martes, 7 de octubre de 2014

La “desmitificación” admirada

Este enigmático título no responde sino a uno de los principales procesos evolutivos a los que, inevitablemente, se enfrenta todo ser humano. Concretamente se trata de la transformación progresiva que todos experimentamos a lo largo de nuestra vida, vinculada irremediablemente al proceso de madurez.

Cuando nacemos, necesitamos de unos años para apropiarnos de nuestros actos y hacer uso de la razón. Desde ese mismo instante, nuestros padres se erigen en las figuras idolatradas y fascinantes con que compartimos la infancia. Esos superhéroes capaces de todo, menos de equivocarse.

Personas mitificadas por nuestra ingenuidad y una muestra desproporcionada de cariño familiar.

Inexplicablemente el tiempo nos reconduce hacia una postura más fría e independiente en la cual nuestros padres se van desprendiendo de toda virtud extraordinaria para verse rodeados de mediocridad e incluso defectos. Una metamorfosis tan sorprendente como inevitable. Popularmente aceptada, evidencia la complejidad de la mente humana.

La pubertad y posterior juventud se escapa de nuestras manos al mismo tiempo en que el bucle de cariño hacia nuestros padres nos devuelve a una posición positiva en la cual reconocer más los méritos que los errores. La edad hace el resto y lo que antes era un fanatismo desprovisto de toda razón, se torna en simple admiración.


Un recorrido vital de ida y vuelta, sólo tamizado por la madurez, herramienta empleada por la naturaleza para prepararnos con ayuda del tiempo de cara a las diferentes etapas del bucle en que nos sume la vida, pasando de niños a padres y posteriormente a abuelos. Repetidos giros a través de ese bucle infinito en el cual nos desplazamos por los distintos puntos de vista hasta que dejamos nuestro lugar a los que están por llegar. Un aprendizaje constante y divertido en el cual observar el mismo hecho, al que llamamos vida, desde infinitas perspectivas.

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