miércoles, 26 de junio de 2013

El libro_p05


Capítulo 5

20 de Abril del 90.
Hola, chata, ¿cómo estás? 

¿Te sorprende que te escriba? 

Tanto tiempo es normal. 

Pues es que estaba aquí solo, 

me había puesto a recordar, 

me entró la melancolía 

y te tenía que hablar. (...)

Cantaban los Celtas Cortos en una de sus canciones más famosas. No podría decir que fuese una coincidencia, pero desde luego sí que se convirtió en uno de esos recuerdos que marcan una época de tu vida. Cada vez que sonaba tan curiosa melodía, no podía evitar el cúmulo de similitudes que asaltaban mi desordenada cabeza. Esa mezcla agridulce de melancolía y buenos deseos. Una carta dedicada a aquella bonita compañera que, con el paso del tiempo, había decidido abandonar su vida, sin dejar el más mínimo rastro. Un recuerdo amable destinado a cambiar un presente insuficiente y tornarlo en un futuro mejor. Un hito en el camino, una piedra angulosa capaz de frenarte para siempre o desviar tu sino hacia el destino que nunca soñaste, pero que siempre supiste anhelar.

Desde luego, este tipo de acontecimientos, suponen un riesgo excesivo en cualquier experiencia vital. Son situaciones tan intensas y emotivas que resultan difíciles de asimilar, y por tanto nos trasladan peligrosamente al mismísimo filo de la navaja, nos envían directamente a ese precipicio infinito en el cual, una delgada y tambaleante cuerda es nuestra única esperanza de mantenernos vivos. Tan sólo la paciencia, el equilibrio personal y el apoyo de nuestro entorno pueden acercarnos al milagro que nos aleje del desastre. Son momentos delicados en los cuales la más mínima racha de viento o contratiempo nos depararía una caída atroz.

Pues bien, quince años de aparente felicidad y una familia unida fueron mis únicos recursos defensivos ante la noticia que agitó todos los cimientos de mi recién iniciada existencia. Meses de pruebas médicas, analíticas varias, suposiciones, teorías tan diversas como erróneas, así como un compendio inabarcable de consejos de catálogo, sin fundamentos, se vieron derogados ante la fatídica decisión de mi equipo de diagnóstico.

Tras descartar desesperados todo tipo de enfermedades raras y desconocidas para mí, que incluso llegó a incluir entre risas una que llevara mi nombre, qué paradoja; por fin, la visita al hospital nos aportó algo más que dudas. La conclusión a la que pudieron llegar fue bastante sencilla y descorazonadora. Mis síntomas respondían inevitablemente a mi enfermedad. Sí, tal cual. Infinidad de similitudes pero ninguna coincidencia. Estaba ante una de las mayores incógnitas a las que jamás me había podido enfrentar. Sólo que en este caso, me resultaría bastante más complicado eso de despejarla.

Mis médicos no daban crédito a mi particular afección. Emplear palabras como frustración, dudas, cansancio, desazón, incluso la ausencia en todos los sentidos de crédito, sería poco para describir el ambiente reinante aquel día en mi habitación.

Nunca pensé que un homenaje pudiera tornarse en algo tan extraño como macabro. Mi nombre, mi historia, mis idas y venidas, todo yo... se veía de un día para otro asociado a aspectos tan negativos como dolorosos. Resulta muy difícil estar preparado para algo así, un duro golpe capaz de hundir al más fuerte, despojarte de toda esperanza y sumirte en el más cruel de los silencios. Un vasto vacío infinito en el cual parece no existir apoyo o descanso alguno, más que pura y desoladora soledad. Aislamiento, sin más.

Fueron muchos los días que permanecí en ese estado casi catatónico, intentando en vano escuchar las forzadas palabras de ánimo que se oían a mi alrededor, como un lejano susurro, débil, titubeante y triste.

Sin embargo, y de repente, la vida irrumpió en mí con tal fuerza que la oscuridad y el desierto emocional en el que me encontraba, se vieron inundados de una profunda y deslumbrante luz. La luz de la ilusión y el optimismo. En ese momento entendí que mi desgracia, escondía tras de sí mi principal esperanza. Si me enfrentaba a una enfermedad tan desconocida como imprevisible, contaba con una gran baza a mi favor, ¡todo es posible! Tanto lo peor como lo mejor. Y desde luego, mi vida no estaba ahora preparada para más desgracias, así que era el momento de creer en ese equilibrio que muchos defienden, para confiar en que de un modo u otro, me tocaba empezar a subir.

Una inmensa oportunidad para redescubrir el mundo, volver a empezar. Al fin y al cabo, ¿no es eso la vida? Un continuo aprendizaje en el cual comprender aquello que te rodea hasta entender aquello que te compone. Pues sí. Eso es. Nada había cambiado realmente, eran los demás quienes no podían asimilar lo que yo encerraba, pero nadie me había dicho nunca que mi existencia dependiera de ello, esa era una labor que me correspondía íntegramente a mí. Esa, afortunadamente, era mi responsabilidad, y era entonces cuando comenzaba a ejercerla.

Desde ese día, no habría más llantos melancólicos ni tristezas asociadas a lo que pudo ser y no fue. Cada sonrisa, cada lágrima, cada ojera y cada carcajada servirían, para siempre, a lo que estaba por venir. A aquello que me había sido permitido disfrutar. En definitiva, a vivir.

Lo primero que hice fue devolver a mi familia una de tantas muestras de cariño leal y desinteresado con que me habían agasajado durante todos estos meses. Me levanté de la cama de un salto, repleto de ganas y alegría, me adentré en el dormitorio de mis padres y de un certero brinco me planté entre sus brazos. Sólo mi emoción y una interminable sonrisa pudieron acallar el amago de infarto con que se despertaron mis atónitos progenitores. Se habían acostado con la amargura y zozobra como únicas compañeras de alcoba, para despertar al día siguiente rodeados de toneladas de ilusión y júbilo. Todo ello, sin olvidar lo que supone en su estado original que sean los ininteligibles gritos de su hijo quienes interrumpieran su obligado y esquivo idilio con Morfeo.

Escasos segundos de angustia dieron lugar a un festín de abrazos y lágrimas que no pudieron sino despertar al “empanado” de mi hermano, quien aún con los ojos pegados por sus inmensas legañas, se contagió de tal entusiasmo y felicidad emulando mi anterior acrobacia con igual puntería.

Desde aquel día, la congoja y la pena, darían paso a la mera incertidumbre, en el más amplio y optimista sentido de la palabra. En mi caso, mi principal motor, en el suyo, su mayor preocupación. Pero desde luego, sin duda, la mejor de las noticias.

Poco a poco, fui reencontrando mi bienestar previo a aquel fatídico desvanecimiento en el patio del colegio. Llevaba meses apartado del mundo que un día creí como mío. Por tanto, una de mis primeras tareas consistía en recuperar el tiempo perdido y ponerme al día con mis deberes. Nunca pensé que pudiera disfrutar tanto de esos ejercicios. Cada ecuación, cada fórmula, cada relato y cada vocablo extranjero suponían un nuevo peldaño en mi peculiar pero necesaria ascensión. No sin las correspondientes quejas de mi hermano, quien ajeno a todo lo que fluía por mi interior, se enfadaba ante el interés con que me enfrentaba a todo lo que él parecía odiar.

En paralelo a mi búsqueda del conocimiento infantil que se me presumía, la edad y el tiempo libre hicieron que me aficionara de nuevo a la lectura, eso sí, con las dificultades que eso suponía. La alimentación también jugaba un papel fundamental. Habían sido meses muy complicados en una etapa de crecimiento fundamental. Mi exagerada delgadez evidenciaba aún, aquellos problemas de los cuales mi mente ya había logrado desprenderse. Fue un verdadero placer recuperar el apetito voraz con que deleitaba a todos meses atrás. Sentir ese baile de sabores que amenizaba cada degustación. Consciente de cada centímetro de mi lengua, cada matiz aderezado por su correspondiente aroma. Un festival de sensaciones que nunca debí olvidar.

El proceso de regeneración mental dio lugar, poco a poco, a una recuperación ejemplar. Los días traían consigo fuerzas renovadas. La báscula confirmaba con exactitud lo que mi sonrisa ya anunciaba previamente. Las facciones de mi cara reivindicaban su hegemonía original. Mis ojos volvían a ser el fondo de una cavidad repleta de ilusión y alegría, que difícilmente compartía su lamentable pérdida de eficacia.

Afortunadamente, esa pérdida parcial de visión no me impedía observar con esperanza los grandes avances alcanzados en mi proceso de puesta a punto. El lado positivo de este tipo de evoluciones radica en la consciencia de un pasado fatal ante un presente más que prometedor. El dilema del vaso de agua, resulta más sencillo cuando el proceso es de llenado y a mitad de camino nos planteamos el estado del mismo.

Aún quedaba mucho recorrido por andar, pero la distancia alcanzada suponía un verdadero abismo para mis vigorosas facultades.

Este era mi momento y la impaciencia se apoderaba de mi con la vehemencia de un adolescente encerrado. Cada mañana, atormentaba sonriente a mi santa madre, ansioso por adentrarme nuevamente en la jungla urbana en la que me crié y en la que me recordaba con gran maestría. ¿Por qué no iba a poder valerme por mi mismo ahora? Mi inmadurez, más peligrosa que mi ceguera, me impedía ver peligro alguno tras el desafiante umbral de mi puerta. La rutina adquirida en los desplazamientos domésticos de mi controlada vivienda, acrecentaban aún más mi pletórica valentía, ajeno quizá al complejo mundo al cual pretendía enfrentarme.

  • Mamá, ¿cuánto queda?
  • No empecemos, ¡eh!
  • Vale. No te preocupes. No empiezo. Sólo era por saber si quedaba mucho. Nada más.
  • La madre que te parió, que soy yo. ¡Mira que eres pesado! - me decía mientras me dedicaba una de sus tiernas y cuidadosas sonrisas.
  • Bueno, tampoco es para ponerse así. Son ya casi las diez de la mañana y sólo te lo he preguntado un par de veces. - mi pícara mirada se cruzaba con su sorprendida expresión de paciencia infinita – Está bien, quizá más que un par, puedan ser varias docenas. Pero es que llevo ya más de dos horas en pleno ajetreo. Es normal que se me olvide algún que otro dato. Jajaja.
  • Jajaja. ¡Qué rollo tienes! Déjate de pamplinas, suelta el jamón de la nevera y ponte a estudiar, que es lo que tienes que hacer.
  • De verdad mamá, no sabes apreciar el placer de mi compañía.
  • Como no te sientes de una vez, vas a ser tu quien no disfrute más de mi presencia.
  • ¡Ofú! Pues nada, me voy. Solitario y abandonado me dirijo a mi tarea.
  • ¡Qué víctima eres! ¿A quién habrás salido? Porque está claro que a mi, que llevo todo el día sudando la gota gorda para levantar a esta familia, no. jajaja. - se reía mientras con un delicado guiño me invitaba cariñosamente a seguir con los deberes.

Y así, entre discusiones y carcajadas, nos hacíamos compañía mutuamente para llevar lo mejor posible un encierro tan agobiante como divertido. Un conjunto de paredes indisolubles que se erigía ante nosotros como la gran fortaleza que nos defendía de un entorno hostil y un miedo interno que se deslizaba sigiloso entre bambalinas.