sábado, 21 de noviembre de 2020

OJO

Imagínense sentados en una maravillosa terraza al sol. 

Frente a ustedes, la imponente presencia del mar. Magnífico, infinito, imperturbable. La superficie en calma le confiere un grado de atracción insuperable. El reflejo del sol, el complemento perfecto a la escena. En su terraza, una mesa les separa del murete que les protege de la caída. Dicho muro no alcanza más allá de los ochenta centímetros de altura para permitir un mayor ángulo de visión. Sobre él, una barandilla blanca se posa con delicadeza para conferir mayor confianza al elemento de seguridad del que forma parte. Entre ambos, tan solo aire y algunos apoyos aislados. 

En definitiva, su visión se ve interrumpida tan solo por un perfil metálico de gran esbeltez. Tanto es así, que cuando deciden ubicarse en su silla favorita, frente a la mesa y las vistas, no existe nada más en este mundo que la perfecta estampa descrita. Un continuo azulado con tintes más claros y brillantes se presenta orgulloso ante ustedes. Algunos barcos en la lejanía compiten con las gaviotas por su escasa pero merecida cuota de protagonismo. 

Con asombro se descubren reconociendo variedades de azul que ni siquiera pensaban que existieran. La brisa confiere a la superficie un movimiento tan agradable como discreto. Miles de ondas navegan divertidas por la inmensidad que invade convencida el horizonte hasta fundirse con él. En ese mismo instante, el cielo y el mar se contagian de su belleza y tonalidad hasta hacer imperceptible sus respectivos límites. Toda esa belleza es perfecta, sin más. Carece de errores o defectos. No cabe crítica alguna. 

Tanto es así, que pasados unos minutos añoramos toda esa parte de la postal que nos es negada por el necesario pero inoportuno muro. Su altura nos molesta cada vez más. La barandilla, nos enfurece sobremanera. Qué necesidad había de interrumpir una imagen así. Es como añadirle deliberadamente una tara a tan excelsa creación. Un rayón en la más nueva e impoluta de las carrocerías. Un mosquito inquieto en la oscuridad del dormitorio. Una alarma accionada a las tres de la mañana. 

No se equivoquen. No les doy más de treinta segundos antes de que sus miradas se tuerzan. En menos de un minuto no podrán dejar de pensar en esa línea sutil que cruza con excesivo descaro el bellísimo lienzo en que se había convertido su vista. Ya nada importan esas graciosillas aves que juguetean con las corrientes térmicas generadas en la orilla. Ni los elegantes veleros con los que antes competían. Las distintas tonalidades de azul se postran ante el blanco dominante de la barrera que le precede. La otrora esbeltez se erige ahora en grosera e innecesaria prominencia. Sus ojos hace tiempo ya que dejaron de prestar atención a aquello que les contaba. Sus mentes analizan las distintas posibilidades que les permitirían apropiarse de toda la escena. Formas de desprenderse de ese molesto e insensato elemento que osa interrumpir sus vistas. Por más que perdure esa imagen, hace ya rato que ha desaparecido para ustedes. Y lo más probable, es que para cuando quieran darse cuenta, ya sea demasiado tarde. 

Los veleros habrán avanzado más allá de su alcance, las aves huirán a encontrar cobijo y descanso a partes iguales. Las nubes acudirán a reclamar su lugar. El sol, en su incesante movimiento, habrá abandonado la vertical para proseguir su trayecto. Todo aquello que una vez existió, jamás volverá a repetirse. Podrán ocurrir escenas similares, pero no como esta. Nunca más se darán las circunstancias idóneas para recrear lo que acabamos de obviar.

Y ahora les pregunto, ¿tan importante era la maldita barandilla? No. Pero las vistas eran tan perfectas que resulta inevitable no ansiar todo de ella. Resulta imposible no encontrar defectos cuando comparamos nuestro entorno con semejante ejemplo de pureza, de armonía, de gracia.

Lo sé, resulta absurdo. Pero no es más que el resultado de nuestra ambición. Somos incapaces de evitarlo.

martes, 20 de octubre de 2020

Momentos

 ¿Cómo podemos mantenernos al margen de nuestro entorno cuando la realidad externa nos condiciona a cada paso?

¿Cómo podemos aislar a nuestro entorno inmediato de nuestros propios sentimientos para evitar que ese entorno se vea irremediablemente modificado o, cuanto menos, condicionado por nuestra actitud, reacciones o estado de ánimo?

Es difícil huir del egoísmo implícito en gestionar nuestros momentos sin pensar el modo en que estos afectan a los de los demás. E igualmente, somos partícipes indiscutibles e inevitables del proceso contrario o recíproco. Cuando son los demás quienes se encuentran en pleno proceso de autogestión y la situación ya ha comenzado a afectarnos, la única vía de escape sería la ausencia total de empatía o el distanciamiento físico. Sin embargo, estas dos soluciones no siempre son factibles, por motivos bien distintos.

En primer lugar, la empatía me temo que es algo que no se elige sino que se matiza. Es decir, uno no puede decidir ser empático si no lo lleva dentro. Del mismo modo en que aquellos que lo llevan en su ADN, se esfuerzan por minimizar los efectos de esta peligrosa virtud en cuanto detectan que el riesgo supera las líneas rojas, esos límites considerados como aceptables. En este sentido, lograr la ausencia total de empatía es algo que puede llegar a resultar inviable para este selecto grupo de personas que no saben vivir de otra forma. Personas que deambulan entre los distintos debates morales que les generan sus propias vivencias, así como las de los demás.

En segundo lugar, cabe destacar que si bien es complejo alejarse sentimentalmente de quienes nos rodean, más aún puede resultar la creación de espacio físico entre una determinada persona y nosotros. No sólo porque en ocasiones las circunstancias nos obligan a interactuar con quienquiera que sea en mayor medida de la deseada, sino porque es más que común que la persona a la que deseamos evitar es precisamente la que con más eficacia nos atrae. Un bucle extenuante del que no siempre logramos salir. Por más que nosotros o nuestros allegados nos alienten a hacerlo. No hay que olvidar que quienes más nos hieren son quienes más nos importan. Dicho de una forma menos tremendista, o incluso optimista, diría que los sentimientos se retroalimentan para bien o para mal hasta que alcanzan un punto de no retorno desde el cual la única intriga es hacia qué lado de la balanza se inclinarán esas emociones hoy.

En definitiva, más allá de la evidente verborrea, podríamos concluir que las personas somos como barcos de papel que nos desplazamos con mayor o menor ahínco, no sólo en función del rumbo inicial adquirido o las cualidades implícitas en nuestra propia identidad, sino entregados al devenir de los agentes externos y las condiciones de la superficie por la cual nos desplazamos. Un conjunto de variables ajenas que interactúan por igual con nuestra embarcación y la de nuestros vecinos, aunque en distinta medida según las características concretas de cada estructura.

Por todo ello, animo a que cuando detectemos que aquella graciosa “barquita” que nos acompañaba anteriormente en esta bella regata que es la vida, de repente parezca cambiar drásticamente su rumbo sin motivo aparente, nos centremos primero en entender qué aspectos concretos de la realidad universal que nos rodea le han podido afectar más y por qué. Quizás así logremos evitar infinidad de silencios incómodos y discusiones tan infructuosas como innecesarias. No estamos solos en esta emocionante carrera hacia la felicidad, así que mejor será aceptarlo, y dejar de comportarnos como si realmente lo estuviéramos.

No cabe duda que este consejo dista enormemente de la sencillez, en tanto en cuanto, se ha obviado deliberadamente uno de los actores protagonistas de toda escena: el orgullo. Ese torrente interior de emociones sin control que surgen como mecanismo interior de autodefensa, el cual nos obliga a luchar por aquello que nos convierte en lo que somos. En ocasiones se manifiesta a través del despotismo, la timidez, la rabia o el individualismo. Diversas caras de una misma moneda. Uno de los aspectos más inherentes a nuestro ser que, sin duda, supone uno de los aspectos más arriesgados de toda existencia. Cuanto mayor sea nuestra sumisión ante estos arrebatos, mayor será nuestra soledad. No sólo en términos físicos, sino morales.

Todos hemos sucumbido ante lo estúpido de semejantes comportamientos, sin por ello renunciar en lo más mínimo a sus servicios. En parte porque este sistema recurre siempre al camino más fácil, aquel que nos resulta más natural, para acabar con los conflictos y debates de los cuales no sabemos salir. En parte porque hemos nacido con un código de conducta básico que nos marca el camino cuando la razón o el sentido común pierden sus argumentos o el control de la situación. Es ahí cuando, de forma instintiva, reacciona el orgullo para reconducirnos a la senda preestablecida. Y romper este código tan personal como inalienable, es sin duda uno de los retos más salvajes y ambiciosos a los que podamos siquiera enfrentarnos. No hay nada más complejo que contradecirnos a nosotros mismos y poner en crisis nuestros pensamientos más arraigados, especialmente cuando el agotamiento o la frustración merman considerablemente nuestras habilidades. Nada tan desolador como frenar la arrolladora explosión de emociones que desata la entrada en acción del orgullo. Nada más humillante que renunciar a nuestra hombría (entendida como muestra representativa de lo que caracteriza al hombre o ser humano por encima de otros seres vivos) para hacer lo que reconoces como correcto, pese a las múltiples alarmas que te invitan a desechar semejante idea.

No obstante, nadie dijo que esto fuera fácil. Cada cual que decida si prefiere ser feliz en sus contradicciones o contradecir felizmente sus más arriesgadas inquietudes.

Buen viaje!


domingo, 21 de junio de 2020

BAUTIZO DE VUELO

Son las cinco de la tarde de un sábado cualquiera de primavera. Mi habitual soledad se ve interrumpida por una presencia difícil de definir. No se trata de una persona, o ser vivo en concreto. Es más bien una sensación de inquietud y emoción que me solivianta sin descanso. La hora es importante, quizás más que nunca. Sé que es preferible esperar a que te esperen. Sin embargo, una hora de trayecto me separa de mi ansiado objetivo, lo cual añade gran cantidad de variables asociadas al tráfico y al simple hecho de conducir un vehículo propio. Todas estas inseguridades no hacen sino acrecentar esa peculiar desazón que me domina desde dentro. 

Intento organizar mis movimientos conforme a un estudiado plan. Una hoja de ruta a través de la cual controlar el origen, los preparativos, el destino y las alternativas. Todas las fases previstas se han ido cumpliendo con matemática precisión. Almuerzo satisfactorio. Siesta reparadora completada. Preparación de la casa para la marcha, realizada. Llega el momento de ducharse y preparar la ropa para lo que está por venir. Hay tiempo. La ducha puede prolongarse un poco más de lo recomendado. Sentir el agua deslizando por el cuerpo se convierte en un bálsamo de lo más eficiente. Aseado y perfumado, el vestidor me saluda con su habitual sumisión, ofreciendo sus mejores galas a mi servicio. Algo cómodo, sin duda. Pantalones vaqueros y camiseta negra. Un clásico. Sin embargo, el tejido no cae hoy como esperaba. Decido modificar mi decisión. Mejor será un polo del mismo color. Algo más ajustado y probablemente apropiado para contrarrestar el viento que sin duda me espera con vehemencia acumulada. Zapatillas del mismo color y chaqueta motera a juego. No es algo que busque, más bien, es algo que me encuentra a mí. No suelo mirar este tipo de cosas, pues los colores moteros suelen estar bastante limitados. Más aún en mi armario.

Sea como fuere, me armo de casco, gafas de sol y mascarilla. Estoy listo. Son las seis de la tarde. Sí, lo sé. Una hora suena excesiva. Pero, he preferido ahorrar algunas circunstancias irrelevantes para la historia, como el cuidado de plantas, y la colocación de algunas prendas desordenadas. En fin, quehaceres diarios que todo el mundo comparte, pero difícilmente divulga.

Lo dicho, son las seis. Recibo respuesta a mi mensaje de control: “Tranquilo, no necesitas traer nada que no sea a ti mismo”. Todo correcto. Ha llegado el momento. Lanzo convencido mi pierna sobre la montura retro que me recibe. Como siempre, se encuentra dispuesta a seguir acumulando kilómetros conmigo. Su depósito lleno. Sus neumáticos en perfecto estado. Arranca obediente al primer intento. Ruge con rabia y alegría. Se sabe preparada. Conoce lo que le espera. Carretera y viento. ¿Qué más se puede pedir? Con cariño le indico que ha llegado el momento de disfrutar. Piso con firmeza la palanca y me devuelve un chasquido metálico repleto de fuerza y potencia. El embrague me entrega toda su furia con enorme suavidad. Solo tengo que relajar la mano para que los más de setenta caballos se alineen bajo mis piernas. La temperatura se eleva gradualmente como resultado de su propia emoción. Cruzo victorioso la puerta del garaje y comienza oficialmente mi viaje. Dedico los primeros metros de recorrido a calentar. Cada cosa necesita su tiempo, y el entorno urbano que me rodea se muestra perfecto para ello. Alcanzo una de las vías interurbanas que me guían hacia la carretera principal. Aumenta la velocidad y con ello la vibración que envía la máquina en todas direcciones. Me reconozco nervioso y feliz. Sentimientos sencillos pero tremendamente profundos. Segunda rotonda de mi camino. Una ambulancia decide interponerse en mi camino, sin luces ni señales que la autoricen a ello. Primer susto. No sabría decir si debería interpretarlo como algún tipo de aviso, pero no puedo negar que la duda surca divertida mi cabeza durante unos instantes. Un posible conductor despistado podría haber terminado con esta historia antes de la cuenta. Pero afortunadamente, todos nos mantenemos en ese estado de relax que solo un sábado por la tarde nos puede aportar.

Ahí está. La autovía ha llegado. Segundo susto. Me vengo algo arriba en la incorporación y casi adelanto mi entrada en el carril adecuado. Nada que lamentar aún. Mis guantes se adentran decididos en esa nube de insectos en que se ha convertido el aire primaveral que me refresca y balancea a partes iguales. La moto ruge cada vez con más orgullo. Se sabe grande. Ha nacido para ello.

Son las siete menos cuarto de la tarde. Tras algunas incertidumbres en el tramo final, puedo confirmar que mis notas mentales han sido correctas y me han traído directamente hasta aquí. El aeródromo se erige frente a mí como un edificio humilde que anuncia una inmensa extensión de asfalto y naves. Para alguien acostumbrado a viajar no destaca por su tamaño. Pero para alguien que no ha volado en un privado jamás, diría que impresiona su dimensión. El lugar se recrea en este hecho. Nada más llegar, una avioneta se presenta ante mí en lo que parece una maniobra de mantenimiento cotidiana. Un par de personas parlotean distraídas con un empleado concentrado en sus labores. Quedan quince minutos para mi teórica llegada, pero decido avisar de mi adelanto por si eso ayuda a facilitar en modo alguno las cosas.

Desciendo con suavidad de mi montura y observo con gran sorpresa cómo cada apéndice de mi cuerpo recupera su sensibilidad original. La sangre reconquista aquellos rincones hasta ese momento negados por la postura, la velocidad y las vibraciones. Mis manos se reencuentran a sí mismas. Las piernas recuerdan su función primigenia. Mi espalda se coloca donde debe. Una cremallera me separa del frescor que mi torso comienza a reclamar. El sudor se asoma tímido a mis poros, pero logro frenar el proceso justo a tiempo. La brisa que decora la escena contribuye a una sensación de confort inesperada. La cercanía al evento no me disuade de continuar. Ni siquiera las alas que se acercan a mí. Me alegra ver que me mantengo firme en mi objetivo. Resuenan aún las palabras de quien advirtió el riesgo implícito en un acto que no puedo controlar de ninguna de las maneras. Una vez abandone la conocida normalidad del suelo que piso o los asientos que frecuento, estaré solo. Sin más esperanza que la experiencia de un desconocido en quien sin embargo confío hasta el punto de cederle mi seguridad sin reservas. Curiosa la mentalidad humana.

En ese instante, una voz me desconecta de mis pensamientos. Mi anfitrión me saluda desde lejos. Acaba de leer mi mensaje. Ya está todo listo. Me invita a cruzar la puerta y aparcar mi motocicleta junto a la pista. Una imagen de singular belleza. Lástima no dedicarle un instante más. Cuestión de prioridades, imagino. Me dirijo diligente hacia mi recién descubierto seguro de vida. Amable y extrovertido, me presenta a nuestro nuevo medio de transporte y me anuncia la compañía de una amigo que vendrá con nosotros. Acepto sin rechistar, con cierta alegría. Me gusta conocer gente y me relaja que la situación no dependa exclusivamente de mis habilidades sociales para lograr el éxito.

No obstante, solo un porcentaje ínfimo de mis neuronas se centra en la conversación trivial que nos atañe. Gran parte de mi cerebro sigue ensimismado en ese corcel brillante que se postra elegante ante nosotros. Una esbelta figura que parece diseñada al detalle. Es más, es precisamente así como está fabricada. Sus curvas se moldean bajo el influjo de ese caprichoso viento que ha de guiar y mantener sus movimientos. Algo menos de diez metros de envergadura y sabiduría. Un contenedor de conocimientos que no solo la hacen posible, sino que acumulan anécdotas y lecciones diarias. Varios cientos de horas de vuelo la avalan. Más de ochocientas a mi anfitrión. Confianza más que merecida. Nada que objetar. Como parte del proceso, intervienen las bromas para calmar los nervios y regodearnos en la inexperiencia que emano a cada paso. Me presenta al tercer pasajero. Ahora sí, retomo la dedicación total de mi atención. Bueno, casi total. Una parte de mí sigue inmerso en la ardua tarea de gestionar mis emociones.

Nos acompaña un experto piloto que ha decidido hoy volver a su segunda casa, tras muchos meses de desconexión. Al final, no cabe duda de que las aficiones son algo difícil de olvidar. Pocas son las frases que intercambiamos antes de que me anuncien su pasado. Dotado de gran experiencia se enorgullece de haber sobrevivido a una de las más complicadas de todas las que acumula. Una de esas que nadie querría tener que superar, pero que cualquiera se alegraría de contar. No sé si es el momento, al menos para mí. Pese a todo, hace rato ya que me entregué a la escena, y me intriga muchísimo su currículum. Puede parecer temible, pero reconforta de un modo extraño que la persona que se sienta tras de mí sepa todo lo que implica un vuelo de estas características. Un error inexplicable frenó su maniobra de despegue con gran virulencia hasta alcanzar una verticalidad tan pausada como letal. Carente de potencia, su cuerpo se veía abocado al desastre como parte de un fuselaje sentenciado. Afortunadamente, alguna extraña habilidad ha sabido borrar de su mente los peores momentos vividos. Lo siguiente, declaraciones de amigos afanados en su búsqueda. Un aparato destrozado pero fiel, capaz de no sucumbir a la tremenda inflamabilidad de un tanque repleto de gasolina con plomo de cien octanos. Una bomba que jamás culminó su activación. Múltiples fracturas por todo el cuerpo, un rostro renovado y una partida de nacimiento reiniciada por completo, avalan a un agradecido “jovencito” que acaba de alcanzar la mayoría de edad por segunda vez en su vida. No puedo sino celebrar su triunfo y compartir su nivel de agradecimiento.

Hechas las presentaciones, es momento de despegar. Todo lo comentado hasta entonces ocupa un lugar secundario pero imperturbable. Cinturón abrochado y cascos colocados. El piloto comienza a hacerse cargo de la situación. Yo incluido. Con profesionalidad va radiando lo que ocurre para hacerme partícipe de cada paso. Los chequeos de rigor me devuelven a lo único importante, esa realidad tan llamativa. Nivel de potencia ajustado. Botones diversos, apropiadamente accionados. Revoluciones en su punto. Pruebas de recuperación y fallo asimétrico del motor, superadas. Posición de espera en pista, alcanzada. Pedimos permiso por radio para despegar. Nadie nos avisa de su presencia. No obstante, este avión se considera de manipulación visual y hacemos gala de ello. Pese al silencio radiofónico, avistamos un aparato en plena maniobra de despegue. Bien visto. Su acción recibe el educado reproche pertinente, y nos devuelven la disculpa de rigor. Ahora sí. Pista libre. El viento se presenta caprichoso. Tanto es así que nos disponemos a despegar en la dirección contraria a la que acaban de emplear nuestros inesperados predecesores. No pregunto. No quiero resultar impertinente, y además, carezco del criterio necesario siquiera para dudar. Motor a tope de revoluciones, una velocidad aproximada de ciento treinta kilómetros por hora y nuestro tren se separa finalmente del asfalto. Estamos volando. El avión se mueve ligeramente, pero lo justo para dotar de veracidad al momento. El miedo sigue ahí, controlado, dentro de los límites permitidos. Es la adrenalina la que va ganando con calma la batalla. La belleza de las imágenes acaba por acallar cualquier muestra de sentimientos encontrados. Solo placer. Una perspectiva nueva, doméstica y palpable. Recorremos con delicadeza los alrededores de la pista, hasta cruzarla en su vertical a más de mil quinientos pies. La belleza de un pantano cercano, la cresta de la montaña en que se posa habilidosa una peculiar urbe y el sol de tarde que nos golpea sin descanso. Las escenas se suceden en nuestro camino de vuelta hacia la costa. Volvemos a superar el aeródromo. El mar se acerca estrepitosamente. Desde la torre de control del aeropuerto más cercano nos indican la presencia de una aeronave en nuestras inmediaciones, por lo que nos recomiendan mantener una altitud de mil pies. Desde mi asiento, la costa se muestra aún más atractiva que de costumbre. Los acantilados se superponen con las calas tan características de la zona. El mar, tranquilo, sosegado, aporta un extra de calma a mis intrépidos ojos. Es entonces cuando el vuelo se transforma en maravilloso. La sensación de surcar el aire tan cerca de la costa, y a la vez tan lejos. Un sutil movimiento de mano, y el avión responde obediente. Un leve tirón y recuperamos altura. Un suave empujón, y descendemos nuevamente a la barrera indicada. Los distintos instrumentos contribuyen al objetivo. Son muchos, pero me centro solo en aquellos que parecen importantes para mí en este preciso instante. Altitud y deriva. El resto, vistas y diversión.

La vuelta se hace más llevadera, al dejar que sea el piloto automático el que nos dirija de vuelta a casa. Esto nos permite centrar nuestros sentidos en la conversación, la admiración del paisaje que surge ahora junto a mi ventana y la búsqueda de compañeros que nos anuncian su presencia por radio.

La pista se vislumbra nuevamente bajo nuestros pies. La recorremos en busca del extremo apropiado para iniciar la maniobra de aterrizaje. Viramos con gran virulencia y disponemos todos los instrumentos para este interesante procedimiento. Reducimos velocidad, ubicamos el morro en la dirección adecuada con los pedales, y nos enfrentamos al viento con respeto y descaro. En lo que definirían como una pasada en baja, o quizás, un motor al aire, recorremos la pista a escasos metros de altura para retomar de repente el máximo de potencia hasta recuperar con violencia la altura deseada. Una sensación de vacío sin precedentes se apropia de mi estómago. Nada que temer. Tan solo una sensación nueva y del todo impactante. Un alarde de fuerza y potencia desatada.

Esta vez sí, enfilamos la pista a la velocidad adecuada y controlando la escasa incidencia del viento lateral, así como el correcto posicionamiento del avión, nos acercamos al suelo. Esto se acaba. Pero antes, varios segundos de silencio en los que esperar el impacto. Una tensa calma en la que disfrutar del aterrizaje con todas sus letras. Con gran suavidad, tomamos tierra e iniciamos el proceso de frenado, para dirigirnos directamente al hangar, donde abandonar la avioneta y con ello, una de las mejores experiencias de mi vida.

No sé si he sabido expresar adecuadamente algo tan grandioso, pero os garantizo que merece la pena.

Ya en tierra, pero aún dentro de la cabina, compartimos una agradable conversación acerca de tan noble afición y un sinfín de anécdotas que me acercan a mis compañeros y me inducen un mayor interés por el aire, si cabe. Una envidia sana corroe mis adentros. Me alegro por ellos. Han encontrado la alegría de vivir en tan atractivo ejercicio. Y lo mejor de todo, me han permitido formar parte de ello. Gracias. No puedo decir más, muchas gracias.

Victoriosos, compartimos una conversación más mundana frente a unos refrescos. Sin duda, estoy ante alguien distinto, especial. Jamás me cansaré de conocer a gente capaz de llenar una conversación con sentido.

Finalmente, ya de noche, nos despedimos y retomo el control de mi motocicleta. Casi una hora de vuelta me separa de la casa, pero la adrenalina aún me domina, y podría conducir durante horas. No quiero que esto se acabe. Y a juzgar por lo intenso de lo vivido, dudo mucho que lo haga.

Gracias amigo por la invitación. Me alegro de haberte tomado la palabra. 

domingo, 7 de junio de 2020

Cuestion-ando mi vida_COVID

Desde que empezó toda esta vorágine desatada por el famoso virus que nos amenaza sin piedad, me propuse no caer en la tendencia generalizada de opinar sobre una materia de la que no dispongo conocimiento alguno. No subirme a la ola del populismo para aprovechar el morbo que implica tratar cualquier aspecto relacionado con el tema de moda, para alcanzar una mayor difusión o notoriedad.

Me equivoqué. No he sido capaz de mantener mi promesa. Sí, he cometido un error. Lo acepto y lo reconozco. Estoy dispuesto a recorrer el fatídico trayecto de la vergüenza y deshonra nacional. Contradecir a un país que ha servido durante años de soporte a toda una clase política convencida de que errar es humano, pero que no alcanza a sus divinas personalidades.

Yo sí me equivoco, independientemente de mi ideología. Independientemente de las suyas.

Por eso, me gustaría trasladar una pregunta que me atormenta a diario, fruto de mi indudable estupidez. ¿Alguien ha visto en algún momento si el puñetero virus este es de derechas o de izquierdas? ¿Alguien ha tenido la oportunidad de preguntárselo?

Sí, lo sé. Es una pregunta absurda.

Pero, en ese caso, ¿me podría alguien explicar por qué todo nuestro país sigue enfrascado en un conflicto ideológico basado en el color de cada discurso? ¿Cómo puede ser que hayamos politizado también esto, un problema meramente sanitario? ¿No hay nadie más que se despierte fruto del hastío provocado por la inoperancia de unos gestores que se limitan a defender sus asientos, sin importarles lo más mínimo las consecuencias de sus decisiones, de cada una de sus manifestaciones públicas? ¿Tan corrupto está este sistema en el que vivimos? ¿Cuándo se acaba todo esto?

Y no me salgan con esas de que los políticos no son sino el reflejo de la sociedad a la que representan. No me jodan. Este país se encuentra en la cúspide de la “titulitis”, tras alcanzar un nivel académico sin precedentes en la historia. ¿Y me van a decir que estos ineptos sin estudios, cuya única virtud consiste en la escalada sin reglas que supone cualquier partido hoy día, nos representan? ¿A cuántas personas conocen ustedes que se ganen la vida dando lecciones sin experiencia alguna que los respalde? Sí, lo sé, los bares están llenos de ellos. Pero no olvidemos que todas esas personas que juegan a líderes sociales, no dejan de ser trabajadores que llenan sus buches y los de sus familias ejerciendo una profesión que nada tiene que ver con la gestión del país. Así que dejemos de una vez por todas de justificar lo injustificable. España no merece una clase política tan indigna. Lo siento.

Lo digo porque ha llegado el momento de que alguien me ayude a entenderlo, para ver si así logro alcanzar un estado mental parecido a la calma, desde el que recobrar las fuerzas para salir a la calle y ganar el dinero suficiente como para poder pagar a todos estos impresentables, y que aún así me quede algo para cuidar de los míos, contribuir a unos servicios públicos eficientes y de calidad, y por último, comer.

¿De verdad soy el único cansado de este conflicto? No me digan eso. No me creo que sigan pensando que la solución a todos nuestros problemas, sean de la índole que sean, pasa por demostrar que nuestra ideología es mejor que la de nuestros vecinos. ¿No lo piensan, verdad? Ser mejor que el otro, bajo mi único criterio, no me va a proteger frente a amenazas sanitarias como esta. ¿Por qué seguimos entonces recurriendo al “tú más” como defensa fundamental en momentos de crisis como este? ¿Será que nos hemos quedado sin argumentos? Confío en que no.

Si voy al hospital afectado, me da igual a quién vote o cómo piense el sanitario que ha de salvarme. Es libre de ejercer su derecho de la mejor manera que considere. Exactamente igual que yo. Lo único que me preocupa es que cada uno dé lo mejor de sí mismo, llegado el momento. Yo haré lo mismo. Que esa persona cuente con los medios necesarios y se le deje trabajar en condiciones. Del resto se encargan ellos. Ya lo han demostrado. ¿Hay alguien que se niegue a ser atendido por el color que se le presupone a una persona? Lo dudo. Si es que sí, creo que deberíamos mirárnoslo.

Gracias.

Por cierto, no se molesten en buscarle una ideología a estas palabras. Es tan solo un sentimiento. Nada más. Bueno, puede que un grito desesperado de socorro. Quizás, no sé.

lunes, 23 de marzo de 2020

#YoMeQuedoEnCasa

Mucho se ha visto últimamente esta curiosa etiqueta que decora divertida cada una de nuestras muestras públicas de vida. Bien para expresar el chiste de turno con que destacar y rebajar la evidente tensión del momento, bien para reforzar nuestras más firmes convicciones acerca de lo trascendental de este periodo y lo fundamental de nuestra solidaridad al respecto.

En mi caso, me niego a hablar sobre el virus o la manera en que debemos enfrentarlo, porque me considero un total inepto en la materia. Creo que ya tenemos demasiadas aportaciones en tal sentido, y me preocupa que ante tanto ruido se nos escapen los acordes principales de tan fatídica melodía. Por ello, lejos de quedarme callado ante un cúmulo tan atroz de silencios impuestos por este estado de alarma, he preferido dedicar las pocas neuronas que aún se mantienen activas a estas horas, para analizar lo sucedido desde un punto de vista diferente. Un acercamiento arquitectónico, fruto de la deformación profesional innegable que adereza cada uno de mis actos.

Existe un matiz en todo esto que me resulta aún más interesante y mundano que la erradicación de la pandemia, lo cual por desgracia escapa a mi capacidad de comprensión. Estamos ante una oportunidad única para poner en crisis la tipología de vivienda que parece que estamos convirtiendo en referente del siglo XXI. Sí, sé que suena algo decepcionante, puesto que hoy día la gente dedica sus palabras a objetivos mucho más grandilocuentes o incluso heroicos, pero por mi parte prefiero centrarme en buscarle un lado positivo a lo que nos ocurre. No me cabe duda que la gran mayoría de las personas que puedan leer esto, si alguien lo hace, estarán a estas alturas bastante cansados de esas mismas cuatro paredes que nos obligan a permanecer sitiados contra nuestra voluntad. Sin embargo, siendo pragmáticos, jamás nos hemos visto ante una convivencia tan intensa con nuestra vivienda, y lo que es más importante, con toda la familia. Por tanto, estamos ante una oportunidad inmejorable para aprender de ello.

Creo que entre las múltiples tareas o retos que nos imponemos estos días, deberíamos analizar la forma en que interactuamos con nuestra casa y con cada una de sus estancias, si es que cuenta con más de una. Plantearnos qué zonas de la vivienda estamos usando más y cuáles menos. Qué zonas se podrían utilizar más, o qué ámbitos se han visto más modificados desde que estamos en este confinamiento. Estoy seguro de que muchos salones y comedores se habrán visto desarmados para dar paso a parques infantiles, talleres de manualidades o salas de conciertos improvisados. Quiero pensar que la sala de cine no estará ocupando la totalidad del tiempo del que disponemos, y por desgracia, dudo mucho que las casas se hayan convertido masivamente en bibliotecas dedicadas a la lectura y el aprendizaje. Al menos, no por gusto. Sea como fuere, me interesa enormemente como arquitecto, conocer la realidad que se debe estar manifestando tras cada una de las vivencias que os definen. Ojalá pudiera ir casa por casa para entrevistar a cada uno de vosotros y establecer así las conclusiones pertinentes que desembocaran en la vivienda perfecta, o al menos, nos permitieran establecer una serie de alternativas válidas.

Seamos realistas, tampoco espero una afluencia descontrolada de comentarios y aportaciones anónimas en tal sentido, pero no por ello debo renunciar a la posibilidad de que algunos allegados dediquen un rato de este encierro a compartir sus opiniones o sugerencias al respecto. Como os decía, me encantaría saber la nota que saca vuestra casa ahora que está siendo sometida a un examen tan exhaustivo. Muchos memes hablan de lo arriesgado de conocer a nuestras parejas o familias ahora que estamos obligados a pasar tanto tiempo con ellas. Pues bien, del mismo modo, y desde un planteamiento mucho más serio y constructivo, me encantaría aprovechar la oportunidad implícita siempre en momentos de crisis como este.

En aras de ayudar al estudio me he planteado una serie de preguntas básicas, a modo de ejemplo, que nos permitan iniciar un borrador de informe en esta materia; siempre teniendo en cuenta que tan importante son las respuestas como las premisas de partida de cada caso en particular:

  1. ¿Cuántos dormitorios tenemos en casa? ¿Cuántos somos en la familia? ¿Número de baños?
  2. Llevamos días conviviendo durante 24 horas con nuestra casa. ¿Qué estancia es la más concurrida? ¿Es esa estancia la más grande?
  3. ¿Se ha convertido esa estancia en la más diáfana, o flexible?
  4. ¿Hemos aumentado el tiempo empleado en el dormitorio, con respecto a una semana normal?
  5. ¿Qué papel juegan los niños en esta nueva realidad y qué proporción del diseño de la vivienda está enfocado a ellos o consensuado con ellos?
  6. ¿Ha vuelto la cocina a ocupar un lugar central dentro de la estructura familiar, ahora que tenemos tiempo que dedicar a nuestra alimentación, pero sin los formalismos de eventos puntuales o épocas caseras como las Navidades?
  7. ¿Hemos echado en falta la chimenea como representante histórica del hogar?
  8. ¿Seguimos orgullosos de haber cerrado la terraza para ganarle espacio al salón?
  9. ¿Sigue siendo ridículo ese balcón que nunca habíamos usado hasta ahora?
  10. ¿Hemos conseguido que la familia coma unida en el comedor, alejada de las pantallas y los estímulos visuales propios de esta generación?
  11. ¿Se han convertido en un aliciente las escaleras, en caso de que las tengamos?
  12. ¿Pensamos que las ventanas de nuestra casa deberían ser más grandes o más pequeñas que las que tenemos?
  13. ¿Nos hemos hartado de algún elemento o aspecto en concreto? ¿Se nos ha quedado pequeño el televisor?
  14. ¿Echamos en falta espacios más abiertos? ¿O por el contrario nos gustaría tener más privacidad?
  15. ¿Está nuestra casa preparada para poder trabajar en ella?
  16. ¿Echamos en falta más estancias independientes para poder separar las distintas actividades o hobbies entre los integrantes de la familia?
  17. ¿En qué medida las mascotas han influido en la convivencia familiar de los distintos espacios?
  18. ¿Qué es lo primero que cambiaríamos de nuestra casa si pudieramos reformarla mañana?
  19. ¿Qué es lo último que tocaríamos en tal caso?
  20. ¿Qué nota le daríamos a nuestra casa, del 1 al 10?

Podríamos seguir así durante horas, pero creo que lo importante no es responder cuestiones concretas o preestablecidas, sino que cada uno analice y sea consciente de las características que definen a su vivienda, y a partir de ahí establezca un mínimo listado de pros y contras que nos permitan mejorarla en un futuro. O en su defecto, contribuya a descifrar los entresijos de nuestras necesidades específicas de cara a la búsqueda de nuestra siguiente casa, bien sea en alquiler o en propiedad.

De hecho, creo que esta última cuestión es otra de las grandes preguntas que deberíamos hacernos. ¿Pensáis que vuestra próxima vivienda sería en propiedad o de alquiler? Y si no es mucho preguntar, ¿por qué?

En fin, estoy seguro de que aquellos que sigáis leyendo este artículo habréis captado perfectamente la idea que se esconde tras estos párrafos. Así que confío en que hayan sido capaces de evocar en vosotros un mínimo de inquietud por los espacios que condicionan, ahora más que nunca, vuestro día a día y el de vuestras familias. En definitiva, un ejercicio de reflexión a través del cual entender el posible valor de la arquitectura y el diseño en nuestras vidas. No con el objetivo de halagar a nuestra profesión, sino con el fin de exigirle mucho más.

Los arquitectos siempre nos hemos definido como una herramienta fundamental para la sociedad. Es momento de que os lo creáis y empecéis a ayudarnos a resolver los complejos dilemas espaciales asociados a una sociedad cambiante y en constante e intrépida evolución.

Muchas gracias de antemano por vuestra colaboración.

Ánimo y mucha salud!

#YoAnalizoMiCasa

domingo, 15 de marzo de 2020

Artefactos Nefastos_Semáforos

Tras multitud de trayectos en los cuales reflexionar sobre las cosas más absurdas pero a la vez cotidianas de nuestra existencia, surgió esta nueva sección del blog denominada “Artefactos Nefastos”. Un sentido homenaje a esos pequeños inventos concebidos para mejorar humildemente nuestras vidas, pero que con el paso del tiempo, se han acabado convirtiendo en protagonistas inesperados de nuestros peores pensamientos.

Quizás sea mejor comenzar con un ejemplo sencillo, para facilitar así la comprensión de este objetivo y de paso animar a aquellos que terminen por leerlo, a proponer sus propios candidatos a “Artefacto Nefasto” del mes.

Como era de esperar, no se me podría ocurrir una mejor manera de iniciar este nuevo reto, que con ese maravilloso adelanto tecnológico que permitió a nuestra sociedad desenmarañar un tejido urbano cada vez más dinámico y complejo. Un catalizador capaz de organizar el mismísimo caos mediante un sencillo código audiovisual que años más tarde forma sin duda parte del imaginario colectivo, hasta el punto de resultar impensable o incluso inadmisible, su ausencia.

Efectivamente, estas palabras se dedican a la señal de tráfico por excelencia. Sí. El semáforo.

¡Qué grandiosa excelencia la suya! Con un mínimo cambio de tono, logra paralizar los más feroces motores sin la más mínima discusión. Un sencillo elemento que, reproducido de forma exponencial, se erige en complejo sistema de coordinación, a través del cual organizar las comunicaciones entre las distintas vías públicas que componen toda ciudad. Un juez inanimado que establece con total eficacia los turnos concretos entre vehículos y peatones. Entre paralelas y perpendiculares. Entre ciertos inmuebles e inciertas carreteras.

Una idea sin precedentes, que sin embargo, ha dado lugar a innumerables consiguientes. Casi me atrevería a decir que demasiados. Tantos que nos resulta imposible contarlos en nuestras calles. Tantos, que llega un momento en que casi somos capaces de obviarlos. Pero no.

El ser humano cuenta con los recursos necesarios para adaptarse a los más incómodos condicionantes, en tanto en cuanto, estas circunstancias se repitan con una mínima frecuencia. Mientras nuestro oído logra silenciar el paso reiterativo de un tren, o incluso habituarse al ruido atroz de un aeropuerto cercano, aún no conozco humano alguno que haya encontrado la fórmula para ningunear la aportación lamentable de estos nefastos artefactos.

¿Quién no se ha visto alguna vez absorto frente al volante, contando de forma inconsciente los segundos que le separan de esa ansiada luz verde que nos permite avanzar los escasos metros que nos separan del próximo representante de tan diabólico despliegue tecnológico?

En mi caso, me enerva descubrir la inmensa y valiosa cantidad de tiempo que destino, obligado, a tan rutinaria penitencia. No es que pretenda circular sin límites por las calles que me rodean. No. Más bien, soy de los que piensa que no es necesario programar estos malditos “cacharros” para que se vayan sucediendo matemáticamente hacia el fatídico rojo, conforme nos vamos acercando a la velocidad permitida hasta sus inmediaciones. No logro entender el verdadero objetivo que podría justificar que el técnico de turno que los regula, se empeñe en fastidiar nuestras vidas de semejante manera. Así que prefiero pensar que ha de existir alguna razón. Simplemente, no he disfrutado aún de los semáforos necesarios para descubrirlo.

Se podría llegar a pensar que el primer objetivo es permitir que fluya el tráfico para evitar accidentes o incidentes en la urbe. Creo que sobra explicar que en este caso se está intentando denunciar precisamente la ausencia total de fluidez. Dicho esto, otra alternativa sería la intención coherente de controlar la velocidad media del tráfico rodado. No esta mal. Sin embargo, ¿nadie les ha comentado que la mencionada sucesión de paradas injustificadas no hace sino desesperar al conductor y, por tanto, fomentar que acelere su marcha para evitar que tan temido bucle de interrupciones se pueda llegar a cebar con ellos?

En esta misma línea, mejor me ahorro el argumento del calentamiento global y la reducción de las emisiones, ¿verdad?

Por favor, aprovecho estas palabras para recordarle a estos eficientes empleados, que bajo esos puntitos que decoran divertidos sus monitores, nos encontramos personas normales con la firme intención de cumplir con nuestros objetivos más inocuos, sin otra intención que cumplir con las normas sin que ello suponga renunciar a nuestra paciencia o incluso felicidad.

Puede que suene exagerado o innecesario, pero no veo razón alguna para que un tramo de vía de aproximadamente dos mil metros, entendida como trayecto principal sin desvíos ni incorporaciones desde o hacia vías secundarias, nos deleite con la friolera de diecisiete semáforos consecutivos y tres rotondas como divertidos silencios en tan molesta melodía. Estamos hablando de uno de estos artefactos por cada poco más de ciento quince metros; no más de cien, si consideramos las rotondas como detenciones o interrupciones equivalentes. ¿Son conscientes de que, a una media de treinta segundos por semáforo, esto supone un total de ocho minutos y medio de desesperante espera?

Para que se hagan una idea, es más de lo que tardaría un maratoniano en recorrer la totalidad del trayecto a pie. Es decir, si pudiéramos acumular el tiempo detenidos, nuestro rival alcanzaría la meta sin que nosotros hubiésemos podido siquiera iniciar nuestro camino. ¿Radical?

Pues esa es mi realidad cotidiana, y puede que la de muchos de vosotros.

No me malinterpreten, no defiendo el caos ni la anarquía rodada. No. Tan sólo reclamo un poco de sensatez. La justa y necesaria para recordar el verdadero motivo por el que se inventaron estos artefactos, hasta el punto de recobrar la merecida cordura que los aleje de tan nefasto resultado.

Muchas gracias por su tiempo. Piensen que en lo que tardan en leer este artículo, podrían haber disfrutado de unos diez o doce semáforos.

Caminante, se hace camino al andar. No al esperar a que la maldita lucecita se torne finalmente en verde.

Un placer.