viernes, 7 de septiembre de 2012

Concurso, luego pienso (6/14)


4. Albañilería


Entre pensamientos, dudas y ojeras transcurre una semana crucial. Han llegado el día “D” y la hora “H”. Estamos todos ahí, menos uno. La verdad es que la puntualidad nunca fue una de nuestras grandes virtudes, de ahí que el retraso se asuma con total normalidad. Pese a ello, somos perfectamente conscientes de que se trata de un día especial, no podemos continuar con el plan marcado, salvo que estemos los cuatro. Por esta razón, decidimos llamar al cuarto integrante, el cual tras un sin fin de disculpas, nos confirma que no podrá asistir hoy. Un malentendido telefónico y una inoportuna reunión se han convertido en las causantes de este nuevo contratiempo. Sólo el buen rollo reinante nos permite aceptar la noticia con una sincera sonrisa y un par de bromas hirientes hacia el inesperado ausente.

Ante las nuevas circunstancias, el equipo decide avanzar en el análisis de la ciudad y plantear las alternativas propuestas por cada uno de los tres asistentes hoy, de cara a un primer intento por encontrar un acuerdo global.

En esta línea, vamos exponiendo nuestras ideas, con la firme esperanza de coincidir en nuestros argumentos y facilitar con ello el desarrollo de la reunión.

Tres horas más tarde, la principal sorpresa reside en que estamos completamente de acuerdo: no tenemos ni idea de qué hacer aún. Todo se nos va en buenas intenciones. Pero nos faltan muchos datos para poder descartar alternativas.

Aunque esta tarde me deja una frase que intentaré recordar siempre, una afirmación tan simple como real, una gran verdad que ayuda a entender mejor las cosas. Una revelación que nos brinda uno de nuestros compañeros y que se une al conjunto de lecciones que consigo extraer de esta inspiradora experiencia.

Esta vez me enseña que no debemos anular la ilusión de los demás, por muy en desacuerdo que estemos, sino empatizar con ellos para juntos encontrar la mejor solución, ayudarles a pulir su planteamiento en función de nuestra crítica:

Es muy fácil destruir pero muy complicado ayudar a construir.

Así que, tras horas de deliberación y buenos ratos, aderezados como de costumbre con divagaciones varias, podríamos decir que estamos casi como empezamos. Sólo hay una diferencia fundamental, tenemos aún más claro que debemos seguir investigando acerca de la ciudad en su conjunto, sus relaciones históricas y actuales con el río, las peculiaridades técnicas implícitas en cada propuesta de futuro. Sin olvidar que un día completo de trabajo produce grandes esbozos que, siempre y cuando seamos capaces de aislar entre la morralla, nos proporcionan algo de luz entre la supuesta oscuridad en la que abandonamos el estudio.

Más de doce horas de trabajo empiezan a pesar en el interior de una cabeza a punto de estallar, eso sí, por voluntad propia. Es decir, hemos renunciado al derecho al pataleo de antemano. Sólo queda dormir y confiar en que mañana el amanecer venga acompañado de un poco de inspiración y un mucho de ilusión y ganas.

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Sin duda es así, el alba no defrauda a nadie. Las legañas aprovechan unas más que evidentes ojeras como trincheras en el campo de batalla en que se convierte el lavabo. No encuentro la manera de abrir por completo mis ojos. Entre el sueño, el cansancio y los escasos minutos que llevo en este nuevo día, todo parece dispuesto para evitarme el primer sobresalto de este sábado, o quizás domingo, desde luego confío que no lunes. No sabría decir siquiera si es de día o de noche. Mis necesidades fisiológicas han decidido interrumpir mi idilio con Morfeo.

Evidentemente se trata de una decisión unilateral en la cual no me siento más que un mero intermediario, un medio para lograr un fin tan necesario como inapropiado. De hecho, sigo pensando que hay una parte de mí que continua entre sábanas y almohadas. Los intentos en vano por ver algo más que luces borrosas que me taladran el cerebro e incentivan mi creciente desorientación, me invitan amablemente a hacer uso de una de las mayores lecciones aprendidas a lo largo de mi periodo académico: cuando veamos el mismo muro una y otra vez frente a nuestro camino, es momento de alejarse para encontrar las fuerzas requeridas para franquearlo.

Conclusión: Morfeo, ¿dónde lo habíamos dejado?

Ahora sí, mis párpados recuperan su ligereza habitual, mis ojos parecen filtrar adecuadamente la luz y el agua del grifo ha abandonado su repentina acidez.

- Esto marcha - me digo convencido.

Mi velocidad de movimientos recuerda al autentico rey de la selva, ¡qué espectáculo!. No, no me refiero al león africano. Por desgracia, me centro más bien en la selva sudamericana, y en vez del poderoso felino depredador, un parsimonioso perezoso. Así es, cada trayecto que realizo transforma mi diminuto apartamento en la mayor de las mansiones victorianas. A veces me encantaría poder huir de mi cuerpo para observarme incrédulo a lo largo de mi majestuosa hazaña: un pasillo de cinco metros en más de quince minutos. Probablemente tendría tiempo incluso de ir a comprar una cámara de video para constatar tan lamentable cualidad, antes de detectar mi peculiar disociación.

Por suerte, la disociación voluntaria no es una de mis escasas virtudes, así que me conformo con el reloj como única prueba de mi preocupante lentitud. Afortunadamente, son veintisiete años ya los que he compartido conmigo mismo, así que es difícil sorprenderme.

Mi esfuerzo ímprobo da resultado y alcanzo victorioso la habitación del ordenador. Me dispongo a leer el periódico, consultar la actualidad de mis redes sociales y vagar libremente por la red mientras mi cuerpo termina de espabilarse. Me plantearía desayunar algo antes de ducharme, pero si no me fallan las cuentas, ya llego tarde al almuerzo, así que mejor me planteo cómo nutrirme.

El deambular virtual se antoja menos aleatorio que de costumbre. El standby en que se mantienen mis neuronas a lo largo de la noche se evidencia en una búsqueda intencionada de lo que entiendo, puede contribuir a la constitución de una estrategia proyectual en el río. Varios artículos interesantes, un par de imágenes de ciudades concretas y un artista inspirado, acaban por transportarme hasta un bosque del noroeste norteamericano. Un conjunto de piedras alineadas y milimétricamente colocadas que evocan un río inexistente pero conceptual. Un acto repleto de arte y simbolismo que despierta mi lado más abstracto, ese capaz de teorizar sobre elementos tan cotidianos como inverosímiles.

Los siguientes minutos transcurren con mi cuerpo entre los fogones, aunque mi mente continúa colocando piedras manualmente canteadas a lo largo de una línea tan imaginaria como esta propia acción. En un primer momento puede resultar trivial, gratuito o excesivamente artificioso, pero en el fondo esconde una deslumbrante brillantez, la capacidad de invitarme a pensar, soñar, diseñar.

Empiezo a tejer mi tela de araña de nuevos horizontes. Creo un nuevo hilo conductor sobre el que fundamentar mi discurso conceptual. Ofrecer a los ciudadanos el río que tanto añoran sin necesidad de inundar su cauce. Sanar una herida sin necesidad de taparla, sin recurrir a la sutura como mecanismo de cierre. Ante estos casos, lo más peligroso es dejarse llevar por la inmediatez que trae consigo la reacción definida como el acercamiento de orillas. Cuando se abre una brecha de cualquier tipo entre dos elementos previamente unidos, lo primero es intentar recuperar su estabilidad y cohesión anteriores. Para ello, volver a juntar sus extremos o rellenar el nuevo vacío para recuperar el continuo original, son las dos alternativas que podríamos plantearnos.

Sin embargo, una nueva opción acaba de llamar a mi puerta. ¿Por qué no recurrir a una intervención dirigida, por el contrario, a la brecha social, emocional, sin necesidad de ocultar una deformación natural nada vergonzosa? Si objetivizamos esta cuestión, descubrimos que el problema reside en su componente más subjetiva, dado que un accidente geológico no es más que otra característica natural de las muchas que conforman nuestro territorio. Es lo que esta aparente imperfección genera en la conciencia colectiva lo que realmente podríamos calificar como un problema. Por tanto, quizás no sea tan surrealista o desacertado centrarse en la manera de entender la fisonomía de la ciudad por parte de sus usuarios. Atacar sus emociones y su forma de mirar.

No tengo claro si debo actuar de una forma o de otra, pero me alegra haber encontrado un objetivo claro, solucionar un trauma social que afecta a la percepción ciudadana del entorno. Para empezar, acabo de definir la meta, un fin. Sólo falta dilucidar cuales son los medios más apropiados y eficientes para llegar hasta él. La sonrisa reaparece triunfal, mezcla de la satisfacción asociada a este descubrimiento y a la imagen que supone verme devorando la causa del festival de olores surgido con el abandono de la cocina.

¿Qué mejor manera de alimentar mi intelecto que con un cóctel de inspiración y nutrientes?

Desconecto temporalmente, gracias a la inestimable ayuda de lo que algunos denominan la “caja tonta” mientras yo he de reconocerla, inevitablemente, como parte de mi vida. No creo en la estupidez de los elementos, sino en la de sus usuarios. En mi caso, esta pseudo-estupidez me aporta el necesario “descanso del guerrero”. Un apetecible parón en el cual alejarme, una vez más, de mis pensamientos para volver en breve con más fuerza.

Lo prometido es deuda, ha llegado la hora de reavivar las cenizas candentes para afrontar un nuevo asalto en el combate que libro por una ciudad mejor.

Una vez definido mi objetivo, sanar un trauma social bien arraigado en nuestra memoria, prosigo con el enfoque simbólico del proyecto. Aprovechando la investigación generada para la ejecución de mi Proyecto Final de Carrera, activo mi cerebro en clave abstracta. Si algo he aprendido en este tiempo, es que quizás la mejor manera de hacer frente a aspectos de tipo psicológico, es actuar del mismo modo en que se producen los problemas, solventarlos a través de una actuación física capaz de generar emociones.

Empiezo a pensar en el río como un elemento de separación urbana, un muro horizontal que deprimido se eleva por encima de todos los ciudadanos. En esta línea argumental, me empieza a resultar de gran interés recurrir a su antihéroe, erigir un autentico muro que desde su evidente verticalidad genere un efecto de horizontalidad en las mentes de sus usuarios. Un muro que simbolice esta vez la unión entre dos mundos ubicados tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Se suceden los bocetos sin sentido, sin orden ni concierto. Intento que el lápiz transmita unas sensaciones tan sugerentes como esotéricas.

Como no podía ser de otro modo, al cabo de un rato me descubro exhausto y absorto en ideas irrealizables. Pese a que el fondo de mi razonamiento pueda resultar inspirador, no es un camino coherente para alcanzar un proyecto tangible y físicamente realizable. Como poco, puede reforzar el discurso generador del diseño definitivo. Así que abandono este planteamiento, para albergar nuevas esperanzas de éxito.

Reviso actuaciones similares ya debatidas anteriormente en el seno del equipo. Esta vez, analizo aspectos más banales pero igual de importantes. ¿Cómo resuelven el tránsito entre río natural y río modificado en el ejemplo de Niza? Ellos han optado por el embovedamiento, y he de reconocerme a favor de esta iniciativa. La pega: actualmente supondría un coste tan alto como innecesario. Pese a que desde el principio fue una de las ideas que resonó con más fuerza en mi interior, me mantengo fiel a mi compromiso profesional de valorar todas las opciones por igual.

Llego a pensar, incluso, que esta solución debería llevar años ya ejecutada. Es más, no creo que pertenezca a un equipo de arquitectos la responsabilidad de acometer una actuación tan técnica como justificable. Es el tratamiento superficial de dicho embovedamiento lo que debería recaer sobre nuestro gremio. La capa ciudad nos afecta en tanto en cuanto suponga la interacción entre hombre e infraestructura. Lo que ocurra bajo nuestros pies, debe ser tenido en cuenta, sí, pero no me considero, como arquitecto, el más adecuado para interceder en su planificación. Preferiría intervenir exclusivamente en su fachada urbana, aquella capaz de cambiar nuestro día a día.

El cansancio hace mella, este tipo de pseudo-razonamiento con claras trazas de pesimismo y rechazo no muestran sino una necesidad clara de descanso. Puede que refleje, además, un atisbo de frustración, signos de cierta desesperación ante un problema, en ocasiones, demasiado grande para un simple arquitecto. Es entonces cuando se debe parar, recapacitar acerca del trabajo realizado y destacar los aspectos positivos que éste nos ha supuesto. Siempre los hay, más o menos numerosos, pero igual de esperanzadores. Lo suficiente como para dejarnos con buen sabor de boca y animarnos posteriormente a proseguir el camino, con miras a un éxito ansiado y posible.

Una vez más, la noche trae consigo un placentero vacío que genera la organización de ideas meditadas, la negación de los desánimos y la creación de espacio vacante dispuesto a ser cubierto por nuevos debates internos, nuevos planteamientos.



Continuará... (Parte 6/14)

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