miércoles, 30 de noviembre de 2011

¡Basta ya!

Buenos días, sí, soy arquitecto. A mucha honra.

Soy uno de esos miles, que tras años de dedicación a mis estudios, ajeno a todo lo que representa la ansiada vida universitaria, y tras dar gracias por poder ejercer mi profesión por cuenta ajena, se encuentra en una situación bastante precaria e inquietante, o quizá no tanto.

Sin embargo, me gustaría salir a colación de este nuevo bombardeo mediático en el cual parece resultar morboso o atractivo, por no decir noticiable, el mal momento por el que pasa el sector. Agradezco la preocupación que parece reinar entre la sociedad acerca de nuestra situación laboral, es más, aprovecho la ocasión para denunciar y mostrar mi apoyo a todos aquellos que, desgraciadamente, no encuentran solución a esta encrucijada que se nos ha planteado.

Desde aquí, mi más sincera muestra de apoyo y ánimo.

Pese a ello, no estoy aquí para lamentarme y patalear, para echarme flores a la espalda por lo bien que lo estamos haciendo en una época tan dura y difícil. No. Se trata de destapar una realidad subyacente, daños colaterales de un periodo de bonanza sin igual. Una década de derroche y sinrazón que ha fraguado en una resaca difícil de asimilar.

Con ello no quiero criticar a mis compañeros por los posibles errores que hayan podido cometer, no nos engañemos, yo probablemente hubiese cometido muchos de ellos también. Más bien pretendo animar a todos aquellos implicados en tal penuria, a dedicar algo del mucho tiempo del que disponemos hoy día, a recapacitar acerca de dichos errores. Pensar en lo que realmente ha hecho mal cada uno. Algo tan simple y a la vez inusual como hacer autocrítica.

Efectivamente, los culpables de la mala situación que estamos viviendo somos los propios profesionales del sector que hemos permitido que esto ocurriera, cegados por el estado del bienestar en el que se ha vivido. Lo hecho, hecho está. Lamentarse o acusar a los demás no nos va a ayudar en nada. Sólo hay una cosa que nos queda por hacer: aprender de ello para evitar en lo posible que nos vuelva a ocurrir, y educar a los que están por llegar para ahorrarles este traspié.

Cimentar bien las bases del resurgir del sector y la profesión, asumiendo de antemano que no buscamos una vuelta al pasado, sino forjar un futuro esperanzador. Un futuro diferente pero no por ello peor. No debemos tener miedo a lo desconocido, o a rechazar modelos aparentemente muy rentables que han resultado ruinosos. Lo estúpido no está en equivocarse, sino en negar la evidencia.

Debemos retomar del pasado ciertos principios olvidados y devolver al arquitecto al lugar que le pertenece. El del profesional formado para ayudar a los ciudadanos a encontrar soluciones a uno de los problemas más antiguos del ser humano, el habitar. La necesidad innata de protegernos de la intemperie, pernoctar a cubierto, resguardar nuestros bienes, favorecer nuestra intimidad, optimizar nuestro trabajo o, lo más importante, simplemente disfrutar de una estancia agradable.

No debemos ser vistos como esos ricachones prepotentes que no osan manchar sus zapatos de marca en el barro de sus obras, ese impuesto desagradable y obligatorio asociado al molesto trámite administrativo, ese gasto innecesario y excesivo. No. Somos mucho más que todo eso. Ello no quita que haya ciertos momentos en los que se hayan dado innumerables razones para alimentar estos bulos. Pero no por ello debemos caer en el desánimo y aceptar ciertos prejuicios ya instaurados, o lo que es aún peor, contribuir a tal debacle desprestigiando nuestro trabajo y regalando los honorarios. No soy nadie para juzgar las acciones de otros compañeros, pero desde luego no nos hacemos ningún favor entrando en una batalla sin ley por la bajada desorbitada de precios, hasta el punto de que nos cueste dinero ejercer nuestro trabajo. La crisis está ahí, y hay que adaptarse. Pero sin cruzar determinados límites que no hacen sino infravalorar nuestro empeño.

Por todo ello, aprovecho para arengar a mis compañeros en estos momentos duros y a la vez bonitos, donde replantearse los errores y mejorar nuestras actitudes y aptitudes, a buscar nuevos caminos sin por ello abandonar esta bella profesión. Encontrar de nuevo nuestro espacio, ese pequeño rincón de felicidad desde el cual ayudar en lo posible a los demás y ganarnos la vida con orgullo. Nuevos puntos de vista desde los cuales observar a la arquitectura, y dejar que ella nos observe a nosotros. No me cabe duda, que hay ciertos claros entre las penumbras. Aún se puede hacer arquitectura, sólo que no de la forma que el tiempo nos ha enseñado a rechazar. Así lo hago, lo haré, y sé que no estaré solo.

Entiendo cuando ciertos jóvenes, rodeados de explotación y rechazo, deciden abandonar todo lo que tienen para emprender una nueva aventura más allá de nuestras fronteras. Es lógico y muy loable. Sin embargo, la única pega a tan lícita reacción, es la falta de recursos que amenaza al país. Por desgracia, que yo, individuo aislado, denuncie este riesgo nacional, no va a contribuir en nada. O quizá sí. Quizá la gente decida luchar por lo nuestro, por esos talentos formados con el dinero de nuestro esfuerzo, que en vez de afrontar lo que está por venir con frescura e ilusión, se ven obligados a huir en busca de ese reconocimiento perdido, dejando el cambio en otras manos, cansadas y acomodadas tras años de profesión.

Confío en que las instituciones educativas, colegiales y gubernamentales destinadas a tal fin, sepan lidiar con esta res, y encuentren soluciones coherentes y esperanzadoras.

Ánimo y suerte. No sólo a ellos, sino a nosotros y los más importantes, nuestros descendientes.


Es ahora, cuando leyendo esas historias de superación y humildad, me siento más arquitecto, más ciudadano.