domingo, 12 de noviembre de 2017

Arquitectura nipona


Si hace unas semanas dedicaba mis teclas a escribir sobre la maravillosa experiencia vivida en Japón, hoy ha llegado el momento de realizar un merecido homenaje a su arquitectura.

Sin duda, estamos ante uno de los países con mayor tradición en materia de diseño y son muchos quienes recurren a sus múltiples referentes a la hora de afrontar un nuevo proyecto.

Mi caso no es que sea diferente. Sin llegar a considerarme un erudito de su arquitectura, reconozco que siempre me ha llamado la atención lo minimalista de sus espacios, lo armonioso de sus jardines y lo esbelto de sus fachadas.

Pero ahora que he podido disfrutar estas virtudes en primera persona, no puedo sino confirmar su indudable talento.

Empezaría quizás con la verticalidad de sus líneas horizontales, o más bien la horizontalidad que se esconde tras esas grandes estructuras verticales que generan.

No cabe duda que ser uno de los países más poblados, y a la vez ricos, del mundo ha condicionado la manera en que apropiarse del territorio. La elevada densidad necesaria, unido a lo reducido y limitado de su superficie, ha derivado en ciudades muy verticales, que sin embargo, destacan por sus múltiples niveles de horizontalidad. Hoy día son muchas las ciudades modernas que recurren a la verticalidad para acoger al mayor número de habitantes posible, pero en Japón me ha sorprendido que cuanto mayor es la densidad, mayor es el número de capas horizontales que la organizan.

Niveles que se pueden apreciar especialmente en la red viaria de ciudades como Tokyo, donde en algunos barrios se pueden apreciar hasta 3 niveles distintos en los que el vehículo se apropia de la ciudad, o convive al menos con ella.

Este curioso contraste, o interesante recurso, se aprecia ya en sus edificaciones más tradicionales, donde los principales hitos religiosos destacan por sus imponentes alturas, pero bajo el influjo de las múltiples plantas que son especialmente remarcadas mediante tejados con grandes vuelos. Un claro intento por marcar su horizontalidad, pero que en comparación con el estilo europeo, integra una elevación en el extremo de esos vuelos creando tejados muy horizontales pero con tendencia vertical, como si al llegar a su extremo se hubiesen arrepentido de renunciar a la ansiada esbeltez.

Un aspecto tan llamativo como holístico. Desde las acumulaciones infinitas de toriis en Kyoto, hasta las infinitas fachadas medianeras separadas entre sí por escasos centímetros. Un desarrollo meramente horizontal en su conjunto, pero que cuando la cercanía nos permite apreciar sus detalles, destaca por su espectacular esbeltez. Fachadas de dos y tres metros de ancho que se elevan por encima de las diez plantas. Unas proporciones tan descompensadas como elegantes.
Quizás el paradigma de esta característica podría ser la monumentalidad del monte Fuji, o la forma en que se erige en el barrio de Asakusa una pagoda de cinco plantas junto al templo de Senso-ji en mitad de una amalgama de quioscos concatenados a su alrededor.

Pero supongo que esos contrastes que tanto llamaron mi atención no son más que el resultado del choque cultural y profesional que supone esta merecida visita al país nipón.

Y si llamativo resulta su dominio de la esbeltez más sutil, lugar aparte merece su forma de afrontar el arte del paisajismo, la jardinería, y la integración entre espacios interiores y exteriores. Si en el sudeste asiático se podría destacar la forma en que se diluye este límite mediante la disolución de la fachada (aspecto sobre el cual ojalá algún día tenga tiempo de escribir), en Japón es más bien un complejo ejercicio de detalle. Si bien los edificios podrían recordar al estándar europeo en la composición de su envolvente, la compartimentación en sí es la que se “desmaterializa” parcialmente para generar una infinidad de filtros, o veladuras con las que tamizar los espacios entre sí, pero configurados como una indivisible unidad. Y esta es la forma en que parecen definir sus fachadas, no como un límite frente al exterior, sino como una veladura más en el continuo espacial que conforma la ciudad.

Es así como quizás cobra especial importancia el uso de los suelos. Son los pavimentos los que contribuyen a una zonificación más efectiva quizás que la generada por uno de nuestros tabiques.
Desde el asfalto de sus múltiples vías rodadas hasta la tradicional tarima de sus habitaciones, pasando por las múltiples texturas diferentes que son capaces de emplear en un jardín. Sorprende especialmente su capacidad para dominar el agua, la piedra, la arena, y por supuesto la vegetación.

Una vez más, la magnificencia de sus árboles, tan altos como horizontales. Una especie de arce cuya hoja recuerda al icono de la marihuana, pero que destaca porque sus ramas invaden en horizontal el aire que los rodea, como si cada rama tuviese un único nivel en el que existir y su objetivo consistiese en ocuparlo al máximo, mientras sus ramas colindantes acatan con la misma obediencia este requisito.

Como resultado, esos característicos ejemplares de postal que muchos imaginaréis en su versión reducida de los bonsáis, pero que colmatan con gran belleza los jardines y parques más famosos del país. Un magnífico equilibrio entre naturaleza y artificio, entre respeto y artesanía.

Pero si hemos hablado de su dominio de las alturas, de las veladuras y de la naturaleza, parece evidente que no queda otra que sentarse y disfrutar del papel que juega la luz en todo esto, la variedad de escenas lumínicas distintas con que te deleita este irrepetible entorno. Un entorno donde el agua contrasta con las montañas y el verde inconfundible de sus paisajes, bajo el respetuoso pero masivo influjo de la madera y el hormigón. Reflejos embriagadores, sombras llenas de vida, caóticas masas de luminosos, y el más cálido fulgor con que llenar cada estancia, cada rincón, cada espacio, por gigantesco o minúsculo que pueda resultar.

Porque, sí, el último de los contrastes no es otro que el de las escalas. Ciudades enormes repletas de mínimos jardines en sus innumerables accesos a edificios tan estrechos como anónimos. Paisajes interminables conquistados por mantas infinitas de musgo. Estanques casi domésticos inundados de majestuosas y más que crecidas carpas. Monumentos grandiosos formados por la repetición seriada de incontables pórticos de madera que no permiten el paso de más de dos personas. Un edificio de un planta capaz de albergar una estatua de más de veinte metros en su interior.

Por todo ello, me quedo con los contrastes de Japón: ese estrés que nos conduce a la calma del onsen; los baños termales interiores comunicados con estanques exteriores hirviendo; las calles más abarrotadas y modernas a las que acometen tradicionales perpendiculares casi desiertas; lo inmenso de sus ciudades, lo pequeño de sus espacios; lo contenido y organizado de sus días en contraposición con lo escandaloso, extravagante y excesivo de sus noches; o lo natural de sus urbes frente a lo artificial de su naturaleza.


Vivan los contrastes, por dejarnos aprender, por dejarnos dudar, por dejarnos pensar.



domingo, 15 de octubre de 2017

El individuo colectivo

Viajar a Japón supone un salto cultural sin precedentes, pero esto es algo que no sorprenderá a nadie. Al menos, no hasta que vaya personalmente al país nipón.

Más allá de todo lo que hayáis podido oír ya, puesto que este viaje no sólo está de moda sino que se ha convertido en visita obligada entre los más inquietos, me quedaría con:

Su abarrotada y extravagante capital, donde el occidental, diría casi más el europeo, se siente trasladado a otra dimensión en la cual conviven la más absoluta educación, esa implícita elegancia y la innata solemnidad de sus movimientos dentro de un orden inquebrantable, con los barrios más estrafalarios en los que el manga se convierte en la realidad y los humanos somos el cómic que los entretiene;

El cercano parque natural de Nikko en el cual todo queda relegado a un merecido segundo plano dominado por la magnificencia de la naturaleza en estado puro, con cascadas inabarcables, lagos infinitos y senderos embriagadores;

La melancólica contemporaneidad de kioto, en la cual los templos invaden la trama urbana para recordar a sus habitantes aquel esplendor que los engendró, bajo la atenta mirada del río que deambula sin alardes por uno de sus laterales, puesto que es en Arashiyama donde reivindica su auténtico protagonismo para regar el bosque de bambú y deleitar al visitante con su imponente estampa;

La naturaleza salvaje y casi virgen de Miyajima, una isla abrupta y acogedora donde los ciervos y los humanos se funden con su vegetación, sus ríos y sus playas;

La ancestral ruta entre Magome y Tsumago que nos traslada a épocas pasadas donde los trayectos eran una experiencia en sí mismos, en los que disfrutar de la frondosa arboleda bañada de torrentes y cascadas naturales bajo la constante amenaza del oso como posible e inesperada compañía;

El atrevimiento y la liberación de Osaka donde parece relajarse la influencia del Tokio más estricto;

O las aguas termales de Hakone, donde disfrutar de ese calor indescriptible que tan sólo es capaz de generar la naturaleza desatada de sus humeantes y a la vez frondosas laderas, bajo el influjo del esquivo monte Fuji, a través de uno de los mejores momentos del día, aquel en el cual recuperar el culto al cuerpo, pero no desde la nueva tendencia a moldearlo, sino desde el punto de vista del onsen, el baño más profundo y relajante donde aislarse del mundo y su endiablado ritmo para concentrarse en el cuidado y aseo de nuestra piel, nuestro pelo, nuestras uñas, nuestra mente.

En definitiva, un recorrido tan variado como enriquecedor, a través del cual descubrir nuestras más negadas virtudes y recordar nuestros más que laureados defectos. Un ejercicio de autocrítica de lo más placentero. Una “master class” de lo más sobrecogedora.

Todo ello bajo el telón imperturbable que impregna cada rincón de este maravilloso país. Un contexto continuo generado por sus infinitas delicias gastronómicas, demostrando que hay mucha vida detrás del sushi; esa comodísima eficiencia que permite que el mundo gire siempre al mismo ritmo, sin fallos, sin retrasos, sin desidia, sin faltas, sin reproches, sin malas caras, sin alardes. Porque, sí, una de las cosas quizás más impactantes es que la amabilidad extrema es tan sólo lo normal, que ser servicial no es algo que requiera el mayor reconocimiento, que la actitud y las ganas de trabajar resultan indiscutibles, que el error no siempre es aceptable; un mundo aparte en el cual la tecnología y la naturaleza no son incompatibles, donde la limpieza y el orden acaban por pasar desapercibidas, donde lo extremadamente moderno convive con lo más tradicional e histórico, donde lo vernáculo se potencia, lo innovador se admira, y lo necesario se inventa.

Un país del cual me traigo un sinfín de sorpresas agradables, comandadas por esa impecable sensación de seguridad, en el sentido más amplio de la palabra. Seguridad que se traduce en tranquilidad. Tranquilidad que se traduce en disfrute. Disfrute que se traduce en respeto. Respeto que se traduce en admiración.

Admiración por sus múltiples virtudes y respeto por sus escasos defectos. No dudo que los tendrán, por mi parte tan sólo puedo mencionar su incapacidad para comunicarse, para compartir sus inquietudes, sus opiniones, su atractiva cultura, sus interesantísimas costumbres. Defecto compartido por ellos como anfitriones, y por nosotros como maleducados invitados incapaces de aprender ni el más sencillo de sus vocablos. Esa triste sensación de haber perdido una oportunidad única de abrir un poco más nuestras mentes. Un mundo complejo en el cual contrasta la saturación más absoluta de mensajes y señales con la ausencia total de información. Infinidad de símbolos ininteligibles e imposibles siquiera de adivinar. Un ejercicio de intimismo forzado que nos obliga a dar un paso al frente y aprender a marchas forzadas, más por intuición y ganas de ayudar, que por la existencia de útiles referencias que nos puedan guiar.

Como ejemplo el metro de Tokio, el cual destaca por su caótica red de líneas entrelazadas bajo una paleta de colores tan extensa como, en ocasiones, imperceptible. Dos empresas encubiertas bajo el mismo plano de líneas, que nos guían a través de un sinfín de trayectos de transición e innumerables tornos de control.

Un placer para los amantes de la accesibilidad universal, si es que hay alguno más como yo. Un alarde humilde y sin excesos que todo lo baña, que todo lo alcanza.

Un conjunto perfectamente ordenado en el cual destacan las hordas de personas aparentemente iguales, cumpliendo a rajatabla el estricto código de vestimenta laboral, escrito o no. Un grupo homogéneo y mimetizado en el cual los matices son tan sutiles como obligados. Esa necesidad de destacar dentro del guión establecido. Un afán por encontrarse y valorarse a uno mismo sin por ello abandonar su aceptado anonimato.

Pero donde más me han sorprendido es en su forma de entender el espacio, un espacio abarrotado de gente, pero donde tu ámbito vital es casi sagrado, del mismo modo en que los edificios de estrechas fachadas colmatan la trama urbana sin por ello tocarse. Esbeltas medianeras separadas tan sólo unos centímetros, lo suficiente para diferenciarse de sus vecinos, pero no como para destruir la armoniosa melodía de sus iguales. Un individualismo de lo más colectivo, una colectividad de lo más individual.

Un país que en ocasiones parece trazado bajo el influjo de esas enormes plumas estilográficas que con determinación y suavidad recorren el mejor de los lienzos para recrearse en la sencillez más compleja, en la complejidad más sencilla, que se esconde tras su espectacular caligrafía.

Me quedo con ese peculiar concepto de masa, su orden, esos característicos y comunes matices diferenciadores, su magnífica gastronomía, sus onsen, su simpatía, su seguridad, y su ejemplo imborrable de pacífico respeto.

Muchas gracias Japón, por esta inolvidable invitación a volver.

domingo, 30 de julio de 2017

El beso

En ocasiones, la conversación me ha llevado a debatir acerca de qué aspectos de cualquier relación son los más importantes. ¿Cuáles son las claves del éxito o el fracaso? ¿Qué nos lleva a encontrar en la otra persona lo que algunos denominan complicidad?

Pues bien, en mi opinión, la respuesta es clara. De hecho no creo q sea la primera vez que escribo sobre este tema, quizás sí la vez en que lo haga de forma más directa y explícita.

La clave de toda relación es la autenticidad.

Siempre se ha dicho que cuando más se liga es cuando menos se busca. ¿Por qué? ¿Mala suerte? ¿Broma del destino? ¿Tentación? No. Simplemente es cuando menos nos esforzamos en dejar de ser nosotros mismos.

Es por eso que la clave de toda relación no es la cama, ni el dinero, ni el físico. Todo eso ayuda, claro. Pero no es hasta que la abrazas que no sabes si puede ser la persona o no. No es hasta que la abrazas que no averiguas si merece la pena, si todo lo que ves y lo que te empeñas en ver tiene fundamento. Es sólo cuando sostienes a alguien en tus brazos que sientes su verdadera expresión.

Un abrazo es un instante infinito en el cual dos personas renuncian abiertamente a su individualidad para celebrar orgullosos el placer de la interrelación. Un gesto tan sumiso como dominante. La comunión perfecta entre dos personas. Y todo ello en un espacio tan corto de tiempo que solo queda lugar para la autenticidad. Nada de errores, nada de aciertos, nada de intentos por arreglar, nada de excusas, nada de arrepentimientos. Pensadlo. Probad a abrazar a alguien a quien no os apetece abrazar. Probad a dejaros abrazar por quien no os invita a hacerlo.

Pero desde luego, si importante es el abrazo, más aún lo es el beso.

Si el abrazo es la puerta por la cual acceder hacia personas valiosas, el beso es la ventana por la cual llegar hasta una pareja de verdad. Si el abrazo nos abre la vía de la amistad, es el beso quien nos define si dicho camino conduce hasta el amor o no.

Evidentemente, no todos los besos responden a un objetivo tan grandilocuente. Lo sé. Tan válido es quien se reconoce soltero y a gusto en su individualidad como quien se entrega a su pareja en busca de un nosotros mejor. Por mi parte, prefiero centrarme en el lado más romántico del beso.

Besos de amor, de pasión, de ira, de indiferencia, de ilusión, de tristeza, de cariño, de activación, de culminación, de atrevimiento, de confirmación, de despedida, de duda, de consolidación. Besos al fin y al cabo, ejerciendo su labor. Su incalculable misión.

Ese milagroso momento en el cual dos personas se mezclan, se encuentran, se reivindican y se entregan. Cuatro labios acompañados por dos lenguas contenidas en sus respectivas bocas, dispuestas a abandonar decididas y valientes su hogar, aunque sólo sea una vez, aunque esta sea la única vez. La vez que todo lo justifique, que todo lo cree, que todo lo afirme.

Esa mirada, seguida de un sentido abrazo que anuncie el inevitable beso a través del cual gritar bien alto lo que no nos atrevemos a decir.

Un beso es como el internet de toda persona. Una herramienta infinita capaz de conectarnos con personas de lo más dispar, por muy lejos que se encuentren, por muy diferente que piensen, por muy ajenos que nos puedan resultar. El beso es internacional, multilingüe, atemporal y gratuito. Libre en todos los sentidos. Un simple gesto con infinitos significados, infinitas interpretaciones. Un lugar en el mundo que es común a todos los hogares. Un recurso para el que todos venimos preconfigurados.

Un placer donde todos los sentidos se unen para homenajear el mas ínfimo y sencillo de los detalles, donde nuestras obedientes manos acompañan el gesto y amplifican su alcance, donde nuestros nervios se concentran en trasladar y traducir cada pequeño matiz, donde nuestra lengua renuncia a su poder para mostrar su lado más simple y explícito, donde nuestro oído se debate entre nuestros latidos y los suyos, donde nuestro olfato se esfuerza en traducir sus infinitos aromas a la par que acompasa nuestro nivel de pasión y deseo, y donde nuestra visión se empaña para evitar cualquier distracción mientras envía sus energías al resto de compañeros de batalla.

Un escenario perfecto sin más atrezo que el mensaje auténtico que necesitemos enviar.

Es por eso, que cada vez que beso a esa persona especial, el resto del mundo deja de existir. Tan sólo hay una sensación mejor en esta vida, y es cuando es esa otra persona quien inicia de motu proprio tan magnífica sinfonía con un único y afortunado espectador, yo.

¿Pero, si tan increíble es el beso o incluso el abrazo como medios de expresión, cómo es que recurro a tan extensa acumulación de vocablos? Fácil. No siempre se puede disfrutar físicamente de ese beso o de aquel abrazo. No siempre existe esa posibilidad tan evidente. En ocasiones la distancia, física o no, nos lo impide. Pero no por ello se ha de renunciar a ellos, ¿no creéis?

Un abrazo a todos. Si habéis entendido lo escrito, comprenderéis que no comparta nada más.

miércoles, 28 de junio de 2017

Bien Málaga, Bien

Aunque sólo sea para variar, hoy me gustaría aprovechar estas letras para poner en valor una actuación tan ínfima como ilusionante, la mejora de la avenida de Andalucía.

Probablemente se trate de una intervención que esté pasando bastante desapercibida, incluso carezca de todo interés para la mayoría de la sociedad, pero personalmente creo importante reconocer lo interesante de este cambio en la ciudad.

Como muchos estarán pensando, soy consciente de que aún no se encuentra terminada en el momento de escribir estas palabras y por tanto, es algo arriesgado celebrar su ejecución. Pero este artículo no va de resultados, va de intenciones.

Como bien sabéis, Málaga en los últimos años ha pecado de falta de iniciativa, exceso de perfeccionismo o más bien de excusas. Sea como fuere, son múltiples los ejemplos que demuestran que en ocasiones necesitamos más de un empujón para lanzarnos y acometer nuevos proyectos en la ciudad. Más bien, somos de esperar a que nuestro “príncipe azul” venga y nos deleite con su magnífica habilidad para engrandecer esa “Super Málaga” que todos queremos.

Ahora que tanto se habla del conflicto del Astoria-Victoria, de si el elegido era más o menos loable, más o menos acertado, más o menos mediático, creo que es fundamental mirar un poco más allá, para entender el verdadero problema que se esconde tras toda esa absurda e interesada polémica. El dilema, o puede que gran error de este núcleo urbano, radica en la falta de interés por hacer cosas, aún a riesgo de equivocarnos. Málaga necesita que ocurran cosas, necesita que se intenten cosas, acertadas o no. Y sí, sé que muchos criticarán estas palabras porque pueden llevar a engaños y poner en riesgo la imagen idílica de esta ciudad. Pero la realidad es bastante explícita.

Lo grave del Astoria-Victoria no es lo ocurrido en el fallo del concurso, no. Lo grave se remonta más atrás, cuando la ciudad adquiere uno de los suelos más interesantes y valiosos de nuestro entorno, urbanísticamente hablando, para nada. Sí, para nada. Se adquieren los terrenos sin saber para qué se van a destinar. Al no tener un destino claro, su único fin es el abandono y la desidia, cuyo resultado no puede ser otro que la ruina, con el peligro que ello conlleva.

Han sido múltiples las ideas que han ido surgiendo alrededor de este entorno, muchas de corte cultural, algunas más humildes, otras más ambiciosas, pero al parecer, ninguna lo suficientemente apropiada o pomposa como para decorar uno de los rincones más agraciados de la Plaza de la Merced. Por ello, la mejor solución no es otra que cerrar a cal y canto este recurso de Málaga hasta que alguien sea capaz de salvarlo de su maldición.

Como este caso, podríamos hablar de La Mundial y Moneo, o la Plaza de Camas, entre otros ejemplos de lo más actuales. El fondo siempre es el mismo, lejos de encontrar al ejecutor perfecto, preferimos dejar que el tiempo y el desuso hagan su trabajo para, llegado el fatídico momento de su inevitable desaparición, resurgir desde un inexplicable interés póstumo, una equivocada añoranza, un desacertado sentido de la protección, para defender lo ya indefendible. No porque no lo valiera, sino porque desgraciadamente ya no lo puede valer.

Por ello, y lejos de convertir este escrito en una crítica destructiva y sin fundamento más, de las que tanto abundan hoy día, prefiero poner el foco en esa otra Málaga, esa Málaga alejada de los flashes, alejada de los “Metros” y los “Balnearios”, esa otra Málaga desgraciadamente olvidada, pese a su evidente importancia en el imaginario colectivo de la ciudad.

Lejos de valorar el resultado final, me centro en la intención que algún día lo provocará. Ya llegará el momento de analizar si se trata de un acierto o un error. Si podríamos haber encontrado una opción mejor, si deberíamos haber hecho aquello otro... Seguro que existirán muchas alternativas, todas válidas, pero desde luego debemos agradecer que se empiece por alguna de ellas.

La avenida de Andalucía no sólo es una de las principales arterias de Málaga, sino que además supone la principal puerta de entrada a la ciudad, al menos para el tráfico rodado. Sin embargo, durante años ha sido abandonada a su suerte hasta convertirse en una imagen deteriorada y algo desaliñada de esa gran urbe que nos empeñamos en vender. Podría parecer que su sino sería convertirse en otro más de esos ejemplos destinados a acumular “mega proyectos” de reforma integral no realizados, hasta que su evidente decadencia nos obligara a actuar sin criterio ni tiempo.

Pero no, en esta ocasión la ciudad ha sabido entender la realidad de este entorno, recurriendo a una intervención sutil y puntual, más propia del urbanismo acuñado por el archiconocido Jaime Lerner en su Curitiba natal, la acupuntura urbana, que de los starchitects que parecen dominar el panorama europeo contemporáneo. Y una vez más, como se suele decir, hay lugar para todos. Así que si esta leve mejora de los márgenes de la avenida, mediante el tratamiento de los alcorques y su alrededor, supone ese primer revulsivo capaz de regenerar poco a poco esta vía de entrada, bienvenida sea. Ya habrá tiempo de decidir si es más o menos acertada estéticamente, más o menos acertada en su concepto, o incluso más o menos acertada económicamente.

Desconozco por completo el origen de esta intervención, su promotor, su creador o su presupuesto, pero mientras esperamos que el tiempo la ponga en su lugar, no nos queda otra que aplaudir que por fin, en nuestra Málaga, nos permitimos el lujo de intentar cosas, más allá de su escala o su grandilocuencia. Tan sólo por el simple hecho de querer aportar un granito de arena hacia la ansiada mejora urbana que todos apoyamos y demandamos.

Gracias Jaime por enseñarnos ese otro camino hacia el éxito, tan alejado del glamour y las fiestas, tan alejado del poder y los medios, gracias por pensar tan sólo en un fin a medio-largo plazo que repercuta en el bien de todos, ya sea de forma directa o indirecta. Gracias.


Y a mi ciudad, gracias. Por intentarlo, por despojarte de ese miedo tradicional a equivocarte, de ese miedo incontrolable a la crítica, de ese miedo inexplicable a la incomprensión. Gracias por iniciar el verdadero camino hacia esa otra Málaga que tanto tiempo llevamos frenando.

jueves, 9 de febrero de 2017

¿Dos tontos muy tontos?

  • ¡Qué pasada de plaza Juan! ¡Qué cosa tan bonita! No pensaba que pudiese haber un sitio tan agradable en un pueblo como este. Desde luego, vaya “lujazo”.
  • Totalmente. Para que veas que no hace falta demasiado para conseguir que la gente esté a gusto.
  • Pues sí. En eso tienes toda la razón.
  • Sin embargo, fíjate. No se permite jugar a la pelota, ni patinar. ¿No te parece un poco absurdo evitar que la gente disfrute de un sitio como este?
  • Sí, pero eso ya sabemos que es lo normal. Ya no dejan que se juegue en ningún sitio.
  • ¡Qué triste! Luego nos quejamos de que los niños estén todo el día con las consolas esas. No entiendo cómo pueden hacer algo así. ¿A quién se le ocurre?
  • Yo que sé Juan, imagino que los que toman las decisiones tendrán sus razones.
  • Pues no sé yo, la verdad. Si las hay, yo no las veo.
  • Ya Juan, pero las cosas son como son. Es más fácil curarse en salud y evitar las posibles quejas de algún vecino. Hoy día nadie se quiere arriesgar a que pase algo y lo puedan señalar.
  • Vale, pero ese riesgo siempre está ahí. Lo que hay que hacer es que la gente aprenda a convivir y minimizar ese riesgo. Además, si pasa algo pues que cada uno asuma su responsabilidad, ¿no? No me parece tan difícil.
  • Vamos a ver, Juan. ¡Que pareces nuevo! Ya sabes que en este país preferimos prohibir antes que ponernos a enseñar.
  • Desde luego, qué razón tienes. Así nos va. Eso sí, luego nos quejaremos cuando tengamos un país de borregos.
  • No te pongas tremendista tampoco, que eso es así de toda la vida.
  • ¡Anda ya! no me digas eso. Tú y yo nos hemos criado jugando en la calle y no nos ha pasado nada. Y seguro que los que han puesto esos carteles ahí, también. Me jode que los mismos que ahora prohíben a los niños jugar en la plaza, sean quienes tuvieron la oportunidad de criarse en la calle.
  • Ya bueno, Juan. Pero las cosas cambian.
  • ¿En qué quedamos? ¿No decías que esto era algo de toda la vida?
  • ¡Ay! Yo que sé Juan. ¡Qué sabremos tú y yo! Nosotros no somos más que unos don nadie que seguro que no sabemos de la misa la mitad.
  • En eso tienes razón. ¿Qué sabremos tú y yo?