miércoles, 21 de diciembre de 2022

Oslo, el placer de lo bien hecho

Como era de esperar, el viaje a la capital noruega se podría definir como un auténtico éxito. En primer lugar lo justo sería establecer las condiciones de partida. Puente en España, cuatro días libres para descubrir nuevos lugares. Saliendo desde Málaga, la compañía Flyr se ofrece como una oportunidad con vuelo directo. No la conocía pero se ha convertido en una de mis compañías favoritas, por detalles tan sencillos como la botella de agua con la que obsequian a todos los pasajeros. Puede parecer absurdo, pero dadas las múltiples dificultades asociadas a la posesión de líquidos en un aeropuerto así como el elevado coste de los productos a bordo, me parece cuanto menos plausible que se piense en el usuario a ese nivel. 

Embarcamos con tiempo de sobra y sin protocolos absurdos. La mascarilla, un vago recuerdo de tiempos pasados. Los tiempos, clavados. La salida del avión, con la misma fluidez que el embarque, nos dirige sin remedio hasta nuestro destino. Un aeropuerto cómodo e intuitivo desde el que coger un tren hacia la estación central de la ciudad. Dos alternativas, versión express y cada cinco minutos o versión regional cada treinta, aproximadamente. Por la diferencia de precio, nos decantamos por el regional. Diez euros menos, tan solo cuesta once, y diez minutos más de trayecto, para un total de veintiocho. 

La estación central se ubica en pleno corazón de la urbe, convirtiendo este desplazamiento en altamente eficiente. De ahí, nos acercamos a nuestro hotel, citibox, a escasos cuatro minutos a pie de la estación. Una manzana completa repleta de habitaciones pequeñas pero bien diseñadas, donde se optimizan los procesos para abaratar la factura final y simplificar cada estancia. Todo funciona, es un placer. Soltamos las maletas y nos lanzamos a la calle. 

Nos reciben el frío, una limpieza exquisita, además de esa amable sensación de confianza y seguridad que no nos abandonará en todo el viaje. Los noruegos nos deleitan con un derroche de educación y simpatía con el que no contábamos. Si todo parecía fácil ya de por sí, ellos se encargan de garantizar el resultado. La única pega, nos ha costado encontrar restaurantes en los que degustar la comida típica del lugar, aunque imagino que este es un mal propio de las grandes ciudades europeas, plagadas de franquicias atractivas y reconocidas que han terminado por erradicar al local de su propio ecosistema. 

Dicho lo anterior, el precio se erige en principal protagonista de la escena. Sin queja alguna sobre la calidad de los alimentos, cabe destacar la elevada suma a abonar en cada sentada. Menús desorbitados aunque adaptados al entorno. No significa que no se pueda comer barato, sino que es necesario redefinir el concepto de barato. Pese a todo, este mínimo inconveniente, más que nada por esperable, se oculta tras la belleza de una ciudad moderna y acogedora, donde caminar durante horas y disfrutar de un sinfín de ejemplos maravillosos de diseño. Un recital de edificios dominados por el eclecticismo contemporáneo del acero, el cristal, la piedra y la madera, bajo el imponente influjo de esas majestuosas avenidas peatonales o de tráfico casi inexistente en las que perderse sin miedo alguno. 

En tres días completos de turismo, pudimos visitar las principales atracciones de la zona, adentrarnos en algún que otro museo e incluso hacer senderismo por uno de los múltiples parques cercanos. Kilómetros de recorrido donde la única máxima que se repite es la pulcritud. Todo luce perfecto pese a la aparente naturalidad y desenfado con que el día transcurre a tu paso. Ni rastro de la rigidez que cabría esperar ante semejante alarde de perfeccionismo. Los niños abarrotan los parques ataviados con sus monos todoterreno mediante los cuales restregarse sin tapujos por el suelo, ante la atenta pero divertida mirada de sus progenitores. Un ejemplo más de lo familiar que resulta está ciudad a ojos de cualquiera que se digne a visitarla. 

Me llevo el recuerdo de fachadas majestuosas y bien rehabilitadas, en contraste con la simplicidad de algunos barrios periféricos o el esplendor de cristal que inunda las áreas más céntricas de Oslo. Una de esas visitas que ya apetece repetir. Y por si esto fuera poco, me siento de nuevo en el vehículo de Flyr que se dispone a traernos de vuelta, botella de agua en mano, mientras observo atónito cómo los operarios del aeropuerto lavan a presión el avión para garantizar el correcto funcionamiento de su fuselaje. Aquí todo funciona. El auténtico placer de lo bien hecho. 

Gracias Oslo, volveremos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario