miércoles, 30 de octubre de 2013

El libro_p09


Capítulo 9

En estos momentos de máxima alegría es cuando solemos recapacitar y pensar en lo acertado de nuestras decisiones y en lo enigmático del destino.

Embriagado por la emoción que me generaba mi amor, mi musa, mi vida; no hacía sino recordar lo cerca que había estado de renunciar a todo esto. Tan sólo mi testarudez y mi innegable valentía habían sido capaces de doblegar los contundentes miedos que atenazaban a mi querida madre. Bloqueada por un instinto maternal infranqueable, su inexplicable sentido de culpabilidad le impedía analizar las cosas con un mínimo de objetividad. Su único punto de vista posible era siempre el peor de los escenarios, y desde luego, no podía culparla por ello.

Fueron meses de gran dureza, aun cuando su impostura general me mostraba una máscara amable y tranquila, recubierta por un halo de forzada naturalidad. No podré jamás olvidar que por más que maldijera mi suerte, ello no me convertía ni de lejos en la única víctima de esta situación. Como en todo largometraje, unos personajes protagonistas son los encargados de guiar al espectador a lo largo de su deambular entre actores secundarios tan implicados o más que ellos en el desarrollo de la historia, mi historia. Todos igual de importantes, todos igual de imprescindibles. En este caso, me había tocado el papel principal, mientras que a mi madre le habían otorgado un ingrato segundo plano, incompatible por otra parte con su condición de madre. No existe circunstancia ni desgracia en la vida capaz de alejar a una madre de sus hijos. Y así fue.

Preocupada por mi devenir, decidió adoptar una solidaria posición de pseudo-enferma en la cual empatizar conmigo hasta el punto de convertirse en mi apoyo más fiable, sin por ello descuidar sus labores como esposa, madre y ama de casa. Eso sí, yo estaba enfermo y podía hacer, o dejar de hacer, todo lo que yo quisiera. Nadie osaba mentar mi apatía como posible motivo de discusión.

- Pobrecito, ya tiene bastante con lo que tiene-, decían.

Pasé de ser un niño normal, un hermano mayor paciente y “marginado” ante el protagonismo del pequeño, a convertirme en un mimado hijo único con tres exageradamente atentos padres.

Indudablemente mi reacción no se hizo esperar, y como ser humano que soy, comencé a creerme en el derecho de exigir tales privilegios, como si mi enfermedad tuviese que ser la de todos. Hasta el punto de olvidar quienes eran y por qué estaban ahí. Lejos quedaba ya aquel maravilloso 20 de abril en el que la euforia y unas inmensas ganas de vivir me enseñaron de nuevo el camino hacia la felicidad. Una muestra como tantas otras de mi inmadurez y de lo perverso de esta vida.

Afortunadamente, siempre hay una persona en tu entorno, lo suficientemente sincera como para obviar la estupidez reinante y reprochar una actitud para nada justificada con mis carencias visuales. Como no podía ser de otro modo, mi hermano, ese gracioso “pequeñajo” dispuesto a arruinar todo lo importante en mi inestable adolescencia, hacía uso de su incomparable maestría en las artes del chinchar, para acercarse a mí, abandonar su inapropiado traje de padre y hacer lo que mejor sabía hacer; sacarme de mis casillas hasta conseguir que lo viese todo desde una nueva perspectiva. La perspectiva de la madurez, para acabar retomando mi lugar original con los bolsillos llenos de sabiduría y fuerzas renovadas.

En ese momento, recordé lo bien que me sentaba el papel de hermano mayor, sermoneando al inexperto querubín en su histérica búsqueda del caos. Enseñándole el error cometido y su estúpida obsesión por amargarme la existencia. Nada que no hubiésemos hecho ya antes, cientos de veces.

Sin embargo, esta iba a ser diferente. En pleno momento álgido de mi reciclado discurso, me vi interrumpido por una versión sorprendente de mi hermano, una voz aparentemente experta y madura, con un tono hasta entonces desconocido, con los ojos ensangrentados sobre una sonrisa calmada y sincera. Un estado de furia en el cual el cariño se erigía en único intermediario fiable.

Impactado ante tal derroche de carisma, me mantuve perplejo, en silencio, ansioso por conocer el verdadero motivo que explicaría ese paso adelante. Con brusquedad, algo seco pero amable, parecía escoger las palabras con parsimonia y criterio. Firme frente a mí, apretaba su fornida mano sobre mi flacucho brazo, con la fuerza justa como para atraer todos mis sentidos sin despertar al dragón de dolor que todos escondemos en lo más profundo de nuestro ser. Sorprendentemente sereno, pronunciaba con dureza y calma uno de los mayores reveses que nadie me había asestado jamás.

  • Hermano, sabes que te quiero y que siempre lo haré. Que valoro todo lo que has hecho por mí y que lamento profundamente lo ocurrido. Pero ha llegado el momento de que te diga todo aquello que nadie parece dispuesto a decir.
  • Pero... - Con un leve pero amenazador movimiento de ojos acalló todo atisbo de duda o inquietud. Absorto en la escena, cerré la boca y me dispuse, resignado, a escuchar.
  • Hace ya muchos meses desde que la desgracia tornó tus días en noches. Muchos días de oscura rutina. Demasiados cambios para tan poca experiencia. Lo sé. Intento entenderte y créeme que lo hago. Convivo en esta casa las 24 horas del día. Y sabes que no me cuesta nada ayudar en todo lo que puedo, porque sé que tú harías lo mismo por mí. Sin embargo, hay algo más importante que todo esto. Tenemos la suerte de que no estamos solos en esta situación. Tenemos unos padres dispuestos a sacrificar sus vidas por nosotros. A dar todo lo que tienen y parte de lo que no, con tal de que veamos las cosas con algo más de luz.
    Imagino que estarás de acuerdo conmigo en que somos muy afortunados. Pero, nos guste o no, nuestros padres no son inmortales, ni perennes, ni van a estar siempre ahí para nosotros, como si nada les pudiera afectar.
    Hermano, papá y mamá están haciendo todo lo posible por evitarnos una realidad evidente. Si somos mayorcitos para hacer y decir lo que nos da la gana, también deberíamos serlo para apreciar estos detalles. Al menos, yo lo intento. Y sé que tú eres aún más listo que yo.
    Siento decirte esto, pero no pienso aguantar más esta farsa, apoyar esta gilipollez. No voy a dejar que te lleves a mis padres contigo. Estás jodido, sí. Es injusto, puede que sí. Pero de ninguna manera, voy a permitir que te conviertas en un impresentable consentido y déspota, capaz de enterrar en mierda todo aquello que le rodea, incluida su familia más cercana. Tienes un problema de visión, así que no hay razón alguna para comportarte como si no tuvieras cerebro. He hablado con tu médico y me ha dicho que la depresión puede ser una de las consecuencias directas de lo ocurrido. Que la negatividad y la desidia podrían apoderarse de ti. Que debo ser paciente y reírte las gracias como si de un loco te tratases. Pero no puedo – un nuevo parón, anunciaba unas lágrimas que seguro que debían estar ya asomando tras el brillo de sus ojos – me niego a aceptar que una puta enfermedad rara vaya a llevarse a mi hermano y arrebatármelo de mis propias manos. Me temo que no. No tengo ni idea de medicina, pero a ti te conozco lo suficiente como para saber que no es propio de ti actuar de un modo tan cobarde y desconsiderado. Durante años me has enseñado a ser un hombre, ¿para qué? ¿Para convertirte en una niñato atontado?
  • Pero...
  • ¡Ni peros ni hostias! Déjate ya de “victimeos”. Sabes que estoy aquí, pero no para malgastar mi tiempo en intentar ayudar a alguien que no quiere ser ayudado. Y lo que es peor, a alguien que ni siquiera reconozco.
    Te voy a decir una cosa, papá y mamá entiendo que te rían las gracias, pero conmigo has topado. Se acabó. Si de verdad te queda algo de dignidad, sabrás valorar estas palabras y entenderás que no son dagas lanzadas para herirte sin más, sino que es el último paso en mi penitencia, por fin he logrado sacar las dagas que desangraban mi ser para enseñártelas y que entiendas que eres tú quien las ha puesto ahí. No te culpo, pero no quieras que llegue a odiarme por ello.
    En aquel momento, no supe qué decir. Los sentimientos de furia y tristeza convivían en un frágil equilibrio que no sabía por donde podría acabar explotando. Mi cara era un auténtico poema. Hablar de cara de tonto, sería un eufemismo injusto. Abatido, veía como mi hermano abandonaba impotente mi habitación entre lagrimas, exigiéndome una respuesta que era incapaz de generar.

Aquella noche, los segundos se sucedieron con especial lentitud. Mi cabeza estaba repleta de pensamientos inconexos, siempre presididos por el telón de fondo de aquel diabólico rostro. Esa angelical muestra de cariño desesperado.

Cada intento por analizar sus palabras derivaba en una tremenda ofensa hacia mi recién descubierto orgullo. Los insultos retumbaban en mi cabeza como si de una tormenta se tratase. Truenos que impactaban con dureza en mi dolido corazoncito. Descargas de energía que penetraban hasta lo más profundo de mí, llevando mi sangre a ebullición. La tensión aumentaba exponencialmente en mi cabeza, siendo cada vez más frecuentes las respuestas de ira frente a los esfuerzos por comprender. El rencor creciente me armaba de valor de cara a lo que estaba por acontecer, una inevitable contienda en la cual aclarar los pormenores de tal falta de respeto, tal desfachatez, tal enorme equivocación.

Serían cerca de las cinco de la mañana cuando la temperatura de mi volcán alcanzó su cenit, momento en el cual todo mi cuerpo se encontraba carente de sangre. Adrenalina, nada más. Odio y adrenalina. Combustibles más que de sobra para acometer el necesario contraataque que devolviera la situación a su merecida normalidad.

De un salto, abandono las cálidas sábanas para adentrarme en la fría e inhóspita oscuridad que me separaba de mi enemigo. Convencido, cegado por la ira, sucedía los pasos con renovada energía. Cada movimiento reforzaba mi cuidada estrategia, mi incontestable derecho a defender mi honor.

Con la misma virulencia y agresividad con que me había alejado de la cama, me encontré con el quicio de la puerta, entornada tras la inesperada salida de mi hermano horas antes. La inercia debida a mi recién descubierto interés por luchar, se daba de bruces contra la impasible hoja de madera maciza. Apenas desplazada, me observaba ajena a mi ridícula aparición. Un golpe certero y seco, tan eficaz como para hacerme olvidar la herida superficial que teñía de rojo mi desconcertado rostro.

Ahí, tumbado, dolorido e incapaz de explicar este nuevo traspié en mi vida, descubrí con gran crudeza que mi mayor pesar no era el mapa que acababa de dibujar en mi cara, sino la enorme culpa que invadía progresivamente cada rincón de mi cuerpo. El cansancio y la pena se apoderaban de mis entumecidos músculos, mientras la sangre continuaba con su peculiar obra de arte.

No sabría contabilizar lo que imagino serían escasos minutos, pero puedo garantizar que mis penosos pasos de vuelta hacia la cama, siempre los recordaré como una de las mayores lecciones que jamás me ha dado la vida. Y todo gracias a mi hermano, quien no sólo acababa de sacudir mis cimientos hasta casi hacerlos caer, sino que además había contribuido de manera involuntaria en uno de los peores golpes que haya recibido. Su descuido al no cerrar la puerta, como tantas veces le habían reprochado mis padres, se había convertido en el improvisado colofón de tan inspiradora fiesta.

Avergonzado, humillado y arrepentido, arrastré mi equivocado orgullo hasta el descanso del guerrero, confiando en que esa necesaria fase de meditación y autocrítica me llenase de valor para afrontar todo lo que sin duda parecía asomar en un mañana que difícilmente pasaría a convertirse inmediatamente en ayer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario