miércoles, 30 de octubre de 2013

El libro_p09


Capítulo 9

En estos momentos de máxima alegría es cuando solemos recapacitar y pensar en lo acertado de nuestras decisiones y en lo enigmático del destino.

Embriagado por la emoción que me generaba mi amor, mi musa, mi vida; no hacía sino recordar lo cerca que había estado de renunciar a todo esto. Tan sólo mi testarudez y mi innegable valentía habían sido capaces de doblegar los contundentes miedos que atenazaban a mi querida madre. Bloqueada por un instinto maternal infranqueable, su inexplicable sentido de culpabilidad le impedía analizar las cosas con un mínimo de objetividad. Su único punto de vista posible era siempre el peor de los escenarios, y desde luego, no podía culparla por ello.

Fueron meses de gran dureza, aun cuando su impostura general me mostraba una máscara amable y tranquila, recubierta por un halo de forzada naturalidad. No podré jamás olvidar que por más que maldijera mi suerte, ello no me convertía ni de lejos en la única víctima de esta situación. Como en todo largometraje, unos personajes protagonistas son los encargados de guiar al espectador a lo largo de su deambular entre actores secundarios tan implicados o más que ellos en el desarrollo de la historia, mi historia. Todos igual de importantes, todos igual de imprescindibles. En este caso, me había tocado el papel principal, mientras que a mi madre le habían otorgado un ingrato segundo plano, incompatible por otra parte con su condición de madre. No existe circunstancia ni desgracia en la vida capaz de alejar a una madre de sus hijos. Y así fue.

Preocupada por mi devenir, decidió adoptar una solidaria posición de pseudo-enferma en la cual empatizar conmigo hasta el punto de convertirse en mi apoyo más fiable, sin por ello descuidar sus labores como esposa, madre y ama de casa. Eso sí, yo estaba enfermo y podía hacer, o dejar de hacer, todo lo que yo quisiera. Nadie osaba mentar mi apatía como posible motivo de discusión.

- Pobrecito, ya tiene bastante con lo que tiene-, decían.

Pasé de ser un niño normal, un hermano mayor paciente y “marginado” ante el protagonismo del pequeño, a convertirme en un mimado hijo único con tres exageradamente atentos padres.

Indudablemente mi reacción no se hizo esperar, y como ser humano que soy, comencé a creerme en el derecho de exigir tales privilegios, como si mi enfermedad tuviese que ser la de todos. Hasta el punto de olvidar quienes eran y por qué estaban ahí. Lejos quedaba ya aquel maravilloso 20 de abril en el que la euforia y unas inmensas ganas de vivir me enseñaron de nuevo el camino hacia la felicidad. Una muestra como tantas otras de mi inmadurez y de lo perverso de esta vida.

Afortunadamente, siempre hay una persona en tu entorno, lo suficientemente sincera como para obviar la estupidez reinante y reprochar una actitud para nada justificada con mis carencias visuales. Como no podía ser de otro modo, mi hermano, ese gracioso “pequeñajo” dispuesto a arruinar todo lo importante en mi inestable adolescencia, hacía uso de su incomparable maestría en las artes del chinchar, para acercarse a mí, abandonar su inapropiado traje de padre y hacer lo que mejor sabía hacer; sacarme de mis casillas hasta conseguir que lo viese todo desde una nueva perspectiva. La perspectiva de la madurez, para acabar retomando mi lugar original con los bolsillos llenos de sabiduría y fuerzas renovadas.

En ese momento, recordé lo bien que me sentaba el papel de hermano mayor, sermoneando al inexperto querubín en su histérica búsqueda del caos. Enseñándole el error cometido y su estúpida obsesión por amargarme la existencia. Nada que no hubiésemos hecho ya antes, cientos de veces.

Sin embargo, esta iba a ser diferente. En pleno momento álgido de mi reciclado discurso, me vi interrumpido por una versión sorprendente de mi hermano, una voz aparentemente experta y madura, con un tono hasta entonces desconocido, con los ojos ensangrentados sobre una sonrisa calmada y sincera. Un estado de furia en el cual el cariño se erigía en único intermediario fiable.

Impactado ante tal derroche de carisma, me mantuve perplejo, en silencio, ansioso por conocer el verdadero motivo que explicaría ese paso adelante. Con brusquedad, algo seco pero amable, parecía escoger las palabras con parsimonia y criterio. Firme frente a mí, apretaba su fornida mano sobre mi flacucho brazo, con la fuerza justa como para atraer todos mis sentidos sin despertar al dragón de dolor que todos escondemos en lo más profundo de nuestro ser. Sorprendentemente sereno, pronunciaba con dureza y calma uno de los mayores reveses que nadie me había asestado jamás.

  • Hermano, sabes que te quiero y que siempre lo haré. Que valoro todo lo que has hecho por mí y que lamento profundamente lo ocurrido. Pero ha llegado el momento de que te diga todo aquello que nadie parece dispuesto a decir.
  • Pero... - Con un leve pero amenazador movimiento de ojos acalló todo atisbo de duda o inquietud. Absorto en la escena, cerré la boca y me dispuse, resignado, a escuchar.
  • Hace ya muchos meses desde que la desgracia tornó tus días en noches. Muchos días de oscura rutina. Demasiados cambios para tan poca experiencia. Lo sé. Intento entenderte y créeme que lo hago. Convivo en esta casa las 24 horas del día. Y sabes que no me cuesta nada ayudar en todo lo que puedo, porque sé que tú harías lo mismo por mí. Sin embargo, hay algo más importante que todo esto. Tenemos la suerte de que no estamos solos en esta situación. Tenemos unos padres dispuestos a sacrificar sus vidas por nosotros. A dar todo lo que tienen y parte de lo que no, con tal de que veamos las cosas con algo más de luz.
    Imagino que estarás de acuerdo conmigo en que somos muy afortunados. Pero, nos guste o no, nuestros padres no son inmortales, ni perennes, ni van a estar siempre ahí para nosotros, como si nada les pudiera afectar.
    Hermano, papá y mamá están haciendo todo lo posible por evitarnos una realidad evidente. Si somos mayorcitos para hacer y decir lo que nos da la gana, también deberíamos serlo para apreciar estos detalles. Al menos, yo lo intento. Y sé que tú eres aún más listo que yo.
    Siento decirte esto, pero no pienso aguantar más esta farsa, apoyar esta gilipollez. No voy a dejar que te lleves a mis padres contigo. Estás jodido, sí. Es injusto, puede que sí. Pero de ninguna manera, voy a permitir que te conviertas en un impresentable consentido y déspota, capaz de enterrar en mierda todo aquello que le rodea, incluida su familia más cercana. Tienes un problema de visión, así que no hay razón alguna para comportarte como si no tuvieras cerebro. He hablado con tu médico y me ha dicho que la depresión puede ser una de las consecuencias directas de lo ocurrido. Que la negatividad y la desidia podrían apoderarse de ti. Que debo ser paciente y reírte las gracias como si de un loco te tratases. Pero no puedo – un nuevo parón, anunciaba unas lágrimas que seguro que debían estar ya asomando tras el brillo de sus ojos – me niego a aceptar que una puta enfermedad rara vaya a llevarse a mi hermano y arrebatármelo de mis propias manos. Me temo que no. No tengo ni idea de medicina, pero a ti te conozco lo suficiente como para saber que no es propio de ti actuar de un modo tan cobarde y desconsiderado. Durante años me has enseñado a ser un hombre, ¿para qué? ¿Para convertirte en una niñato atontado?
  • Pero...
  • ¡Ni peros ni hostias! Déjate ya de “victimeos”. Sabes que estoy aquí, pero no para malgastar mi tiempo en intentar ayudar a alguien que no quiere ser ayudado. Y lo que es peor, a alguien que ni siquiera reconozco.
    Te voy a decir una cosa, papá y mamá entiendo que te rían las gracias, pero conmigo has topado. Se acabó. Si de verdad te queda algo de dignidad, sabrás valorar estas palabras y entenderás que no son dagas lanzadas para herirte sin más, sino que es el último paso en mi penitencia, por fin he logrado sacar las dagas que desangraban mi ser para enseñártelas y que entiendas que eres tú quien las ha puesto ahí. No te culpo, pero no quieras que llegue a odiarme por ello.
    En aquel momento, no supe qué decir. Los sentimientos de furia y tristeza convivían en un frágil equilibrio que no sabía por donde podría acabar explotando. Mi cara era un auténtico poema. Hablar de cara de tonto, sería un eufemismo injusto. Abatido, veía como mi hermano abandonaba impotente mi habitación entre lagrimas, exigiéndome una respuesta que era incapaz de generar.

Aquella noche, los segundos se sucedieron con especial lentitud. Mi cabeza estaba repleta de pensamientos inconexos, siempre presididos por el telón de fondo de aquel diabólico rostro. Esa angelical muestra de cariño desesperado.

Cada intento por analizar sus palabras derivaba en una tremenda ofensa hacia mi recién descubierto orgullo. Los insultos retumbaban en mi cabeza como si de una tormenta se tratase. Truenos que impactaban con dureza en mi dolido corazoncito. Descargas de energía que penetraban hasta lo más profundo de mí, llevando mi sangre a ebullición. La tensión aumentaba exponencialmente en mi cabeza, siendo cada vez más frecuentes las respuestas de ira frente a los esfuerzos por comprender. El rencor creciente me armaba de valor de cara a lo que estaba por acontecer, una inevitable contienda en la cual aclarar los pormenores de tal falta de respeto, tal desfachatez, tal enorme equivocación.

Serían cerca de las cinco de la mañana cuando la temperatura de mi volcán alcanzó su cenit, momento en el cual todo mi cuerpo se encontraba carente de sangre. Adrenalina, nada más. Odio y adrenalina. Combustibles más que de sobra para acometer el necesario contraataque que devolviera la situación a su merecida normalidad.

De un salto, abandono las cálidas sábanas para adentrarme en la fría e inhóspita oscuridad que me separaba de mi enemigo. Convencido, cegado por la ira, sucedía los pasos con renovada energía. Cada movimiento reforzaba mi cuidada estrategia, mi incontestable derecho a defender mi honor.

Con la misma virulencia y agresividad con que me había alejado de la cama, me encontré con el quicio de la puerta, entornada tras la inesperada salida de mi hermano horas antes. La inercia debida a mi recién descubierto interés por luchar, se daba de bruces contra la impasible hoja de madera maciza. Apenas desplazada, me observaba ajena a mi ridícula aparición. Un golpe certero y seco, tan eficaz como para hacerme olvidar la herida superficial que teñía de rojo mi desconcertado rostro.

Ahí, tumbado, dolorido e incapaz de explicar este nuevo traspié en mi vida, descubrí con gran crudeza que mi mayor pesar no era el mapa que acababa de dibujar en mi cara, sino la enorme culpa que invadía progresivamente cada rincón de mi cuerpo. El cansancio y la pena se apoderaban de mis entumecidos músculos, mientras la sangre continuaba con su peculiar obra de arte.

No sabría contabilizar lo que imagino serían escasos minutos, pero puedo garantizar que mis penosos pasos de vuelta hacia la cama, siempre los recordaré como una de las mayores lecciones que jamás me ha dado la vida. Y todo gracias a mi hermano, quien no sólo acababa de sacudir mis cimientos hasta casi hacerlos caer, sino que además había contribuido de manera involuntaria en uno de los peores golpes que haya recibido. Su descuido al no cerrar la puerta, como tantas veces le habían reprochado mis padres, se había convertido en el improvisado colofón de tan inspiradora fiesta.

Avergonzado, humillado y arrepentido, arrastré mi equivocado orgullo hasta el descanso del guerrero, confiando en que esa necesaria fase de meditación y autocrítica me llenase de valor para afrontar todo lo que sin duda parecía asomar en un mañana que difícilmente pasaría a convertirse inmediatamente en ayer.

miércoles, 16 de octubre de 2013

El libro_p08


Capítulo 8

Asustado, el pánico me devuelve a este mundo. Con una inesperada agilidad me levanto de la cama de un salto y me dirijo desesperado hacia el despertador. ¡Marca las 7:45h! ¡Maldita sea! Me he quedado dormido. Anoche debí olvidar activar el despertador, y ahora pasan cuarenta y cinco minutos de mi hora prevista para comenzar mi rutina mañanera.

No sólo acabo de perder toda opción de llegar sólo al instituto, sino que restan tan sólo quince minutos para que mi hermano abandone la casa dirección al parking. Acabo de recordar que, desde hace una semana, se levanta un cuarto de hora antes para tener así tiempo de recoger a su novia e ir juntos hasta el instituto.

Repleto de adrenalina, mi cerebro empieza a actuar conforme a un protocolo de emergencias recién redactado. Lo primero, salir de la habitación y avisar a mi hermano de que sigo aquí. A continuación, necesito ducharme en menos de cinco minutos, elegir la ropa adecuada y vestirme lo más rápido posible. En ese momento, mi hermano invade mi cuarto para añadir un poco más de presión a la escena.

Con las zapatillas sin atar, los pelos de loco y un sin fin de libretas, libros y papeles mal metidos en la mochila, me despido de mi sorprendida madre con un rápido beso, a la vez que recojo un improvisado desayuno para el camino. Afortunadamente nuestras prisas me libran de la más que asegurada regañina que se gestaba en el interior de mi madre.

Dándole las gracias a mi hermano entre mis más sentidas disculpas, salimos corriendo hacia el aparcamiento. Es ahora cuando recuerdo mis limitaciones. Los tropiezos se suceden unos a otros, mientras mi preocupado acompañante no sabe si reírse o llorar ante lo esperpéntico de la situación.

Ya subidos al vehículo, me esfuerzo en cumplir y transcribir las estrictas órdenes que me trasladan desde el asiento del piloto. Aún a riesgo de marearme, tecleo en el móvil el conciso mensaje para Rocío, instándola a abandonar su casa y esperarnos en el cruce más cercano, ganando así unos minutos cruciales.

8:40h. Recogemos a nuestra invitada sin casi mediar palabra. Su reacción, lejos de echarnos en cara el cambio de planes, es recibirnos con una cálida sonrisa acompañada de una pregunta cómplice con la cual enterarse de quién había sido el dormilón y por qué me había unido por fin al equipo. Divertida, me daba la bienvenida con sorna, recordando mi puntería al elegir el día menos apropiado para unirme al viaje.

Tras explicar lo ocurrido y liberar a mi hermano de toda culpa, alcanzamos el instituto con cinco minutos de margen, gracias al favor del azar con el que logramos dejar el coche a escasos metros de la puerta de entrada.

Aún sobre excitado por lo angustioso del momento, aprovecho los minutos restantes para ingerir, más bien engullir, el desayuno que traía en la mano y descubrir decepcionado, cómo la entrada del instituto se mostraba ante mí desierta. Todos los compañeros parecían haber decidido acercarse a las aulas, y con ello, se esfumaba una de mis principales esperanzas. Poder aclarar todas mis dudas antes de que empezaran las clases. Pero una vez más, mi puntualidad brillaba por su ausencia cuando más la necesitaba.

Contrariado, recorría los pasillos con cierta premura, aunque preocupado por un encuentro no demasiado íntimo. A escasos metros de la puerta de mi clase, el timbre parece anunciar mi llegada, descubriendo al girar la esquina cómo era hoy mi tutora, quien se había reconciliado con el reloj.

En el umbral de la puerta, sostenía la hoja mientras me esperaba con ciertos aires de enfado. Forzado por las circunstancias acelero el paso hacia ella, esforzándome por mostrar la mejor de mis sonrisas antes de acceder al aula con una sentida disculpa.

En el trayecto hacia mi pupitre, no puedo evitar dirigir mi mirada hacia la tercera fila, donde, para mi sorpresa, encuentro un pupitre vacío. Lamentablemente, reacciono sin pensar y me freno en seco, analizando la totalidad del espacio en busca de mi apasionada amante.

Negativo. No hay rastro de ella. Apesadumbrado, obedezco a mi tutora, quien algo molesta insiste en que ocupe mi sitio para poder empezar su lección de hoy.

De todos los escenarios posibles a los que me había enfrentado la noche anterior, este no se asemejaba ni de lejos a ninguno de ellos. Era la primera vez, desde que la conocía, que no estaba allí a su hora. Nervioso, revisaba mi reloj cada minuto, no sé si deseando que apareciera o confiando en que en algún momento algo llamaría mi atención y me despertaría cansado en mi dormitorio.

Desgraciadamente los minutos pasaban y ni una ni otra sucedían. Seguía allí, oyendo distraído a mi tutora y observando cariacontecido la ausencia de la tercera fila.

Instintivamente, mis neuronas comenzaron a propiciar sus conexiones en busca de una explicación coherente que explicara tal infortunio. Sin embargo, todas las opciones barajadas respondían a planteamientos que no me acababan de gustar. Desde una fingida enfermedad que la alejara intencionadamente de mí, hasta una reacción desproporcionada de sus padres al descubrir nuestro pequeño desliz.

Y, por si esto fuera poco, mi ejercicio numérico seguía fustigando mi intelecto ante una solución imposible que supondría, con toda seguridad, una gran decepción para mi profesor, no tanto por mi fracaso, sino por incumplir mi promesa.

Las horas transcurrían impasibles, y todo se mantenía igual. No veía la luz por ninguna parte. En un intento por fomentar ese pragmatismo del cual solía enorgullecerme, decidí despejar ciertas incógnitas de la ecuación, dando por perdida toda opción de coincidir con ella hoy. De este modo, podría centrar mi intelecto en resolver el único enigma que parecía ofrecerme alguna posibilidad.

Absorto en operaciones y más operaciones, mis compañeros me observaban atónitos ante mi osadía. En plena teoría de inglés, no ocultaba en absoluto mis apuntes de última hora, redactando ecuaciones complejas, tachones, borrones y nuevas ecuaciones de manera impulsiva. Ajeno a todo contexto inmediato, me encontraba inmerso en un universo imaginario compuesto por números y signos que pretendían, sin éxito, ordenar el fatídico caos generado a mi alrededor. Hasta que, de repente, un signo de igual, gigante, se acercó hasta mí en actitud amenazante y de un golpe retiraba todos los apuntes de mi pupitre, devolviéndome abruptamente a mi cruda realidad. Una realidad compuesta por una profesora en estado de cólera y unos alumnos desternillados ante mi aparente pasividad.

Desde luego, mi expulsión de la clase no hizo sino empeorar la situación y convertir aquel día en una auténtica pesadilla. Por lo menos, todo ello me había permitido recuperar mi serenidad habitual y observar todo lo acontecido desde una nueva perspectiva.

Un nuevo sermón y el timbre del recreo, dieron luz verde a mi abatido deambular hacia el interior de la clase. Sin nada que comer y desprovisto de todo ánimo, me limité a apoyar la cabeza en mi incómodo pupitre y esperar así el paso de los minutos hasta el inicio de una nueva lección, que me acercara un paso más al final de la jornada, pese a que esta vez, el motivo de tal deseo fuese bastante alejado de aquel de los últimos días.

No sabría decir cuántos minutos habían pasado ya, pero a juzgar por el dolor de cuello que me ofrecía mi improvisada postura y el ruido de mis compañeros que parecía que iban ya volviendo a la clase, imagino que se habrían consumido los treinta minutos de rigor.

En ese mismo instante, alguien irrumpió en mi estado de soledad a través de la puerta del aula y con paso tranquilo pero decidido se dirigía hacia mí. Completamente alicaído no contaba ni con la curiosidad mínima necesaria como para alzar la cabeza, aunque sólo fuese por mantener mi dignidad frente a los compañeros.

Paradójicamente, mi incomodidad me hacía sentir bien. Me ayudaba a olvidar lo ocurrido y desconectar de un día que no podía ir a peor, ¿o sí?

Tal como meditaba acerca de mi mala suerte, noté como el visitante solitario se acercaba cada vez más a mí, como si mi lamentable situación fuese su principal objetivo. Inmediatamente, una única idea monopolizó mis pensamientos. ¡Mira que soy bocazas! Con la suerte que tengo, basta que diga que esto no puede ir a peor, para que alguien se acerque a mí a echarme en cara mi actitud o reprocharme mi reciente expulsión. Me daba miedo elevar el rostro ante lo que pudiera encontrarme, así que opté por la solución más cobarde y, sin embargo, más fácil. Mantenerme tal cual y con suerte, pasar desapercibido. Parecía uno de esos pequeños “animalitos” que fingen una muerte repentina frente a sus depredadores, salvo que en mi caso más que morir, pretendía evocar una “siestecita” mañanera.

Sentía perfectamente el aliento de mi acompañante, se mantenía erguido y firme junto a mí, convencido de que era conmigo con quien quería hablar y trasmitiéndome que no tendría problema alguno en esperar lo que hiciera falta para hacerlo. Era una guerra de paciencia, en la cual no creo que partiese como favorito. En tan sólo dos eternos minutos que llevaría ese ser anónimo en mi aula, ya había estado tentado de descubrir mi estratagema en un sin fin de ocasiones. Pero aguantaba. Estaba orgulloso de mí. Sí señor.

En cuestión de segundos, todo cambió. Mi desconocido depredador, cercaba cada vez más mi huida. Paciente, había decidido sentarse en mi pupitre, sorprendentemente cerca de mi cabeza. Esto tenía mala pinta. No podría mantener mi impostura mucho tiempo. Me debatía entre mis escasas opciones, cuando una atrevida mano hizo acto de presencia e invadió territorio enemigo. Como si de un DNI se tratara, no necesitaba ver sus huellas para saber a quién me enfrentaba. Tan sólo hacía falta seguir mis instintos más profundos para reconocer en ellos, sensaciones tan familiares como recientes. Un tremendo escalofrío recubierto de toneladas de miedo e ilusión, recorrían todo mi cuerpo. Por primera vez en todo el día, podría definir mis circunstancias como agradables.

Su suave voz culminó la bonita ascensión hasta el cielo. Con un leve susurro y una ternura indescriptible, se acercó hacia mí. - “Cómo está lo más bonito?”, ya he oído que has tenido un mal día, ¿no? - Lo cual acompañó de un beso espectacular en el cuello.

Deseando no despertar nunca de este innegable sueño, enfilé mis ojos hacia los suyos, mientras una sonrisa automática y sincera se dibujaba en mi maltrecha cara. No quería ni imaginar lo lamentable de mi “careto”, pero en aquel momento, todo parecía relegado a un meritorio segundo plano.

En cuanto nuestras miradas se encontraron, supe que pese a estar muy cerca, aquello no podía ser producto de mi imaginación. Estaba ahí, sonriente y preocupada. Sin la menor muestra de duda con respecto a mí, a nosotros. Un simple gesto había bastado para acallar todas mis vacilaciones y recelos. Una caricia certera que acababa de remover todos los palos de mi sombrajo.

Radiante, devolvía su beso con gran alegría. Manteniendo su tono de susurro, me acercaba a su oído para contestar su pregunta con un sencillo: -”ahora mucho mejor”. A lo cual adjuntaba un sutil besito junto a su oreja. El suspiro que provoqué, resultó más que suficiente para entender la magnitud de nuestra entrega.

Ya incorporado, y tras consultar el reloj, no dudé en aprovechar los diez minutos que aún restaban de recreo para compartir cada instante con ella, exprimir su presencia al máximo. Me moría por contarle mi día, el por qué de tan lamentable imagen. Pero, por otro lado, mi deseo era aún mayor por conocer la razón que motivaba su retraso. En un alarde de coherencia, cedí la palabra a ella, mientras memorizaba cada rasgo de su cara, cada gesto de su rostro, cada marca de su piel. Por primera vez en mi vida, parecía bendecido con la virtud de la “multitarea”. No perdía detalle de su imagen, mientras analizaba cuidadosamente cada matiz de su discurso, cada melódica variación en su voz. Todo ello, sin perder de vista el mensaje que se ocultaba tras todo aquel maravilloso atrezzo.

Un aluvión de felicidad recorrió con fuerza cada una de mis extremidades. Todo mi día daba un vuelco radical. Lo que antes era desazón y angustia, se tornaba ahora en ilusión y tranquilidad. Mi resignación, en pura inquietud. Por fin, quería más. Y ella se mostraba más que dispuesta a dármelo.

Cuando más interesante resultaban sus palabras, un imprevisto fogonazo interrumpió mi atención. Lo suficientemente fuerte como para abstraerme de ese espectacular estado de embriaguez en el que su presencia me sumía. Para mi sorpresa, toda aquella radiación de optimismo y pasión, acababan de derivar en un grado máximo de inspiración. Mientras sus delicados labios brillaban bajo el influjo de sus comentarios, mi cerebro volvió a codificar mi entorno en base a números, signos y operaciones matemáticas. En cuestión de segundos, el complicado dilema que había torturado mis últimas horas, se convertía en la cándida expresión de un conjunto de sumas y restas. Del mismo modo en que se observa desde la distancia el trayecto correcto en un laberinto, veía ahora todas aquellas tentativas erróneas sucumbir ante la evidencia.

Con un instintivo respingo me dirigí eufórico hacia la mochila para encontrar un papel y un boli. Como si de un poseído se tratase, comencé a transcribir toda aquella amalgama de números, ante la perplejidad de mi contertulia, quien sonriente y tranquila, esperaba su momento para aclarar este caos. Tras escasos segundos de frenesí, rescaté mi cordura de lo más profundo de la satisfacción, para recuperar el maravilloso diálogo interrumpido previamente.

Su expresión generó una carcajada cómplice que precedió a mis esfuerzos por suavizar y naturalizar lo ocurrido. Consciente de mi mala educación, notaba como aumentaba mi preocupación al analizar las posibles consecuencias de mi descontextualizada reacción. Afortunadamente, esta no fue sino una muestra más de su grandeza, respondiendo con gran comprensión a mis forzadas explicaciones.

Orgullosa, me abrazó y me felicitó por mi logro. Sin más.

No podía salir de mi asombro. Era tan perfecta, que daba hasta miedo. No podía ser real.

Ante el final del recreo, me apresuré en recuperar el estado de felicidad original, devolviendo una mínima parte de lo que acababa de regalarme. Serio y confiado, le agarré de la mano, cuando se disponía a ocupar y ordenar su pupitre, la atraje firmemente hacia mí, y le susurré al oído: “parece que ya puedo presumir de musa” - Tras lo cual, la besé con toda mi alma.

Sin palabras, me miró y no pudo más que sonreír, asomando un precioso atisbo de sonrojo en sus cálidas mejillas.