martes, 2 de julio de 2013

De bueno... tonto


Hoy me he levantado polémico, sí. En el buen sentido, como siempre, pero sí. Resulta que hoy es uno de esos días en los que me cuesta más mantenerme firme ante la adversidad. Harto de nadar contracorriente, me siento aquí para desahogarme y puede que incluso, alzar este canto desesperado en busca de posibles amigos que decidan unirse a esta triste pero necesaria queja.

Titulo este artículo como lo que soy. No os preocupéis. Estoy cada día más orgulloso de poder definirme así, de bueno tonto. Por más años que pasen, nadie es capaz de cambiar mi opinión al respecto. No soporto a la gente que huye de esta afirmación como si de un león se tratara.

Es que tú eres demasiado bueno.
De bueno es que eres tonto.
Tu problema es que la gente se ríe de ti en tu cara y no te enteras ....

Todas ellas expresiones tan crueles como reales. Pero, sin duda, la peor de todas:

¿De qué te sirve? ¿Tú te crees que lo van a valorar, que cuando llegue el momento no te la van a hacer? Tú lo que tienes que hacer es pensar más en ti.

Lo siento, pero no puedo más. ¿Cómo hemos podido llegar a esto? No me creo que haya nadie en este mundo al que le moleste que lo traten bien. Nada más. No estoy hablando de agasajar ni halagar a nadie. No hablo de hipocresía, no hablo de falsedad. Sólo hablo de naturalidad. Ser uno mismo y sacar lo mejor que tenemos dentro para hacer un poco más fácil la vida de quienes nos rodean. Y fijaos que no he empleado la palabra amigos o familia, siquiera conocidos. No necesito conocerte para tratarte bien. Evidentemente, mientras más te conozca y mayor sea el cariño que nos une, mejor será mi trato. Pero, ¿por qué nos cuesta tanto asumir como punto de partida una visión optimista y alegre?

Es muy fácil quejarnos de nuestra mala suerte, nuestras desgracias y el mal ajeno sin pararse a analizar nuestras acciones y nuestro día a día. Yo no me considero perfecto, ni de lejos. Pero hago lo posible por aspirar a ello. La vida me pone en mi sitio y me enseña a diario que la perfección es un lejano tren en marcha, que se aleja progresivamente de mi, por más que yo intente correr. Imagino que una de las claves de la felicidad es asumir esta utopía, para entender la autoexigencia en su justa medida. Sin embargo, me preocupa que la inmensa mayoría de personas que lean estas palabras, sentirán vergüenza ajena, me tomarán por loco o algo peor, y con suerte sólo se referirán a mi para reírse entre amigos de mi estupidez. Pero eso, lógicamente, me da igual. Lo que me quita algo el sueño, es que estoy rodeado de gente dispuesta a exigir sin ofrecer. Me entristece saber que es más probable cruzarme con alguien egoísta que generoso, alguien ensimismado en sus únicos y exclusivos intereses que alguien capaz de hacerte partícipe de los suyos.

Hace algún tiempo, fui testigo indirecto de una de las historias más penosas que jamás haya podido escuchar. Uno de esos momentos en la vida, que marcan un antes y un después. De esos que te hacen pensar, pensar de verdad.

Una hija, afligida por la injusticia y el desazón, se dirige a su madre desconsolada, repleta de lágrimas. Su infortunio ha decidido volver a hacer acto de presencia para recordarle lo complejo que tiñe de ruina cada paso en su vida. Una vez más, lo que parecía un proyecto de futuro serio y consolidado, se torcía ante sí para mostrarle la más cruda de las realidades. No sólo estaba equivocada, sino que ahora era ella quien estaba ahí destrozada, mientras su inminente enemigo se regocijaba en su triunfo. No podía pasarle más que a ella. No aprendo, repetía entre llantos de amargura. En definitiva, uno de esos dramas tan difíciles de aceptar.

Su madre, impasible y paciente contertulia, escuchaba atentamente tan lamentable situación. Con ese cariño que sólo ellas son capaces de ofrecer, pañuelo en mano, secaba en silencio las lágrimas que bañaban las sonrosadas mejillas de su derrotada hija. Una mirada comprensiva y tierna, acompañaba sutil los pocos gestos puntuales de aprecio y ánimo con que demostraba su imperturbable atención. La tranquilidad propia de la sabiduría y la experiencia al servicio de su vehemente pequeña.

La razón por la que cuento esto no es otra que la impactante reacción de su madre.

Cuando su hija pareció vaciar el baúl de la tristeza, esta madre supo entender su momento y se dirigió a ella con voz pausada, afectiva y firme. Tu problema, hija mía, es que eres demasiado buena. No puedes ir por ahí así. La gente se aprovecha de ti. Tienes que pensar más en ti y tener un poco más de maldad.

¡Espectacular! Seguro que a ninguno os ha sorprendido, del mismo modo en que reaccioné yo. Sin embargo, el tiempo jugó su papel y asimilé lo peligroso de tal respuesta. No critico a una madre por querer lo mejor para su hija. No. Nos critico a todos, critico a la sociedad por permitir que esa sea la única reacción posible. Por acorralar a esa madre hasta el punto de desearle a su hija mayor maldad. ¿Somos conscientes de lo que ello supone? Puede que esta conclusión suene algo desproporcionada, pero os aseguro que no querría verme en esa situación. Y lo peor, es que estoy seguro de que la única razón por la cual aún no me he visto ahí, es porque no soy padre. Hubiese reaccionado exactamente igual, y eso es lo que me asusta y entristece a partes iguales.

Pues bien, a aquellos que hayan aguantado hasta el final de este lamentable conjunto de palabras, os diré algo. No os dejéis llevar por una sociedad infectada de negatividad y desleal competencia. Si vuestro interior os pide recibir al vecino con una sonrisa, desearle los buenos días en el ascensor o ayudar a la viejecita del quinto a bajar el carro de la compra... ¡Hacedlo! No os desaniméis si vuestros gestos son ignorados, malinterpretados o reprochados. No. Sabemos que lo realmente importante es la sonrisa con la cual uno se va a la cama. El silencio de conciencia necesario para dormir placenteramente. No sé por qué, pero sigo creyendo en que más allá de lo que la vida nos tenga previsto deparar, será mucho más llevadero si va acompañado de buenas sensaciones.

Haced una prueba, cuando vayáis a un comercio, dirigíos al dependiente como si lo conocierais, con una sincera sonrisa y un contundente saludo. Tratadlo como os gustaría que os trataran a vosotros. Sólo eso. Ni más ni menos. Con respeto, eso sí, y sin invadir la intimidad de nadie. En definitiva, con educación. Esa palabra casi obsoleta que, fruto de la evolución, ha derivado en una versión más madura y perversa de sí misma, maleducado. Una de las palabras más empleadas, curiosamente entre maleducados. Paradojas de la vida. Volviendo a mi sugerencia, mi experiencia personal es que, salvando algunas esporádicas excepciones, suelo salir del comercio con una sonrisa aún mayor que aquella con la que entré. Os lo recomiendo. Es una sensación brutal. ;-)

Dicho esto, confío en que estas reflexiones que deambulan en mi inquieta cabeza, nos sirvan a todos para pensar un poco más acerca de lo que representa nuestro día a día, aquello que nos convierte en lo que somos y en lo que nos gustaría realmente ser; que, con matices, nos une en torno a un mismo objetivo, ser felices.