lunes, 23 de marzo de 2020

#YoMeQuedoEnCasa

Mucho se ha visto últimamente esta curiosa etiqueta que decora divertida cada una de nuestras muestras públicas de vida. Bien para expresar el chiste de turno con que destacar y rebajar la evidente tensión del momento, bien para reforzar nuestras más firmes convicciones acerca de lo trascendental de este periodo y lo fundamental de nuestra solidaridad al respecto.

En mi caso, me niego a hablar sobre el virus o la manera en que debemos enfrentarlo, porque me considero un total inepto en la materia. Creo que ya tenemos demasiadas aportaciones en tal sentido, y me preocupa que ante tanto ruido se nos escapen los acordes principales de tan fatídica melodía. Por ello, lejos de quedarme callado ante un cúmulo tan atroz de silencios impuestos por este estado de alarma, he preferido dedicar las pocas neuronas que aún se mantienen activas a estas horas, para analizar lo sucedido desde un punto de vista diferente. Un acercamiento arquitectónico, fruto de la deformación profesional innegable que adereza cada uno de mis actos.

Existe un matiz en todo esto que me resulta aún más interesante y mundano que la erradicación de la pandemia, lo cual por desgracia escapa a mi capacidad de comprensión. Estamos ante una oportunidad única para poner en crisis la tipología de vivienda que parece que estamos convirtiendo en referente del siglo XXI. Sí, sé que suena algo decepcionante, puesto que hoy día la gente dedica sus palabras a objetivos mucho más grandilocuentes o incluso heroicos, pero por mi parte prefiero centrarme en buscarle un lado positivo a lo que nos ocurre. No me cabe duda que la gran mayoría de las personas que puedan leer esto, si alguien lo hace, estarán a estas alturas bastante cansados de esas mismas cuatro paredes que nos obligan a permanecer sitiados contra nuestra voluntad. Sin embargo, siendo pragmáticos, jamás nos hemos visto ante una convivencia tan intensa con nuestra vivienda, y lo que es más importante, con toda la familia. Por tanto, estamos ante una oportunidad inmejorable para aprender de ello.

Creo que entre las múltiples tareas o retos que nos imponemos estos días, deberíamos analizar la forma en que interactuamos con nuestra casa y con cada una de sus estancias, si es que cuenta con más de una. Plantearnos qué zonas de la vivienda estamos usando más y cuáles menos. Qué zonas se podrían utilizar más, o qué ámbitos se han visto más modificados desde que estamos en este confinamiento. Estoy seguro de que muchos salones y comedores se habrán visto desarmados para dar paso a parques infantiles, talleres de manualidades o salas de conciertos improvisados. Quiero pensar que la sala de cine no estará ocupando la totalidad del tiempo del que disponemos, y por desgracia, dudo mucho que las casas se hayan convertido masivamente en bibliotecas dedicadas a la lectura y el aprendizaje. Al menos, no por gusto. Sea como fuere, me interesa enormemente como arquitecto, conocer la realidad que se debe estar manifestando tras cada una de las vivencias que os definen. Ojalá pudiera ir casa por casa para entrevistar a cada uno de vosotros y establecer así las conclusiones pertinentes que desembocaran en la vivienda perfecta, o al menos, nos permitieran establecer una serie de alternativas válidas.

Seamos realistas, tampoco espero una afluencia descontrolada de comentarios y aportaciones anónimas en tal sentido, pero no por ello debo renunciar a la posibilidad de que algunos allegados dediquen un rato de este encierro a compartir sus opiniones o sugerencias al respecto. Como os decía, me encantaría saber la nota que saca vuestra casa ahora que está siendo sometida a un examen tan exhaustivo. Muchos memes hablan de lo arriesgado de conocer a nuestras parejas o familias ahora que estamos obligados a pasar tanto tiempo con ellas. Pues bien, del mismo modo, y desde un planteamiento mucho más serio y constructivo, me encantaría aprovechar la oportunidad implícita siempre en momentos de crisis como este.

En aras de ayudar al estudio me he planteado una serie de preguntas básicas, a modo de ejemplo, que nos permitan iniciar un borrador de informe en esta materia; siempre teniendo en cuenta que tan importante son las respuestas como las premisas de partida de cada caso en particular:

  1. ¿Cuántos dormitorios tenemos en casa? ¿Cuántos somos en la familia? ¿Número de baños?
  2. Llevamos días conviviendo durante 24 horas con nuestra casa. ¿Qué estancia es la más concurrida? ¿Es esa estancia la más grande?
  3. ¿Se ha convertido esa estancia en la más diáfana, o flexible?
  4. ¿Hemos aumentado el tiempo empleado en el dormitorio, con respecto a una semana normal?
  5. ¿Qué papel juegan los niños en esta nueva realidad y qué proporción del diseño de la vivienda está enfocado a ellos o consensuado con ellos?
  6. ¿Ha vuelto la cocina a ocupar un lugar central dentro de la estructura familiar, ahora que tenemos tiempo que dedicar a nuestra alimentación, pero sin los formalismos de eventos puntuales o épocas caseras como las Navidades?
  7. ¿Hemos echado en falta la chimenea como representante histórica del hogar?
  8. ¿Seguimos orgullosos de haber cerrado la terraza para ganarle espacio al salón?
  9. ¿Sigue siendo ridículo ese balcón que nunca habíamos usado hasta ahora?
  10. ¿Hemos conseguido que la familia coma unida en el comedor, alejada de las pantallas y los estímulos visuales propios de esta generación?
  11. ¿Se han convertido en un aliciente las escaleras, en caso de que las tengamos?
  12. ¿Pensamos que las ventanas de nuestra casa deberían ser más grandes o más pequeñas que las que tenemos?
  13. ¿Nos hemos hartado de algún elemento o aspecto en concreto? ¿Se nos ha quedado pequeño el televisor?
  14. ¿Echamos en falta espacios más abiertos? ¿O por el contrario nos gustaría tener más privacidad?
  15. ¿Está nuestra casa preparada para poder trabajar en ella?
  16. ¿Echamos en falta más estancias independientes para poder separar las distintas actividades o hobbies entre los integrantes de la familia?
  17. ¿En qué medida las mascotas han influido en la convivencia familiar de los distintos espacios?
  18. ¿Qué es lo primero que cambiaríamos de nuestra casa si pudieramos reformarla mañana?
  19. ¿Qué es lo último que tocaríamos en tal caso?
  20. ¿Qué nota le daríamos a nuestra casa, del 1 al 10?

Podríamos seguir así durante horas, pero creo que lo importante no es responder cuestiones concretas o preestablecidas, sino que cada uno analice y sea consciente de las características que definen a su vivienda, y a partir de ahí establezca un mínimo listado de pros y contras que nos permitan mejorarla en un futuro. O en su defecto, contribuya a descifrar los entresijos de nuestras necesidades específicas de cara a la búsqueda de nuestra siguiente casa, bien sea en alquiler o en propiedad.

De hecho, creo que esta última cuestión es otra de las grandes preguntas que deberíamos hacernos. ¿Pensáis que vuestra próxima vivienda sería en propiedad o de alquiler? Y si no es mucho preguntar, ¿por qué?

En fin, estoy seguro de que aquellos que sigáis leyendo este artículo habréis captado perfectamente la idea que se esconde tras estos párrafos. Así que confío en que hayan sido capaces de evocar en vosotros un mínimo de inquietud por los espacios que condicionan, ahora más que nunca, vuestro día a día y el de vuestras familias. En definitiva, un ejercicio de reflexión a través del cual entender el posible valor de la arquitectura y el diseño en nuestras vidas. No con el objetivo de halagar a nuestra profesión, sino con el fin de exigirle mucho más.

Los arquitectos siempre nos hemos definido como una herramienta fundamental para la sociedad. Es momento de que os lo creáis y empecéis a ayudarnos a resolver los complejos dilemas espaciales asociados a una sociedad cambiante y en constante e intrépida evolución.

Muchas gracias de antemano por vuestra colaboración.

Ánimo y mucha salud!

#YoAnalizoMiCasa

domingo, 15 de marzo de 2020

Artefactos Nefastos_Semáforos

Tras multitud de trayectos en los cuales reflexionar sobre las cosas más absurdas pero a la vez cotidianas de nuestra existencia, surgió esta nueva sección del blog denominada “Artefactos Nefastos”. Un sentido homenaje a esos pequeños inventos concebidos para mejorar humildemente nuestras vidas, pero que con el paso del tiempo, se han acabado convirtiendo en protagonistas inesperados de nuestros peores pensamientos.

Quizás sea mejor comenzar con un ejemplo sencillo, para facilitar así la comprensión de este objetivo y de paso animar a aquellos que terminen por leerlo, a proponer sus propios candidatos a “Artefacto Nefasto” del mes.

Como era de esperar, no se me podría ocurrir una mejor manera de iniciar este nuevo reto, que con ese maravilloso adelanto tecnológico que permitió a nuestra sociedad desenmarañar un tejido urbano cada vez más dinámico y complejo. Un catalizador capaz de organizar el mismísimo caos mediante un sencillo código audiovisual que años más tarde forma sin duda parte del imaginario colectivo, hasta el punto de resultar impensable o incluso inadmisible, su ausencia.

Efectivamente, estas palabras se dedican a la señal de tráfico por excelencia. Sí. El semáforo.

¡Qué grandiosa excelencia la suya! Con un mínimo cambio de tono, logra paralizar los más feroces motores sin la más mínima discusión. Un sencillo elemento que, reproducido de forma exponencial, se erige en complejo sistema de coordinación, a través del cual organizar las comunicaciones entre las distintas vías públicas que componen toda ciudad. Un juez inanimado que establece con total eficacia los turnos concretos entre vehículos y peatones. Entre paralelas y perpendiculares. Entre ciertos inmuebles e inciertas carreteras.

Una idea sin precedentes, que sin embargo, ha dado lugar a innumerables consiguientes. Casi me atrevería a decir que demasiados. Tantos que nos resulta imposible contarlos en nuestras calles. Tantos, que llega un momento en que casi somos capaces de obviarlos. Pero no.

El ser humano cuenta con los recursos necesarios para adaptarse a los más incómodos condicionantes, en tanto en cuanto, estas circunstancias se repitan con una mínima frecuencia. Mientras nuestro oído logra silenciar el paso reiterativo de un tren, o incluso habituarse al ruido atroz de un aeropuerto cercano, aún no conozco humano alguno que haya encontrado la fórmula para ningunear la aportación lamentable de estos nefastos artefactos.

¿Quién no se ha visto alguna vez absorto frente al volante, contando de forma inconsciente los segundos que le separan de esa ansiada luz verde que nos permite avanzar los escasos metros que nos separan del próximo representante de tan diabólico despliegue tecnológico?

En mi caso, me enerva descubrir la inmensa y valiosa cantidad de tiempo que destino, obligado, a tan rutinaria penitencia. No es que pretenda circular sin límites por las calles que me rodean. No. Más bien, soy de los que piensa que no es necesario programar estos malditos “cacharros” para que se vayan sucediendo matemáticamente hacia el fatídico rojo, conforme nos vamos acercando a la velocidad permitida hasta sus inmediaciones. No logro entender el verdadero objetivo que podría justificar que el técnico de turno que los regula, se empeñe en fastidiar nuestras vidas de semejante manera. Así que prefiero pensar que ha de existir alguna razón. Simplemente, no he disfrutado aún de los semáforos necesarios para descubrirlo.

Se podría llegar a pensar que el primer objetivo es permitir que fluya el tráfico para evitar accidentes o incidentes en la urbe. Creo que sobra explicar que en este caso se está intentando denunciar precisamente la ausencia total de fluidez. Dicho esto, otra alternativa sería la intención coherente de controlar la velocidad media del tráfico rodado. No esta mal. Sin embargo, ¿nadie les ha comentado que la mencionada sucesión de paradas injustificadas no hace sino desesperar al conductor y, por tanto, fomentar que acelere su marcha para evitar que tan temido bucle de interrupciones se pueda llegar a cebar con ellos?

En esta misma línea, mejor me ahorro el argumento del calentamiento global y la reducción de las emisiones, ¿verdad?

Por favor, aprovecho estas palabras para recordarle a estos eficientes empleados, que bajo esos puntitos que decoran divertidos sus monitores, nos encontramos personas normales con la firme intención de cumplir con nuestros objetivos más inocuos, sin otra intención que cumplir con las normas sin que ello suponga renunciar a nuestra paciencia o incluso felicidad.

Puede que suene exagerado o innecesario, pero no veo razón alguna para que un tramo de vía de aproximadamente dos mil metros, entendida como trayecto principal sin desvíos ni incorporaciones desde o hacia vías secundarias, nos deleite con la friolera de diecisiete semáforos consecutivos y tres rotondas como divertidos silencios en tan molesta melodía. Estamos hablando de uno de estos artefactos por cada poco más de ciento quince metros; no más de cien, si consideramos las rotondas como detenciones o interrupciones equivalentes. ¿Son conscientes de que, a una media de treinta segundos por semáforo, esto supone un total de ocho minutos y medio de desesperante espera?

Para que se hagan una idea, es más de lo que tardaría un maratoniano en recorrer la totalidad del trayecto a pie. Es decir, si pudiéramos acumular el tiempo detenidos, nuestro rival alcanzaría la meta sin que nosotros hubiésemos podido siquiera iniciar nuestro camino. ¿Radical?

Pues esa es mi realidad cotidiana, y puede que la de muchos de vosotros.

No me malinterpreten, no defiendo el caos ni la anarquía rodada. No. Tan sólo reclamo un poco de sensatez. La justa y necesaria para recordar el verdadero motivo por el que se inventaron estos artefactos, hasta el punto de recobrar la merecida cordura que los aleje de tan nefasto resultado.

Muchas gracias por su tiempo. Piensen que en lo que tardan en leer este artículo, podrían haber disfrutado de unos diez o doce semáforos.

Caminante, se hace camino al andar. No al esperar a que la maldita lucecita se torne finalmente en verde.

Un placer.