lunes, 17 de febrero de 2014

El libro_p12


Capítulo 12

Aún incrédulo por mi indudable fortuna, cada minuto de mi nueva vida era un instante más en mi deambular soñado, un nuevo paseo entre los pastos de la felicidad. No sé si sería mi edad, las ganas con que había afrontado este grandísimo reto o el morbo de pensar que quizás todo esto no era más que el resultado de mis ensoñaciones más creativas. Sea como fuere, una cosa tenía clara; deseaba con toda mi alma que no terminara jamás.

Los días transcurrían como de costumbre, con la única diferencia, de que en esta ocasión cada día suponía un nuevo descubrimiento, un nuevo acercamiento hacia mi otro yo. Sin embargo, parecía inevitable frenar el ritmo endiablado con que iba acelerándose mi vida. Conforme más a gusto estaba, más rápido parecía transcurrir todo. Los días ya habían dado lugar a semanas como unidad mínima de medida. Los meses se escapaban entre mis dedos. Con ellos comenzaban a surgir los primeros atisbos de duda, malentendidos, pseudo discusiones y desilusiones. Como no podía ser de otra manera, aquella a quien consideraba una verdadera diosa, se mostraba ante mí de lo más terrenal, rellenando con grandes dosis de realidad los vacíos anteriormente completados por mi imaginación. Evidentemente, pese a que en la mayoría de los casos la realidad superaba con creces a la ficción, entre otras cosas porque venia acompañada de un halo fundamental de naturalidad y mucha personalidad, en ocasiones descubríamos realidades no tan idílicas, incluso mediocres.

Recuerdo aquella época como un remolino bastante turbio y caótico, en el cual se mezclaba el agua cristalina que seguía llegando a raudales, con una silenciosa pero extrovertida presencia de imperfecciones suspendidas en el agua, cada vez en mayor proporción. Desgraciadamente, el ser humano nunca deja de ser humano y es por ello, que con el paso del tiempo puede verse sorprendido por la bruma hasta nublar la vista por completo, renunciando a todo aquello por lo que tanto luchamos para añorar un pasado que jamás quisimos.

No es algo que haya oído por ahí sino que es el resultado de lo vivido en aquel lamentable verano.

Los días se hacían cada vez más largos y con ellos parecía extenderse mi agonía. Las sonrisas, abrazos y miradas repletas de significado habían dado lugar a un silencio más que palpable, esquivas y vacías miradas, contactos físicos despreciables y una ausencia casi total de dientes en nuestras expresiones. Por momentos, llegué a creer que eso era lo que me esperaba con aquella mujer que osaba interrumpir mi gloriosa soledad con sus insoportables manías y su inexplicable obsesión por mí.

Ahogado, cohibido, presa de una claustrofóbica rutina, miraba hacia atrás con cierta desidia, y cuando rara vez miraba hacia adelante, no era más que otra mujer lo que se intuía tras la espesa neblina que protagonizaba mi día a día.

Lo peor, no era la sensación de apatía y hastío que emanaba cada poro de mi piel sino el hedor a aburrimiento y desgana que me transmitía mi nueva, aunque de sobra conocida, compañera de piso.

En esos momentos, muchos son los amigos y conocidos que se ofrecen altruistas a arreglar tu desarmada existencia, dispuestos a solucionar tus problemas desde la perspectiva de una experiencia tan lamentable o más que la tuya. Ajenos a su cotidiana amargura se vuelcan en tu desastre desesperados por encontrar en tu tristeza un nuevo sentido a su olvidado caminar. Incluso la familia, aquellos más allegados a ambos, empiezan a contagiarse de la pesadumbre global para centrarse en la evidente decadencia de nuestra relación. Frases como: - ¡Nadie merece tus lágrimas! ¡No os merecéis haceros tanto daño! ¡No puedes seguir así! ¿Se puede saber qué estás haciendo?- Y muchas otras que no sólo estoy seguro que todos hemos oído en alguna ocasión, sino que además la mayoría de nosotros habremos incluso empleado.

Esta pesada carga se acumula en la cabeza hasta vencer la resistencia de nuestro cuello para invadir, sin la mayor oposición, el resto de nuestro cuerpo hasta lograr, sorprendentemente, que lo que en su día fueron destellos de maravillosa alegría, hoy se conviertan en artefactos de lo más explosivos y dolorosos.

Afortunadamente, la vida no es tan cruel como llegué a pensar y supo ponerme, por enésima vez, en mi lugar. Dicen que tocar fondo es la mejor forma de coger nuevamente impulso. Ya sea esta teoría tan popular, o el cansancio extremo que sentía, pero recuerdo perfectamente como un día se presentó ante mi una realidad diferente, no menos oscura, pero sí quizás más fresca. Adormilado y presa de mi incesante agotamiento psicológico, me dirigí hacia el baño para iniciar mi indestructible protocolo de higiene y puesta a punto mañanero, cuando en mitad de la impenetrable oscuridad de mi dormitorio, un espectro se dirigió decidido hacia mí. Absorto por el pánico, sólo podía observar inmóvil como mi imagen especular calcaba mi tan lograda estupefacción. Incapaz de reconocer frente a mi rostro alguno, distinguía con total perfección las facciones del pánico. Durante unos segundos privados de oxígeno, en un intento inútil por expulsar el grito ahogado que se alojaba impaciente en mi estómago, una extraña visión se postró ante mi con total claridad. Lejos de poder respirar, hablar o activar el menor de mis músculos, mi cerebro trabajaba con inusual virulencia. Las imágenes se atropellaban confusas pero repletas de significado, un significado aún desconocido para el resto de mi ser.

Descompuesto, rendido a mi devenir y carente de toda esperanza, los primeros rayos de sol se adentraron caprichosos a través del minúsculo hueco generado entre la ventana y la cortina que la vestía. Esa tenue luminosidad vino a alumbrar cual explosión de luz cada centímetro de su piel, cada imperfección de su rostro, hasta presentar ante mí un recuerdo que debería conocer casi tanto como a mí mismo.

Forzado por mi insuficiencia respiratoria e impactado por esa nueva realidad presentada ante mí, no pude sino suspirar. Acto seguido, impaciente por inhalar todo el oxígeno que pudiera existir en la habitación alcé con entusiasmo la mirada para encontrar el fiel reflejo de mi sentir. Otro instante paralizador dio lugar a la primera sonrisa sincera en meses. La primera carcajada que me permitía compartir con mi supuesta enemiga. Una tregua improvisada, un paréntesis que me hizo pensar en aquel inolvidable nueve de noviembre del año ochenta y nueve en plena capital alemana. Un muro creado por nadie más que nosotros mostraba por fin su primera fisura, su primer esbozo de debilidad. Sin pensar, fruto de la ridiculez del momento y ante el cansancio reinante, nos fundimos en un abrazo infinito. No sabría precisar la duración real de aquel regalo vital, pero os puedo asegurar que tuve la oportunidad de analizar con detalle cada una de las imágenes que habían invadido mi cabeza unos instantes atrás. Besos, abrazos, caricias, miradas, pensamientos y sensaciones me atraían con una fuerza sin igual hacia mi oponente. Mientras más imágenes reconocía menor parecía resultar el espacio comprendido entre ambos. Como suele decirse que en el vacío no puede existir el ruido, el silencio continuaba como principal protagonista de la escena. Sin embargo, la orquesta que años atrás poblaba mi mente había recuperado a todos sus integrantes para acallar todas mis dudas con un ruido tan ensordecedor como agradable. La embriagadora melodía de la felicidad retumbaba en mis adentros mientras nuestros metrónomos encontraban su compás, como el DJ que cuadra sus dos vinilos por separado con el fin de liberar su mesa y deleitar a sus oyentes con la perfecta armonía del conjunto.

Y así fue. Nuestros latidos encontraron su ritmo común a la par que nuestros labios desafiaban las barreras creadas desde la distancia para irrumpir atrevidos en aquel lejano territorio de nuestros recuerdos. Trasladado a aquel impulso adolescente a las puertas de mi clase de instituto, recobré el sentido de todo lo que había logrado construir hasta entonces.

  • ¡Eres tú! - Resoplaba afligido. - ¡Gracias! ¿Se puede saber dónde diablos habías estado durante tanto tiempo? - Pregunté rabioso a mi sentido común, a esa coherencia de la que tanto presumía y que tan abandonado me había tenido.

Aquel beso-paradigma de la ilusión, se prolongó durante horas, acompañado por el fervor de dos amantes que se reencuentran tras meses distanciados por el miedo, la prepotencia y el orgullo. Nuestras separadas camas volvieron a rechinar al unísono, testigos de excepción de una pasión renovada y repleta de una furia cariñosa. Una lucha pacifica en la cual nos sabíamos vencedores de antemano. Una guerra donde los rehenes no sólo estaban permitidos sino que eran una de las premisas del recién acordado pacto final.

Sus dedos volvían a rezumar su indescriptible afrodisíaco, mi piel desatascaba sus sensores de placer para permitir la entrada de todo ese deseo enconado, esa insaciable necesidad de reciprocidad.

  • Cariño, ¡lo siento! Siento haber sido tan gilipollas de no ver lo afortunado que soy siquiera de tener la peor versión de ti. Esa marchita alegría con que iluminaste mi oscuridad y me enseñaste a ver más allá de mis limitaciones. Esa olvidada juventud que encendía cada rescoldo de optimismo y felicidad. Esa realidad que creí abandonada a su suerte y que es ahora cuando descubro que sigue ahí, intacta, atemporal, magnífica. Lo siento. Jamás podré recompensar el daño que te he podido hacer, jamás podré recuperar el tiempo perdido, pero si sirve de algo te diré, que todo lo ocurrido me ha servido para derrumbar todo resto de protección frente a ti, ya que, como sabrás, lo bueno de reavivar el pasado es reencontrarse con los cimientos de nuestra vida juntos, esos malditos miedos por perderte que no hacían sino alejarme precisamente de ti y mis complejos de inferioridad ante tu inestimable grandeza. Lo siento, cariño. - repetía entre lágrimas mientras concentraba mis esfuerzos en transmitirle sin palabras todo aquello que emanaba por fin desde mi sincera esencia.
  • Más lo siento yo, que no sólo te acompañé en tal lamentable baile, sino que dediqué mis escasas fuerzas a alimentar los obstáculos que me alejaban de ti. No tienes por qué disculparte, he sido yo quien ha olvidado que todo lo que soy te lo debo a ti, que eres tú quien me enseñó a ser feliz, a creer en alguien, a confiar en otra persona, a querer sin excepciones. Cariño, ¡gracias! ¡Gracias por ser como eres! Y por, incluso en los malos momentos, entender mis errores y mis defectos hasta hacerlos casi imperceptibles para mí. Gracias por enseñarme la senda hacia tu felicidad y permitirme que la hiciera mía.- intentaba decirme entre sollozos e interrupciones apasionadas.
  • ¡Gracias a ti! Te quiero.
  • Yo más.

En definitiva, podría decir que aquel fatídico periodo de nuestra vida, mi vida, supuso un gran aprendizaje y la confirmación de que es absurdo pensar en la vida como algo lineal, sino que se trata de un proceso cíclico en el cual, nosotros orbitamos alrededor de un gran astro atractor que es la vida como tal. Dicho de otro modo, afianzaba mi creencia de que nuestra existencia no es más que el transitar cíclico alrededor de nuestro sol, observando un mismo elemento desde diferentes puntos de vista y, con ello, las múltiples caras de que consta. Al igual que ocurre en nuestro sistema solar, orbitamos dentro de una vorágine indiscutible en la cual nuestros giros provocan que los enfoques y estados concretos tiendan a infinito, complejizando nuestro día a día hasta alcanzar cotas insospechadas.

Sin embargo, no debemos caer en el error de retomar una teoría egocéntrica de la vida, creyéndonos en el centro del universo y pensando en la vida como algo que nos rodea y que nos condiciona. Más bien, me gusta entender mi devenir como un camino interesante durante el cual marcar el ritmo y recorrer las diferentes etapas de que consta el trayecto disfrutando a cada momento de los múltiples paisajes que se ofrecen ante mí, consciente de que estos se repiten tanto en nuestro caminar como en el de nuestros iguales.

lunes, 3 de febrero de 2014

El libro _p11


Capítulo 11

Pocas cosas en mi vida podrían ser descritas con tanto lujo de detalles como aquella sonrisa perfecta. Un cúmulo de matices e imperfecciones capaz de conformar el mayor paradigma posible de la belleza, la perfección.

Tópicos aparte, cada instante con ella suponía un aluvión de emociones que invadían mis pensamientos hasta apoderarse de todo resquicio de duda o negatividad. Sé que en ocasiones se alude a la utopía, la ingenuidad fruto del amor o la ilusión del principio, pero me enorgullece poder decir que más allá de lo que pasase mañana, por destructivo que pudiera resultar, jamás podría desprenderme de esto. En tan sólo unos meses mi vida había pasado de convertirse en un reto diario por sobrevivir y alcanzar mi tan ansiada mediocridad, a una felicidad extrema ante la cual la única lucha posible es la de mantener los pies en la tierra y evitar desprenderme de una mediocridad casi olvidada.

Pensé que el tiempo se apoderaría de nuestra relación, que la ilusión inicial se desvanecería, incluso llegué a temer que haber logrado mi objetivo pudiera condicionar mi pasión. Meses más tarde, seguía emocionándome al recordar nuestro primer beso, los vellos aún se erizaban al visionar lo ocurrido. Y lo que es más importante, el pasado, lejos de ser un retal melancólico que me alejara de mi presente, se erguía en los cimientos de una realidad cada vez más prometedora.

Todos mis días contaban con un primer beso, una primera caricia, un primer abrazo y una primera sonrisa. De hecho, raro era el día que no contaba con múltiples primeros besos.

Sin embargo, la felicidad sentimental acabó atrayendo una inevitable bajada de mi rendimiento académico, fruto de la compartimentación de mi cerebro, donde mi relación ocupaba una superficie exponencialmente mayor. Afortunadamente, una de las máximas de la vida se cumplió sin excepciones y el hecho de estar contento y a gusto conmigo mismo vino a suplir dichas carencias, logrando una eficacia sin igual, optimizando el tiempo empleado para mis tareas al máximo con el fin de dedicar el mayor tiempo posible a ella, mi musa, mi otro yo.

En casa, desgraciadamente, no siempre entendieron las cosas como yo. A pesar de que mis esfuerzos por mantener mis resultados daban poco a poco sus frutos, mis padres mostraban una preocupación notoria sobre mi, en palabras de mi madre, obsesión por esa chica.

Quiero pensar, que aparte de luchar por el bienestar presente y futuro de su hijo, en el fondo no podían dejar de verme como ese chico desprotegido y condicionado, incapaz de realizar una vida normal e independiente. Por mi parte, la lectura era completamente opuesta. Encontrar a una persona tan increíble y enamorada de mi, suponía el broche de oro a mi integración social y me doctoraba en mi nueva vida, aquella en la que luchar exclusivamente por ser uno más. Un joven preocupado por sus estudios y sus amores, no precisamente en ese orden. Lo tenía. Tenía unos estudios que me interesaban mucho más de lo que podría haber pensado inicialmente y contaba con el apoyo y la compañía de alguien capaz de relegar ese interés a un distanciado pero meritorio segundo plano.

Tan sólo existía un “pero” en nuestra idílica relación. Seguía manteniendo un tabú que no me atrevía a tratar con franqueza. Ambos sabíamos que yo no era como los demás, pero en el fondo nunca habíamos hablado de ello. Probablemente por miedo a que ella pudiera asustarse o, en su caso, por evitarme un mal rato o generar cualquier tipo de malentendido que me alejara de ella. Era muy bonito sentir cómo ella se volcaba en mi sin miedos ni celos. Me hacía sentir la persona más afortunada del mundo, aunque al final siempre acabara apareciendo esa nimiedad que lo estropeaba. En mis adentros era consciente de que algún día tendría que armarme de valor y abrirle la última de mis puertas. Pero, sinceramente, aún no me sentía lo suficientemente seguro de mi mismo ni de nuestra relación como para acometer tan temible tarea. Y eso me entristecía. Por muy oculto que quedara tras toneladas de indudable felicidad, lograba asomar su presencia.

Como suele ocurrir, las mejores cosas de esta vida, ocurren casi sin querer.

Una mañana más, en mi paseo hacia el instituto, me encontré con ella a mitad de camino para disfrutar de los últimos momentos del trayecto junto a ella y deleitarnos con nuestro tradicional café de la esquina. Lejos quedaban ya aquellas aventuras estresantes y complicadas con las que alcanzar la esquiva puerta del centro. Aprovechando aquellos infinitos momentos de alegría, nuestra conversación giró en torno a uno de esos temas que no pasan desapercibidos.

Dado que aquel maravilloso e inolvidable beso había dado lugar a otros del mismo calibre y los momentos junto a ella pasaron de ser bonitas excepciones para convertirse en una placentera rutina, decidimos que no tenía sentido seguir ocultando la evidencia. No más caricias furtivas, no más imposturas mal fingidas, no más besos encarcelados. Ya habían pasado varias semanas y la satisfacción añadida a todo lo que se considera prohibido o desconocido ya carecía de sentido.

Firmes en nuestro recién definido acuerdo, coincidencias del destino, durante unas jornadas deportivas organizadas por el instituto en el que compartíamos equipo de voleibol, no pude evitar ajustar cuentas pendientes con mi pasado y reaccionar ante su acercamiento sonriente. Esta vez sí, esta vez la besaría y no dejaría pasar la oportunidad de compartir con ella mi deseo y mi admiración. Lo ocurrido con Sandra justo antes de iniciarse mi particular calvario no podía repetirse y pensé que no había mejor manera de cerrar esa etapa que cambiando las tornas de mi actitud frente a un instante peligrosamente parecido.

Inmerso en tales discusiones internas, Miriam pareció leer como tantas otras veces mis pensamientos y me guiñó cómplice uno de sus maravillosos ojos, indicando con ello su aprobación de lo que fuera estaba tramando en silencio.

Cual sensible robot, obedecí firme a su llamada y me dirigí a ella hasta alcanzar glorioso la comisura de sus labios. Mis brazos se adherían convencidos alrededor de los suyos, motivados por la euforia reinante.

Sin embargo, lo que para nosotros suponía una liberación definitiva, entre nuestros compañeros generó reacciones muy diversas. Y lo que es peor, ante los alumnos de otras clases, una sorpresa mayúscula. Nadie en el instituto era ajeno a los rumores que se oían acerca de nuestra relación pero, imagino que debido a lo que ella representaba dentro del escalafón de las niñas del “insti” y mis especiales circunstancias, nunca habían llegado a establecerse como una de las comidillas oficiales del mini pueblo en el que estudiábamos.

Por todo ello, ese beso y posterior derroche de cariño, no pudo sino desatar lo peor de cada uno, hasta descubrirnos lo cruel que podemos llegar a ser en ocasiones. Las risillas nerviosas dieron progresivamente lugar a carcajadas sarcásticas hasta que, en pocos minutos, la presión ejercida sobre nosotros desde todos los ángulos posibles era atroz, insoportable. La tensión fluía en torno a nuestro improvisado partido y no era precisamente el fin deportivo lo que motivaba tal ambiente. La competitividad, en este caso social, se apoderó de aquellos considerados como líderes de la manada y sus reacciones no se hicieron esperar. Las niñas que ostentaban el cetro de las más guapas se dirigían a ella como si su relación conmigo les confirmase su condición de fracasada. Mi beso se había convertido en su sentencia definitiva y en la excusa perfecta para desprestigiar a quien todas consideraban como una auténtica rival.

Por su parte, los niños, fieles a nuestra propia idiosincrasia, se decantaban más bien por la sorna y las bromas de mal gusto para ensalzarme al pódium de los héroes, desde el cual emplear la ironía para arrojarme al vacío.

Si fuese el único afectado en esta situación, he de reconocer que no me hubiese alterado lo más mínimo, dado que una de las cosas para las cuales me habían preparado con más ahínco en mi casa, era para la posible burla fácil de mis compañeros. Y no puedo engañar a nadie, cuando has pasado por tanto, cuanto menos aprendes a relativizar ciertas estupideces. Pero no. No estaba sólo en esto. Y era la primera vez en que no acompañaba esa frase con un rotundo “afortunadamente”. Todo ese entorno hostil despertó los peores fantasmas de mi cabeza, destapando mi principal duda acerca de nuestra relación: mi problema, mi maldito problema.

Avergonzado y algo incómodo, me derrumbé y me dejé llevar por el infante que puebla en cada uno de nosotros, abandonando la escena con el firme convencimiento de que eso acallaría las voces y alejaría a Miriam del tornado que se acababa de generar. Nada más lejos de la realidad. Como no podía ser de otro modo, aquello no hizo sino incentivar a los aburridos alumnos, hasta alcanzar al unísono toda una serie de cánticos hirientes hacia mi persona. Enfurecido y devastado, me dispuse a recoger mis pertenencias antes de retomar el camino de vuelta, huyendo más de mí mismo que de los presentes.

Preocupada, Miriam seguía mis pasos a escasa distancia, deseando alcanzarme para aclarar las cosas. Su estela no sólo no me ayudaba, sino que ejercía sobre mí una presión añadida difícil de afrontar. Era uno de esos momentos en los que la soledad parece erigirse en la única compañía posible. Todo esto era nuevo para mí y era consciente de que me estaba viendo superado por las circunstancias. Conforme más se acercaba el sonido de sus pasos, mayor era la energía con que aceleraba mi huida.

Recorrimos así casi todo el instituto hasta alcanzar por fin nuestro aula. Acorralado y sin ideas, la desesperación se hizo cargo de la situación reaccionando ante Miriam como si fuera ella la culpable de aquel desaguisado. Sin éxito, intenté persuadirla para que me dejara sólo y simplemente se olvidara de lo ocurrido.

  • Miriam, déjame en paz. Como verás, no es un buen momento.
  • Ven aquí.
  • ¡No!
  • Vamos a ver, ¿se puede saber que mosca te ha picado? ¿Me he perdido algo? ¿En serio vas a dejar que esta panda de gilipollas te amarguen la fiesta? No te ofendas, pero me niego a creer que el chico duro y luchador del que me enamoré vaya a derrumbarse ante cuatro “graciosillos” de poca monta.
  • Tú no lo entiendes, Miriam. Es mucho más complicado que todo eso.
  • Bien, sorpréndeme. Aquí me tienes. Deléitame con esa aparente complejidad que se permite el lujo de alejarme de la persona a la que más quiero en esta vida.
  • Miriam. Por favor, ya me conoces.
  • ¡Ni Miriam ni hostias! Tú también me conoces a mí y sabes que todos los payasos que están gritando ahí fuera me importan un bledo. Sólo estoy aquí por ti, porque jamás te había visto tan agobiado. Ni cuando recibías un aviso del director tras otro por tus reincidentes retrasos. Así que creo que merezco una explicación. Y no se te ocurra repetir eso de que es complicado. No me gusta ver como mi novio me huye por todo el instituto como si fuese la portadora de algún mal contagioso. Hasta donde yo sé, no he hecho nada que te haya podido molestar, ¿o sí?

Hundido y sin salida, no pude sino respirar hondo y pedirle que se sentara, pasando por alto uno de los momentos más especiales con que me había encontrado en todo el día. La emoción del momento le había llevado a referirse a mi como su novio. Un placer para mis oídos, un punto de inflexión en nuestra relación que me veía obligado a obviar ante lo delicado de nuestra conversación.

  • Está bien, si eso es lo que quieres, creo que tienes toda la razón. Te mereces una explicación.