausencia total de empatía o el distanciamiento físico. Sin embargo, estas dos soluciones no siempre son factibles, por motivos bien distintos.

En primer lugar, la empatía me temo que es algo que no se elige sino que se matiza. Es decir, uno no puede decidir ser empático si no lo lleva dentro. Del mismo modo en que aquellos que lo llevan en su ADN, se esfuerzan por minimizar los efectos de esta peligrosa virtud en cuanto detectan que el riesgo supera las líneas rojas, esos límites considerados como aceptables. En este sentido, lograr la ausencia total de empatía es algo que puede llegar a resultar inviable para este selecto grupo de personas que no saben vivir de otra forma. Personas que deambulan entre los distintos debates morales que les generan sus propias vivencias, así como las de los demás.

En segundo lugar, cabe destacar que si bien es complejo alejarse sentimentalmente de quienes nos rodean, más aún puede resultar la creación de espacio físico entre una determinada persona y nosotros. No sólo porque en ocasiones las circunstancias nos obligan a interactuar con quienquiera que sea en mayor medida de la deseada, sino porque es más que común que la persona a la que deseamos evitar es precisamente la que con más eficacia nos atrae. Un bucle extenuante del que no siempre logramos salir. Por más que nosotros o nuestros allegados nos alienten a hacerlo. No hay que olvidar que quienes más nos hieren son quienes más nos importan. Dicho de una forma menos tremendista, o incluso optimista, diría que los sentimientos se retroalimentan para bien o para mal hasta que alcanzan un punto de no retorno desde el cual la única intriga es hacia qué lado de la balanza se inclinarán esas emociones hoy.

En definitiva, más allá de la evidente verborrea, podríamos concluir que las personas somos como barcos de papel que nos desplazamos con mayor o menor ahínco, no sólo en función del rumbo inicial adquirido o las cualidades implícitas en nuestra propia identidad, sino entregados al devenir de los agentes externos y las condiciones de la superficie por la cual nos desplazamos. Un conjunto de variables ajenas que interactúan por igual con nuestra embarcación y la de nuestros vecinos, aunque en distinta medida según las características concretas de cada estructura.

Por todo ello, animo a que cuando detectemos que aquella graciosa “barquita” que nos acompañaba anteriormente en esta bella regata que es la vida, de repente parezca cambiar drásticamente su rumbo sin motivo aparente, nos centremos primero en entender qué aspectos concretos de la realidad universal que nos rodea le han podido afectar más y por qué. Quizás así logremos evitar infinidad de silencios incómodos y discusiones tan infructuosas como innecesarias. No estamos solos en esta emocionante carrera hacia la felicidad, así que mejor será aceptarlo, y dejar de comportarnos como si realmente lo estuviéramos.

No cabe duda que este consejo dista enormemente de la sencillez, en tanto en cuanto, se ha obviado deliberadamente uno de los actores protagonistas de toda escena: el orgullo. Ese torrente interior de emociones sin control que surgen como mecanismo interior de autodefensa, el cual nos obliga a luchar por aquello que nos convierte en lo que somos. En ocasiones se manifiesta a través del despotismo, la timidez, la rabia o el individualismo. Diversas caras de una misma moneda. Uno de los aspectos más inherentes a nuestro ser que, sin duda, supone uno de los aspectos más arriesgados de toda existencia. Cuanto mayor sea nuestra sumisión ante estos arrebatos, mayor será nuestra soledad. No sólo en términos físicos, sino morales.

Todos hemos sucumbido ante lo estúpido de semejantes comportamientos, sin por ello renunciar en lo más mínimo a sus servicios. En parte porque este sistema recurre siempre al camino más fácil, aquel que nos resulta más natural, para acabar con los conflictos y debates de los cuales no sabemos salir. En parte porque hemos nacido con un código de conducta básico que nos marca el camino cuando la razón o el sentido común pierden sus argumentos o el control de la situación. Es ahí cuando, de forma instintiva, reacciona el orgullo para reconducirnos a la senda preestablecida. Y romper este código tan personal como inalienable, es sin duda uno de los retos más salvajes y ambiciosos a los que podamos siquiera enfrentarnos. No hay nada más complejo que contradecirnos a nosotros mismos y poner en crisis nuestros pensamientos más arraigados, especialmente cuando el agotamiento o la frustración merman considerablemente nuestras habilidades. Nada tan desolador como frenar la arrolladora explosión de emociones que desata la entrada en acción del orgullo. Nada más humillante que renunciar a nuestra hombría (entendida como muestra representativa de lo que caracteriza al hombre o ser humano por encima de otros seres vivos) para hacer lo que reconoces como correcto, pese a las múltiples alarmas que te invitan a desechar semejante idea.

No obstante, nadie dijo que esto fuera fácil. Cada cual que decida si prefiere ser feliz en sus contradicciones o contradecir felizmente sus más arriesgadas inquietudes.

Buen viaje!