miércoles, 14 de febrero de 2018

Cuestion-ando mi vida_¿Por qué?

En serio, ¿por qué?

¿Por qué nos empeñamos en hacer las cosas tan difíciles?

¿Por qué nos empeñamos en generar normativas creadas para obligar y prohibir en lugar de fomentar aquello que supuestamente las motiva?

Llamadme iluso, llamadme utópico, llamadme crítico, pero cada día estoy más convencido de que las normativas se alejan irremediablemente de la realidad hasta dejar de ser útiles e incluso convertirse en contraproducentes. Un despropósito tras otro que lo único que consiguen es allanar el camino a quienes se basan en la ilegalidad como medio de vida, mientras aquellos idealistas o responsables profesionales que aún creemos en hacer las cosas bien por el simple hecho de aportar algo al conjunto, nos quemamos en laberintos legales irresolubles.

Laberintos incomprensibles plagados de erráticos caminos sin salida, donde además las pocas señales de orientación que nos alientan, no hacen sino confundir aún más al sufrido viajero. Ese viajero que llega a aburrirse de una mesa pública a otra, mientras los cambiantes y ajenos enfoques desde los que interpretar la ambigua normativa, siguen impasibles en sus acomodados sillones para favorecer exclusivamente a quienes gozan del respaldo adecuado.

Lo siento, pero no logro entender que no haya profesionales realistas y conocedores del mercado actual, capaces de mediar entre el caos para establecer unas reglas del juego prácticas, coherentes y eficaces. No. En lugar de eso, se centran en redactar más y más ininteligibles textos cuyos objetivos principales no hacen sino contradecirse reiteradamente bajo el deleite del más político uso de las palabras.

En España no funcionamos por obligación, y dudo mucho que ocurra en ningún lugar del mundo. Me creo que funcionemos por aquello de aparentar ser mejores, por ambición, por conveniencia o por moda, pero no por obligación; y desde luego, confío en que no acabemos por funcionar por miedo. No me gustaría formar parte de una sociedad comandada por el miedo. Ya estamos sufriendo los resultados de ser dirigidos por la desidia, la ineptitud y la teorización extrema. No me quiero imaginar, lo que podríamos obtener del pánico, el temor y el instinto de supervivencia más animal.

No nos engañemos, no sale nada bueno de alguien que decide olvidarlo todo para centrarse exclusivamente en que algo concreto no le pase, en lugar de emplear todos sus sentidos en alcanzar el camino hacia aquello que realmente ansía o desea.

Me entristece enormemente descubrir cómo, cada vez con mayor frecuencia, el desempeño de nuestro trabajo se centra en intentar convencer al sistema de que algo bueno, puede llegar a ser adecuado. De que no necesariamente hemos venido a engañarlos. De que no somos unos delincuentes. Dedicar las horas a encontrar el enrevesado camino que la ley parece no acabar de prohibir. Esquivar las aberraciones que nos asaltan cual astas de toro embravecido, sin por ello caer en la resignación. Sin por ello renunciar a intentar hacerlo bien. Sin por ello rendirnos y formar parte del estado del malfacer en que hemos decidido convertir el ejercicio de nuestra profesión.

¿Qué sentido tiene formar a la gente si luego no nos fiamos de dejarlos ejercer?

¿Dónde han quedado la pasión, la coherencia, la sensatez, la ilusión por avanzar, la innovación, el derecho a equivocarse por una buena causa, el deber de intentar mejorar; en definitiva, el sentido de la responsabilidad profesional?


Imagino que atrapados en alguna de las múltiples normativas cuyos complejos enunciados alardean de la holística búsqueda de la potenciación de la igualdad y el libre mercado profesional sostenible.

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