lunes, 4 de mayo de 2015

La vivienda unifamiliar, frente a la familia “univivienda”

A raíz del debate generado la pasada semana en redes sociales, me gustaría retomar este aspecto tan importante de la arquitectura actual. La vivienda familiar, entendida como máximo referente del concepto de hogar en nuestra sociedad, se ha convertido en una inversión casi obligada, asociada a la idea del bienestar, y condicionada a toda una vida de sacrificios económicos.

Sin embargo, esta longevidad derivada de la exagerada cuantía en que se valoran, contrasta enormemente con el núcleo familiar que caracteriza nuestra sociedad. Un ente tan cambiante como este, requiere en principio un espacio lo más flexible posible para permitir adaptarnos a dichas demandas variables.

Tradicionalmente, la vivienda ha sido y, probablemente será, un bien muy codiciado. La inversión inmobiliaria ha marcado una etapa en nuestro país, hasta el punto de lograr que los precios alcanzaran cotas insospechadas, fruto de una lamentable e insostenible especulación. Más allá de centrar el debate en la ética económica, si es que esta existe, considero más interesante concentrarnos en la parte más arquitectónica de este conflicto. Partimos de una base indudable, una vivienda es una necesidad inalienable del ser humano, por no decir un auténtico derecho. Dicho esto, ¿quién nos impuso que este derecho tuviese que hacerse realidad a través de la fórmula de la propiedad? ¿En qué momento se descartó la opción del alquiler? ¿Cuándo se planteó que la vivienda debía ser un bien a conservar toda la vida?

Estas preguntas tan retóricas y complejas, esconden tras de sí un mismo planteamiento profesional: la vivienda surge a partir de las necesidades funcionales de las personas. Nuestra sociedad se organiza en base a núcleos familiares, quienes por lógica tienden a cohabitar bajo un mismo techo, siempre que la economía y las circunstancias particulares lo permiten. Más allá de esta máxima indiscutible, me da pena descubrir cómo hemos silenciado el posible debate hasta el punto de asumir como única opción a barajar, la actual. Comprar una vivienda, nuestra única vivienda.

Pues bien, como profesional, no puedo sino poner en crisis esta afirmación. Pues siendo pragmático, lo primero que me veo obligado a analizar es la idiosincrasia del núcleo familiar que nos caracteriza. La evolución más común hoy día, parte de un núcleo habitacional donde nuestros padres nos crían y educan para que podamos, llegado el momento, crear nuestro propio camino. Este salto personal, se suele materializar cuando finalizada la formación y encontrada una cierta estabilidad económica, nuestra inevitable ansiedad por abandonar la vivienda familiar y emanciparnos junto a nuestra nueva familia, nos sitúa irremediablemente frente a nuestra primera gran decisión. ¿Dónde y cómo vivir?

Por lo general, es en este momento cuando el alquiler hace su aparición en nuestras vidas como alternativa factible a una necesidad imposible de afrontar. De este modo transcurren los años, mientras nuestros esfuerzos y preocupaciones giran en cierto modo en torno a la posibilidad de adquirir un inmueble propio en el cual formalizar una familia. Hitos como la boda o el nacimiento de un hijo suelen ser los detonantes más frecuente para que las precarias familias se acaben adentrando en esta nueva etapa. Hipotecas a cuarenta o cincuenta años se erigen en las grandes salvadoras de nuestra existencia al permitirnos disfrutar al fin de nuestro ansiado tesoro.

Sin embargo, y lejos de alimentar debate alguno acerca del sector bancario de nuestro país, me permito el lujo de analizar objetivamente esta arriesgada inversión. Como jóvenes recién independizados y en situación inestable, no podemos evitar ser coherentes y realistas, adquiriendo un inmueble humilde y acorde a una realidad indiscutible, así como una previsión de futuro estándar. Esto nos lleva directamente hacia una vivienda de entre dos y tres dormitorios, en un barrio cercano a aquello conocido, nuestro trabajo actual o una zona de reciente expansión y precios aún por expandir. Hasta aquí todo normal. Pero ha llegado el momento de preguntarnos más allá. ¿Es posible que esa vivienda adquirida con escasos treinta años, pueda darnos un servicio apropiado durante más de diez o quince años? Mi respuesta es, sin duda, que no. Me explico. Los diez primeros años, deberían estar caracterizados por el aumento de la familia mediante la llegada de niños a la pareja original. Independientemente del número que considere cada familia como límite, los primeros años son relativamente fáciles de resolver con poco espacio, pues la infancia nos permite aún compartir espacios. Pese a todo, hay una regla fundamental, conforme mayor sea un espacio, mayor será el material que almacenaremos en él. Esto quiere decir, que una vivienda de tres dormitorios para una pareja joven, puede resultar excesiva, sin embargo, dado que la tenemos ahí, acabamos adaptándonos a esta realidad a base de ocupar más espacio. En otras palabras, nos malacostumbramos gracias a la amplitud de nuestra gran adquisición. Desde el momento en que esa pareja incorpora un nuevo inquilino a sus vidas, se ve obligada a renunciar a alguna de sus caprichosas mejoras. Según en qué casos, este cambio puede resultar incluso sencillo. No obstante, el paso del tiempo no hace sino empeorar una situación que ya surge lastrada. Mientras más se expanda la familia, o sus miembros, más pequeño e inapropiado resultará el espacio habitable seleccionado. Una vivienda que podría ser considerada como demasiado grande originalmente, llegará inevitablemente a un punto de inflexión en el cual la consideremos demasiado pequeña.

Afortunadamente, toda duda surgida en torno a nuestro hogar es fácilmente acallada ante la evidencia. El periodo vital transcurre mucho más rápido que el avance económico asociado a él. Por ello, nos veremos obligados a adaptarnos a la vivienda que compramos en su día. Segunda vez en que nos malacostumbramos. Una vez más, es la familia la que se adapta a la vivienda y no al revés. Este planteamiento, tan común, arquitectónicamente hablando se trata de una aberración anti-natura, equiparable a que fuese el vehículo propio el que nos dijera a dónde y cuándo ir.

No contentos con esta gráfica tan negativa, la vida nos sorprende con un nuevo y feliz punto de inflexión en nuestras vidas. Nuestros hijos, por una razón o por otra, deciden que ha llegado su momento de volar y encontrar sus propias oportunidades. De este modo, casi sin darnos cuenta, aparece ante nosotros un problema denominado como síndrome del nido vacío. Arquitectónicamente sería traducido como que la familia se ve reducida drásticamente, lo cual desemboca en una nueva adaptación espacial que tiende a aprovechar los espacios anteriormente destinados a los hijos. Una sutil y silenciosa reconquista en la que nos apropiamos nuevamente de aquellos lujosos espacios a los que debimos renunciar en su momento, pero sin hacerlo abiertamente, pues el cariño hacia nuestros hijos y la eterna esperanza de que vuelvan nos impide realizar una reforma integral. Tercer gran error.

Por si todo esto fuera poco, ahora nos encontramos ante una nueva realidad, aún más cruel si cabe. Nuestros hijos, ahogados por la crisis, acaban retrocediendo hasta desembocar nuevamente en la vivienda de sus padres que un día abandonaron. Es entonces cuando se encuentran espacios anclados en un pasado casi olvidado, donde la falta de decisión tiende a mostrar una impersonalidad preocupante. Todo ello acrecentado ante las nuevas necesidades evidentes que acompañan a este adulto obligado a vivir en un contexto de tipo adolescente. Este problema podría ser aparentemente fácil de resolver, pero no hay que olvidar que una de las causas más probables a tal despropósito es la escasez económica. Por tanto, afrontar una reforma, por pequeña que sea, no parece del todo aconsejable. Una vez más, la vivienda se erige en monolito infranqueable, condicionando a sus usuarios. Cuarto error.

Como toda etapa vital, tiene un inicio y un final. Llegará el momento de que se inviertan las tornas y los hijos retomen su camino original. Segundo asalto de un combate ya conocido. Eso sí, ahora las dudas propias de todo padre, ya no son infundadas, sino más bien sufridas, confirmadas y repetibles. Quinto error.

El ocaso de nuestras vidas, suele estar condicionado a una pérdida inevitable de facultades, que salvo rarísimas excepciones, habrá sido difícilmente prevista por aquella pobre y precaria “parejita” que invirtió toda su ilusión en la vivienda de sus sueños. Nuestras necesidades, nos hablan ahora de espacios pequeños pero muy funcionales, donde las distancias se acortan y las prioridades se invierten. Cada metro cuadrado de más se traduce en un dinero del cual ya no disponemos, ni podemos generar. Las reformas, ya no dependen de nosotros, sino de nuestros hijos. Las mejoras de accesibilidad pueden llegar a ser inviables, muy costosas o incluso desconocidas. La limpieza, un arduo trabajo difícil de abarcar. Sexto error.

Ante lo cual surgen dos opciones: por un lado que alguno de los hijos se traslade a la vivienda familiar para cuidar de sus padres (auténtico paradigma del despropósito arquitectónico), por otro lado, encontramos la alternativa de la residencia para ancianos. Un gasto extra, a sumar a la hipoteca de esa antigua e inútil vivienda que ninguno de los hijos quiere. Pese a todo, hay que terminar de pagarla. Así que habrá que duplicar los gastos. Séptimo error.

Por último, y en la peor de las circunstancias (desgraciadamente inevitable) los padres encuentran el fin a sus vidas, dejando en herencia a sus hijos el inmueble originalmente adquirido. Esto conlleva unos gastos por transmisión y plusvalías que se traducen en volver a pagar por un inmueble que probablemente no llegue a tener algún valor inmobiliario para esa familia, y lo que es peor, en raras ocasiones se plantea como alternativa para quienes ya han comenzado su propio camino a través de una maravillosa vivienda recién adquirida. Octavo error.

Pero bueno, esta vez sí, esta vez será diferente. No cometeremos el mismo error. Nosotros vamos a elegir mejor que ellos. Haremos todo lo posible para vender en diez años y mudarnos a una vivienda mejor. Noveno error. Las crisis son tan cíclicas como imprevisibles. No siempre se encuentra el momento idóneo para vender sin perder dinero. Además, si es buen momento para vender es que es mal momento para comprar. Lo cual nos lleva a la imposibilidad del cambio.

Con todo ello, cometo el último y definitivo error, pretender cambiar las cosas desde mi humilde opinión. ¿Quién soy yo para decirle a nadie lo que debe hacer? Si deben equivocarse o no. Si quieren vivir en una vivienda o en otra. Décimo error.

Confío en que sean la excepción que confirma toda regla y encuentren la solución arquitectónica más apropiada o el bienestar económico necesario para acometer las reformas que podrían acallar las deficiencias asociadas a cada una de estas etapas, pues independientemente de la decisión que nos acompañe, algo debemos tener claro, la arquitectura es tan sólo una herramienta a través de la cual encontrar la habitación que mejor se adapte a nosotros, nunca al revés. Todo lo que se aleje de este principio, deberá ser entendido como una situación de emergencia inevitable.

Es por ello que todos y cada uno de los mal denominados errores, podrían ser protagonistas exclusivos de un artículo crítico elaborado, y deberán ser objeto de estudio por nuestro sector como ámbitos de oportunidad de mejora. De hecho, será a lo largo de los próximos post cuando se desarrollen estos interesantes aspectos en detalle. Sea como fuere, más allá de lo acertado o no de la realidad, no cabe duda que la arquitectura debe hacerse cargo de estas nuevas circunstancias que la rodean y afrontar las nuevas problemáticas con decisión. La buena arquitectura se encuentra al servicio de la sociedad, y por tanto, debe estar abierta a modificaciones e innovaciones constantes.


Dejemos que así sea.