miércoles, 22 de octubre de 2014

El libro_p14

Capítulo 14

Pasión, cariño, deseo, ilusión, felicidad... aquello que algunos se empeñaban en definir como una maravillosa segunda oportunidad. A juzgar por nuestra edad entonces y tras todo lo ocurrido, más bien me referiría a ello como el logro pleno de nuestra joven relación, a pesar de aquel periodo de cierta inestabilidad.

Afortunadamente todo aquello pasó, y como suelen decir, no pudo con nosotros sino que consiguió hacernos más fuertes. Nuestra relación dio un paso definitivo hacia la total confianza que nos guiaba al uno hacia el otro. Meses de pura alegría ante el ambiente de optimismo y empatía que nos rodeaba.

El cenit de una complicidad sin parangón, que alcanzó su grado más elevado en aquella inolvidable semana primaveral. Un viaje soñado que nos permitió afianzar desde la experiencia esta nueva realidad. Un momento que pertenecía exclusivamente a nosotros, y que, independientemente de que pudiesen aparecer otros bajones, permanecería en nuestros recuerdos para siempre.

Como no podía ser de otro modo, un evento de tal importancia, vino inevitablemente acompañado de un cierto estrés impropio de un objetivo tan alegre y divertido. Desde la elección del destino, la estancia y el horario de vuelo, hasta la organización de las distintas rutas previstas por la ciudad. Un debate constante recubierto de cierta tensión, pero amortiguado por la ilusión que nos mantenía enganchados a lo que imaginábamos que sería una gran aventura.

He de reconocer que parte de aquellas dudas podrían estar motivadas por una de esas grandes frases que a todos nos han dicho alguna vez, fruto de la experiencia de nuestros allegados, y que decía tal que así:

Cuidadito con estos viajes, que no tienen término medio. O salen muy bien, o volvéis sin hablaros. Son muchas horas juntos y se darán múltiples situaciones a las que no os habéis enfrentado antes. De vuestra complicidad dependerá el resultado final. Pero bueno, ya me contarás, tampoco quiero fastidiarte las vacaciones”.

Son de esos consejos, que por más que intenten acabar con un enfoque positivo y alentador, no dejan de minar nuestra pasión y contagiarnos de los miedos adquiridos por otros a lo largo de sus vidas. A día de hoy puedo decir que no le faltaba razón, pero no sé si supe agradecerlo como quizás merecía.

Volviendo a nuestro ansiado trayecto, las dudas se convirtieron en decisiones y las opciones en tan sólo alternativas, como debería ser. Todo parecía encajado, el trabajo previo estaba resuelto. A partir de entonces, dependería de nosotros disfrutar de ello, o dejarnos llevar por la aleatoriedad asociada a la suerte.

El destino finalmente resultó ser Berlín, esa grandiosa ciudad repleta de historia y modernidad a partes iguales. La capital alemana se había deshecho de grandes candidatas como el tópico romanticismo de París, la historia imborrable de Roma o el exotismo de Praga y Budapest.

Finalmente, nos vimos seducidos por esa extraña combinación entre oferta cultural y fiesta, todo ello como parte de un marco incomparable, considerado referente europeo de contemporaneidad. Como no podía ser de otra manera, nuestros escasos recursos nos obligaban a recurrir al low cost como solución más asequible, lo cual indudablemente derivó en un conjunto de horarios poco agradables, dejémoslo ahí. Llegar de noche a una ciudad desconocida siempre genera cierta tensón, más aún si el idioma oficial se aleja tanto de lo que podríamos definir como conocido. Pese a ello, éramos conscientes de que estas eran las cosas que realmente convertían a este viaje en una excitante aventura. Superadas las inevitables preocupaciones y objeciones trasmitidas por ambas familias, nos despedimos de ellos con sensaciones enfrentadas, por un lado nuestra ilusión y nerviosismo, propios de una decisión así, mientras que en su lado de la orilla el protagonista no era otro que el miedo. Supongo que no podía haber sido de otro modo, pero he de reconocer que en aquel momento no le di demasiada importancia. Mi única preocupación era el avión, tres horas que temía resultaran eternas. Como consuelo, música, sueño y la tranquilizadora sonrisa de Miriam.

El reloj superaba escasamente las doce de la noche, cuando ese incomprensible piloto decidió deleitarnos con un speech que bien podía haber inspirado uno de esos graciosísimos sketch televisivos. Decir que no entendimos ni una sola palabra, sería quedarnos demasiado cortos. El desconcierto general nos tranquilizó, mientras que una amable azafata se dirigía a nosotros para aclarar con una leve sonrisa que se iba a comenzar con la maniobra de aterrizaje, conforme al horario previsto y que la temperatura en Berlín era de 2ºC.

Tras agradecer con enorme sinceridad su ayuda, nos miramos sorprendidos, intentando sin éxito disimular nuestra reacción ante el dato tan impactante que nos acababa de mencionar. 2ºC. ¿En serio? Lo único que pude decir en aquel momento, introduciendo las palabras con calzador entre las carcajadas encerradas tras mi avergonzada mano, fue:

- Cariño, pues igual ibas a tener razón con que lo de venir en pantalón corto y camiseta no era lo más apropiado.

Evidentemente, la última palabra sirvió como luz verde para las múltiples carcajadas que se agolpaban en mis adentros. Perdido todo atisbo de vergüenza o discreción, no pudimos sino reír al compás de los cariñosos golpes que me propinaba Miriam, mientras contenía sin éxito las carcajadas y sus consiguientes lágrimas. Tal fue el escándalo, que fueron varios los vecinos de asiento que se contagiaron de nuestra risa nerviosa y se unieron a la recién inaugurada fiesta del humor y el frío.

Acto seguido, tras toda una serie de cruces de miradas cómplices, se apagaron poco a poco los ánimos y el silencio volvió a apoderarse del pasaje, mientras Miriam me susurraba al oído:

- ¡Qué vergüenza cariño! No te puedes estar callado, ¿verdad? Seguro que ya somos oficialmente los catetos del avión. Jajaja.
- ¡Anda ya! Si estaban todos muertos de risa. A ver si te vas a pensar que somos los únicos gilipollas en manga corta. Jajaja. Todos lo habían pensado, pero igual he sido yo el único dispuesto a compartirlo. Al final, es tan sólo un tema de generosidad y sinceridad, cariño, nada más.- le guiñé el ojo con tierna complicidad.
- Ya, eso va a ser. ¡Qué rollo que tienes! Jajaja.

Abrazados e incómodos, como no podía ser de otro modo en aquellos diabólicos asientos, nos disponíamos a afrontar mi miedo a aterrizar. Salvo por aquellas pequeñas turbulencias al final, no pude justificar mis miedos, hasta el punto de participar entusiasmado en el momento “aplauso final” con que se despide todo vuelo satisfactorio. Es entonces cuando el miedo se convierte en alegría y cansancio a partes iguales. Las prisas de repente invaden la cabina y todos se impacientan ante la proximidad a abandonar el aparato.

Confirmando que no dejábamos atrás ninguna de nuestras pertenencias, como buen caballero, me aseguraba de llevar conmigo la gran mayoría de bultos que, sin duda, no me pertenecían más que en un ínfimo y respetuoso porcentaje. Dos maletas de mano, un “bolsito” y una pequeña mochila con las pertenencias de mayor valor. Todo eso, mientras Miriam se ponía precavida la rebeca y yo me esforzaba por no perder mi jersey. Preocupaciones que se desmoronaron súbitamente ante la sorpresa mayor, el aeropuerto de Berlín, algo así como Schönefeld decían que se llamaba, se caracterizaba por carecer de fingers de recogida. Sí señores. Esa fue la broma final del viaje. 2ºC que se sentían como si el mercurio hubiese decidido ir en busca del centro de la Tierra, y se presentaban ante nosotros de lo más cariñosos nada más cruzar el umbral de la puerta. No era bastante con evitar cualquier extravío, no desprenderse al vacío a través de aquella minúscula e incómoda escalerilla, sino que además había que hacerlo sobreponiéndose a la más espeluznante de las tiritonas. Un temblor sin precedentes me indicaba lo peligroso de aquella inesperada hazaña. Miriam, escondida tras la manga de su fina rebeca, me gritaba con la mirada que me pusiera mi jersey inmediatamente. La ralentización de mis actos, fruto de un frio tan aterrador, contribuyó a que cruzara los escasos metros que me separaban del edificio de bienvenida, con tan sólo una manga debidamente introducida, y el muestrario de equipajes de mano arrastrados de mala manera por la terminal.

Sin más, nos acercamos algo perdidos y aún tiritando al puesto de información, por aquello de consultar la dirección exacta que debíamos tomar hacia el metro y posteriormente hasta la parada más cercana a nuestro hostel. Fue entonces cuando la “frialdad alemana” quedó más que patente, en el momento en que aquella seria mujer nos espetó con dureza:

Lo siento pero hoy no va a ser posible utilizar el metro debido a la huelga anunciada esta misma mañana”.

Parecía imposible, pero sí, aún cabía sufrir los efectos de un jarro de agua fría sobre nosotros. En aquel momento no podíamos ocultar el pánico. Hasta tal punto, que la “frialdad alemana” dio paso a su no menos característica educación. Preocupada nos recomendó el uso de un taxi para evitar cualquier riesgo y alcanzar nuestro alojamiento a la mayor brevedad posible, puesto que la alternativa parecía ser exclusivamente un autobús que nos dejaba a varias líneas de distancia de nuestra ansiada cama.

La desilusión era ahora la gran protagonista, dinero o tiempo. Ambos los teníamos reducidos. Más de lo que nos hubiese gustado. Así que resignados nos dirigimos con paciencia hacia la línea de taxis que se postraba ante nosotros.

Presa de la indecisión, nos debatíamos entre dos malas soluciones que no acababan de convencernos. En aquel instante, fue cuando la “educación alemana” se tornó con sorpresa en la tremenda “amabilidad alemana”. Fuera tópicos. Todos aquellos mitos tradicionales se derrumbaban. Una alegre pareja alemana, algo más mayor que nosotros, se acercó para ofrecernos su coche en un perfecto español. Estupefacto me giré en busca de la aprobación de Miriam, quien respondió anticipadamente con su evidente sonrisa. Sin dudarlo, agradecimos aquel detalle con tintes de regalo divino y nos apresuramos por presentarnos y entablar conversación con nuestros recién descubiertos salvadores.

Ella, profesora de español en un instituto de las afueras de Berlín y él, ejecutivo de una conocida marca de coches. Su amor por España les venía de lejos. Sus padres, en ambos casos alemanes, habían forjado sus respectivas relaciones en nuestro país. Aquel curioso acontecimiento no sólo había cautivado a esta familia, sino que los había unido por completo a la esencia que emana de nuestro territorio. Para ellos, cada día de vacaciones era una oportunidad para retornar a sus orígenes y disfrutar de unas jornadas de sol y playa en la mejor de las compañías. Por un lado, ella, rubia de pelo liso, alta y muy sonriente, sentía especial devoción por Mallorca, donde hacía ya casi cuarenta años se habían conocido sus padres, él de Brandemburgo y ella de Hamburgo. Por su parte, él, más precario con el español aunque igualmente solvente, destacaba por su altura, anchura, y un pelo semi-largo castaño perfectamente cuidado. El caso de sus padres, ambos originarios de Hannover, respondía más a la típica pareja de estudiantes que en su momento decidieron aventurarse a España en su primer viaje juntos para descubrir la Costa del Sol, la Axarquía y terminar entendiendo el estilo de vida propio de La Alpujarra granadina.



Tan sólo fue la primera de sus múltiples visitas al sur de Europa, pero tras casi más de cincuenta años seguían hablando de ello como si hubiese transcurrido en ese mismo verano. De hecho, aquel era el motivo del viaje que los había dirigido directamente a nosotros en aquella fría noche berlinesa. Sin saberlo, habíamos compartido el vuelo desde Málaga, resultando el fin de su idílico viaje, con el cual cedernos el testigo de cara a nuestra soñada visita. Enamorados de Andalucía como nosotros, y en especial de Málaga, no nos fue difícil cimentar una sincera amistad basada en intereses comunes, edades similares y el tremendo afecto y agradecimiento generado. También imagino, que el largo trayecto que nos separaba del alojamiento, fue otro factor determinante.

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