domingo, 30 de diciembre de 2012

El libro_p01


Capítulo 1

Austera navidad aquella en la que hace hoy más de 25 años decidí hacer acto de presencia en una fría y sobria sala del hospital materno de Málaga. La humedad penetrante del Mediterráneo se introducía por cada poro de piel de los expectantes familiares y amigos que abarrotaban una sala de espera tan preocupada como emocionada. Pequeñas muestras de cansancio lograban escabullirse entre tanta tensión y alegría contenida. Las ojeras comenzaban a protagonizar tan señalado momento.

Los móviles se erigieron en banda sonora obligada de un evento de tal magnitud. Desgraciadamente las respuestas se sucedían exactas entre los diferentes interlocutores, ansiosos por modificar el guion de este pequeño thriller familiar. Dos familias a punto de convertirse en tres. Más de una veintena de personas recluidas en los escasos quince metros cuadrados destinados a tal fin.

Un rectángulo sencillo y tímido, donde las menudas ventanas se encargaban de iluminar tan angosto espacio. Decorado en un blanco sucio, producto de un uso ininterrumpido a lo largo de sus abundantes años de vida, el acomodo correspondía a unos desgastados asientos de plástico verde, apoyados sobre una inhóspita estructura metálica. La altura libre interior rondaba lo dos metros y medio, pese a que con el paso de las horas, parecía descender amenazante hacia los absortos usuarios. En uno de sus extremos, el pasillo agonizaba hacia unas puertas abatibles que, sin duda, jamás habían sido tan observadas como aquel día. Cada silueta o indicio de sombra tras su umbral se apoderaba de las respiraciones de toda la sala al unísono.

Señalaban aproximadamente las 16:15h cuando un apuesto doctor acompañado de sus fieles enfermeras y un cariacontecido matrona se adentraron entre la multitud buscando a los intranquilos abuelos. La situación no hacía más que enrarecerse con cada nuevo paso del pálido séquito. Los asistentes acompasaban sus lentos movimientos de retirada con un gélido y desesperado silencio sepulcral. La distancia entre abuelos y médicos era inversamente proporcional a la cantidad de lágrimas contenidas por los primeros.

El doctor principal no era otro que el inseparable amigo de la infancia de mi padre. Sus treinta y dos años, recién cumplidos, le convertían en uno de los responsables más jóvenes de su departamento. Sin embargo, su cercanía a la familia y su más que consolidado curriculum le avalaban ante la importancia de lo que estaba a punto de comunicar. Su rostro no hacía sino reflejar la tensión vivida y las emociones que, evidentemente, se empeñaba en esconder tras un velo impasible de serena profesionalidad. Habían sido más de dos días de trabajo sin descanso, cincuenta y dos horas de ilusión y sufrimiento, iniciadas con la llamada insegura y temerosa de mi progenitor.

Para Juan, no podía existir mayor honor que el de ayudar en el parto de la mujer de su mejor amigo. Pese a ello, tantas horas contenían momentos de duda y orgullo por igual. Tanto sufrimiento cobraba ahora sentido. Era el momento de afrontar una conversación con la que había soñado innumerables veces en los últimos meses. Una escena inolvidable, allí plantado frente a Raúl, mi abuelo, su segundo padre. Rodeado por los más allegados a tan querida familia, en muchos casos, considerados también de su círculo más próximo. Con el firme convencimiento de que jamás podría haber imaginado tal desarrollo.

  • Raúl, Celia, buenas tardes.
  • Juan, por favor, ¿qué pasa? ¿A qué se debe tanto misterio?
  • Siento deciros que el parto se complicó hace algunas horas. Me hubiese gustado manteneros más informados, pero la situación me demandaba al cien por cien.
  • No me digas eso Juan. ¿Cómo están? Dime que todo ha salido bien.
  • Todo comenzó como esperábamos. Su nuera ha dilatado bien, teniendo en cuenta que se trataba de una primeriza. A las doce y cuarto de anoche nos preparamos para extraer al bebé conforme a lo que considerábamos un parto corriente. Por desgracia, el bebé no encontraba la posición correcta para su extracción sin daños, así que nos decantamos por preparar a Isabel para entrar en quirófano. Fueron minutos de mucha tensión, en los cuales dilucidar el futuro de todo el proceso. Nuestra prioridad siempre fue la de apoyar un parto natural. Sin embargo, nos veíamos obligados a pensar en la salud de ambos protagonistas. Muy a mi pesar, la única solución fue la de no alargar más esa agonía y atajar por el camino más seguro. Para ello, preparamos todo el equipo de trabajo, coordinamos a todos los profesionales y nos dispusimos al traslado con las mayor celeridad posible. Como sabéis los quirófanos se encuentran a tres plantas de donde nos encontrábamos, y el pasillo suele convertirse en una fiel recreación del Nueva York de mediodía. Sin más, abrigamos bien a su nuera y enviamos a un par de compañeros para que reservaran quirófano y prepararan todo el material. Durante dicho trayecto, no sabemos muy bien las razones, pero el proceso volvió a dar un giro radical. Entrando en el ascensor, su nuera anunció con un grito desgarrador lo que ninguno podíamos siquiera imaginar.
  • Juan, déjate de detalles y dinos cómo están todos.
  • Como te decía, el grito nos dejó sin palabras. Instantáneamente nos giramos hacia ella para averiguar qué era exactamente lo que iba mal. No estábamos preparados para ninguna complicación. De manera que nos apresuramos a seguir sus dolorosos gestos. Nos indicaba que algo iba mal en su útero. El primero en alcanzar la parte trasera de la camilla fue su hijo, quien ausente de todo color se precipitó inconsciente hacia el suelo. Acto seguido el matrona se contagió de tan inesperada reacción, contribuyendo al surrealismo reinante en la escena. No sabíamos por donde empezar entre tantos frentes abiertos. Mientras tanto la puerta del ascensor repetía una y otra vez el amago de cierre con el que impedía mi paso y el de dos de mis ayudantes. Sólo una de las enfermeras parecía estar en condiciones de informarnos. Se acercó temerosa hacia el centro de la escena. Irremediablemente no pudo articular palabra alguna antes de desplomarse. Los compañeros de planta se apresuraban a acudir al lugar y atender a los perjudicados. Mi perplejidad crecía a marchas forzadas mientras esquivaba los cuerpos e intentaba entender los balbuceos de su nuera. Sólo alcanzaba a descifrar algo parecido a “aquí”, instante en el cual su mano agarró la mía con una fuerza desmedida. El dolor era indescriptible. Con la otra mano, aún pudo encontrar a la única compañera que se mantenía erguida frente a mí. El caos aumentaba por momentos mientras algunos auxiliares gritaban desconcertados.
  • Juan, por dios.
  • Perdonadme, pero vuestro hijo ha hecho especial hincapié en que os preparara para esto antes de entrar a la habitación. ¿Por dónde iba?
  • La gente gritaba en el pasillo...
  • ¡Ah sí! Gracias. Efectivamente los gritos y peticiones de auxilio se sucedían a lo largo y ancho del citado pasillo. Mientras tanto, hacía un esfuerzo titánico por tranquilizar a Isabel e instarle a que me soltara, cuando un sentido quejido silenció a los más de doce empleados que se agolpaban alrededor. Todos nos miramos impactados. Logré zafarme de las afiladas uñas de Isabel para observar incrédulo la inaudita imagen que se presentaba ante mí. Una leve sonrisa se dibujaba en mi rostro conforme encajaba las desordenadas piezas en mi cabeza. Una satisfacción tan grande como efímera, dado que escasas décimas de segundo después me unía a la improvisada fiesta pijama que había organizado su nieto. Lo siguiente que recuerdo es a su hijo con la cabeza vendada, dirigiéndose socarrón a Isabel: “Muy pronto ha empezado este a darme quebraderos de cabeza, ¿no crees?” A lo cual Isabel respondió con su particular dulzura y su inigualable sonrisa: “Desde luego, es que en esta familia no podemos hacer nada como la gente normal”. Todo ello mientras las lágrimas de alegría se depositaban delicadas y cariñosas sobre su risueño nieto, quien tan sólo unos minutos antes había decidido darnos a todos la bienvenida con un llanto prematuro tras salir por si sólo del útero de su madre. Sin que ninguno de nosotros acertáramos a ayudarle en tal importante tarea, justo en el momento más inoportuno y complicado, pero, sin duda, en el mejor que jamás hubiese podido elegir.
  • Pero, entonces, ¿todo ha salido bien?
  • Bueno, si obviamos los cuatro puntos de sutura que ha recibido su hijo en la cabeza, algún que otro moratón entre mis compañeros, mi maltrecha mano y la vergüenza que mantiene callado aquí al gran matrona, se podría decir que sí. Que son ustedes abuelos de un fornido y cachondo "pequeñajo" que en vez de un pan ha preferido traer cientos de carcajadas y la mejor de las anécdotas que recuerdo, bajo su minúsculo brazo. Tres kilos seiscientos gramos de valentía e independencia, quinientos cuarenta y dos milímetros de pura felicidad.
  • Gracias. ¡Qué alegría más grande Juan! ¡Y que mal me lo has hecho pasar “cabrito”! Menos mal que conozco bien a mi hijo, y sé perfectamente que todo esto ha sido fruto de su peculiar sentido del humor. Si no...

Según me cuenta siempre mi padre, entre risas, en aquel momento toda la sala empezó a reír entre abrazos, soltando toda la adrenalina acumulada durante tantas horas de espera y especulaciones. Una fiesta improvisada con la que siempre había soñado. Un recital de carcajadas e inmejorables deseos, todos ellos aderezados por cariñosos insultos hacia su persona.

No me canso de escuchar esta historia, por más veces que pueda oírla. Me encanta cada vez que cuenta esta anécdota en presencia de mi madre, quien no puede sino reírse ante lo esperpéntico de mi nacimiento, mientras vuelve a mirarme con la ternura que sólo ella sabe transmitir. Al fin y al cabo, mi nacimiento es un fiel reflejo de mi existencia, un ejemplo más de mi especial condición. No hay mejor imagen que defina lo que hasta ahora ha resultado ser mi vida, que aquel cúmulo ecléctico de emociones y experiencias enfrentadas. Un recital de lágrimas, sonrisas, insultos y abrazos.

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