domingo, 9 de noviembre de 2014

El libro_p15

Capítulo 15

Eran las siete de la tarde cuando la noche ya cerrada enmarcó nuestro curioso deambular por aquella maravillosa calle, un continuo de tiendas lujosas donde la ostentación más exagerada convivía en aparente normalidad con productos igualmente exclusivos e inasequibles pero que podrían ser definidos como elegantes. Un esplendor basado en el diseño, los brillos, llamativos colores y máxima calidad.

Friedrichstrasse, o algo así la llamaban. Lejos de convertirse en un referente de moda para nosotros, sí que contenía ese grado necesario de extravagancia, tanto en los contenidos como en sus brillantes envoltorios, suficiente para erigirse como un objetivo interesante y capaz de generar infinidad de conversaciones banales pero divertidas. Un buen rato repleto de quejas y llantos amargos en los cuales simular un deseo inexistente por lucir esa inexplicable excelencia.

A escasos metros de allí, en un desvío muy recomendado y casi obligatorio, se encontraba el paraíso del dulce, haciendo esquina junto a la famosa Gendarmenmarkt. Una tienda tradicional donde los monumentos más emblemáticos se rendían a la delicadeza del chocolate mejor moldeado. Desde la puerta de Brandemburgo al mejor de los museos, todas estas enormes y detalladas maquetas sucumbían ante un sencillo pero inolvidable volcán en constante actividad. Una erupción de sabores inducidos. Un reclamo insuperable. Uno de esos locales que poseen la envidiada virtud de acoger a vecinos y extraños por igual, con la misma naturalidad e interés.

Como humilde sustitutivo orientado a saciar la sed generada por dichas carísimas obras de arte gastronómico, salimos equipados con varios de los bombones de la casa, clasificados en función de su contenido en cacao, alegrándonos así la noche entre risas manchadas pero orgullosas. Ese puntito de picardía tan importante, un capricho fundamental, un regalo vital irresistible. Continuamos nuestro aleatorio vagar por la ciudad, recorriendo la citada avenida en dirección norte, donde la estación del S-Bahn a la cual daba nombre, también denominada estación de metro rápido, garantizaba un tránsito peatonal ininterrumpido a su alrededor. Oleadas de personas que descendían en manada y accedían en grupos más irregulares pero no menos numerosos. Un flujo enorme de personas anónimas unidas por su indudable rutina.

Un espectáculo propio de grandes ciudades como esta, que ya sea por suerte o por desgracia, quienes procedíamos de ciudades más pequeñas como Málaga desconocíamos por completo. Esa belleza implícita en el estrés propio de tal transferencia. Las prisas asociadas al acto de subir o bajar del metro. Un protocolo casi ceremonial en el cual los viajeros esperan impacientes la apertura de las puertas desde ambos lados del umbral. Unos estáticos, otros en movimiento descendiente hasta alcanzar la parada frente a los primeros. Unos instantes tensos e impersonales en los cuales nadie parece percatarse de su imagen especular. Absortos en su rutina, realizan la misma acción una y otra vez. Desde el metro, esperan la llegada del momento en que las puertas se desbloqueen para poder abandonar el vagón entre la multitud que espera educadamente que finalice el proceso de salida para acelerar con disimulo y optar a los mejores asientos vacantes. Un transbordo más, una nueva experiencia.

Tras las imponentes vías elevadas que empleaban las principales líneas asociadas a esta importante parada, se escondía en el silencio de la oscuridad más introvertida un flujo no menos importante pero mucho más discreto. Un movimiento más tranquilo y sutil que condicionaba a la ciudad en igual medida, pese a que lograra pasar desapercibido para la gran mayoría. El abundante río Spree recorría la ciudad siempre a la espalda de los diferentes rincones de esta gran capital. Uno de esos elementos fundamentales, que al igual que ocurría con los innumerables canales que recorrían la ciudad, no acababan de recibir el reconocimiento que merecían.

El puente del cual procedíamos se posaba con suavidad sobre la intersección con Oranienburger Strasse, una calle de menor rango pero perfectamente equiparable en cuanto a su fama. El número de locales, así como el glamour de estos, se reducía considerablemente. Las tiendas más relevantes daban lugar a desconocidas cervecerías, restaurantes y modestas viviendas. Como complemento a esta nueva realidad urbana, un elenco de portentosas féminas, todas rubias, altas, esbeltas y ataviadas por ceñidos atuendos cuyo único denominador común parecía ser el plumón corto blanco, aderezaban sonrientes y respetuosas el caminar de los abundantes y sorprendidos visitantes.

A unos cuantos cientos de metros, la ligera curva que presentaba el trazado viario nos dirigió hacia nuestro ansiado objetivo. Frente a nosotros se alzaba el Kunsthaus Tacheles. Una casa okupa, más bien considerada como bloque de viviendas, donde las diferentes plantas se abrían a turistas e invitados con el mayor de los descaros. Entre un sin fin de grafitis variados, emanaban unas primeras plantas más opacas que custodiaban a las plantas altas donde los espacios expositivos y talleres de trabajo, se alternaban con tiendas de souvenirs de fabricación propia y un interesante bar-cafetería en la cima, no apto para víctimas del vértigo. Por su parte, la trasera del edificio destacaba por el vacío del gran patio medianero, en el cual un indescriptible biergarten ofrecía una alternativa más terrenal en la cual disfrutar del entorno entre amigos y actuaciones improvisadas.

Aquella decadencia controlada, aquel paradigma del arte urbano más reivindicativo y polémico, yacía desde hacía años entre los principales emblemas oficiales de la ciudad. Un eterno rumor de derrumbe que contrastaba con su indestructible éxito turístico y social. Sea como fuere, aquel ruinoso edificio representaba una gran parte del Berlín más auténtico, justo al lado del lujo más recalcitrante y prometedor de la capital.

Por su parte, ejemplos como Cassiopeia (en el barrio de Friedrichshain), establecían una alternativa menos mediática al movimiento diferenciador de esa otra Berlín. Esa capaz de sacar pecho en la peor de las situaciones y enorgullecerse de las carencias con ingenio y simple libertad. La East Side Gallery, la Iglesia del Recuerdo, Check Point Charlie, el Oberbaumbrücke, Hauptbahnhof o la renovada Alexander Platz formaban parte indiscutible de ese peculiar encanto basado en una esencia única. Un homenaje sincero y bien resuelto al contraste más extremo como reclamo y referente ciudadano. Una ciudad basada en los llenos más brillantes rodeados por los vacíos más prometedores. Sonidos diversos en perfecta armonía con la intensa melodía de silencios. Una maravillosa clase magistral sobre el respeto al pasado como principal medio para soñar el futuro.

Aún recuerdo su magia, su particular identidad. Aquella que permite al visitante disfrutar de la melancólica postal retratada en un genial parque de atracciones abandonado en pleno parque urbano, con la misma intensidad con que goza ante una pista de esquí artificial erigida de la noche a la mañana en plena Potsdamer Platz. Discotecas surgidas del encanto encerrado entre las cuatro paredes de un antiguo matadero o un indestructible búnker, enfrentadas a un espacio de ocio de lo más tecnológico y vanguardista.

Un paseo infinito desde lo moderno a lo tradicional, de lo destruido a lo reconstruido, de lo deseado a lo encontrado, ilusión y respeto, admiración y osadía como ingredientes fundamentales de esta receta espectacular.

Todo ese amor por la diferencia, ese recital fuera de lo común, no pudo sino fomentar en nosotros un sentimiento de agradecimiento y bienestar ante nuestra situación. Un vínculo innegable con nuestras peculiaridades como pareja, que nos ayudó a entender como claves de nuestra atracción y nuestro rebosante valor añadido.

Grandes momentos que desembocaron en un verdadero homenaje a nuestra relación, nuestro porvenir, una alfombra roja que no pensábamos desaprovechar. Serían muchos los años que pasasen, las ciudades que pudiésemos visitar, las personas que apareciesen en nuestras vidas, pero sin duda, una cosa permanecía inamovible en nuestras memorias, en nuestros corazones. Una frase capaz de revertir cualquier atisbo de tristeza o duda en nuestras vidas. Un resorte frenético que provocaba inmediatamente la más sincera e inevitable de nuestras sonrisas.

Siempre nos quedará Berlín, cariño”.


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