miércoles, 4 de junio de 2014

El placer de disfrutar


La inteligencia, como la cultura, no depende del grado máximo que somos capaces de alcanzar sino de nuestra capacidad para adaptarnos en cada momento al entorno que nos rodea.

Esta reflexión, lejos de resultar gratuita, responde a una inquietud personal que me acecha hace tiempo: 

¿Soy menos inteligente si disfruto por igual de un buen partido de fútbol y de una buena obra de arte? ¿Se supone que debo considerarme menos culto por no gozar exclusivamente con placeres de primer nivel?

Cuando uno analiza la situación que genera lo que nos empeñamos en llamar vida, se da cuenta que no deja de ser un cúmulo de circunstancias que nos rodean y nos dibujan un contexto concreto en cada momento, unas veces considerado más culto y otras menos. Así que, si partimos de la base de que el objetivo en la vida es indiscutible, ser feliz, no nos queda otra respuesta que la de aprovechar cada instante, independientemente de las características que lo configuren.

Dicho esto, será más inteligente y culto aquel capaz de adaptarse mejor a la diversidad reinante, aquel cuya cintura permita una mayor flexibilidad social.

¿Como puede el “culto” considerarse culto si no sabe disfrutar de los placeres más simples?

Desde que tengo uso de razón he aprendido que la complejidad es una gráfica que surge de la ausencia total de esta, la sencillez, y va aumentando progresivamente hasta alcanzar su grado máximo. Por lo tanto, como en una etapa de montaña, no es más importante el último esfuerzo sino entender que a cada pedalada avanzamos un poco más hacia nuestro destino, debiendo acometer los retos uno a uno, sin conquistar una cima hasta no haber superado la anterior.

Del mismo modo, los grados máximos de inteligencia y cultura se basan en la superación de aquellos niveles que los preceden. Y un error muy habitual es el de alcanzar la cima para acabar olvidando el camino recorrido hasta ella.

Por todo ello, entiendo que la inteligencia no depende de la “altura” en la que nos movamos sino de la conciencia global que nos exige cada situación, nuestra capacidad para entender cada sorpresa que nos depare la vida, nuestra capacidad para afrontarla en su justa medida, y lo más importante, nuestra capacidad para disfrutar a lo largo de todo el proceso.

Aún ahora, os estaréis preguntando qué ha podido motivar tan peculiar retahíla de pensamientos inconexos. Quizás sea el último partido acontecido, o más bien, puede que sea el último concierto que escuché. O puede que sea la última exposición de arte que vi publicada hace unos días.

Pero la verdad es que la respuesta es más bien de tipo holística, lo cual podría haber definido fácilmente como “general o global”, pero claro, entonces no sería un texto tan culto. En fin, como decía, se trata del conjunto de supuestos planteados los que originan este deambular conceptual.

Cuando uno analiza sus últimos días y descubre un panorama cultural tan diverso, se encuentra con que la riqueza de su vida no depende del valor que otros se empeñan en asignarle a cada una de esas experiencias, sino que la clave está en el, exitoso o no, intento por mantener una constante fundamental, la satisfacción personal.

Esta incógnita depende sólo de la ilusión, las emociones, la alegría o la felicidad, todas ellas intangibles que sin embargo se pueden palpar fácilmente en una simple mirada, una sincera sonrisa o un fortuito gesto. No nos hace falta mayor tesis doctoral que un ojo crítico dispuesto a dedicar un instante a los demás.

Ser feliz es tan complejo como nosotros queramos que sea. Oportunidades para serlo inundan cada segundo de nuestras vidas. Un buen partido de fútbol, una tertulia entre amigos, una buena cena en compañía, un rincón de soledad, un abanico de frescura, un derroche de aventura, un concierto del grupo que supo arrancar aquella sonrisa, una exposición del artista al cual no conoces ni conocerás pero que sin embargo invade tus pensamientos más íntimos...

Todas ellas, situaciones muy diferentes que generan una sensación muy similar a cuando una película traspasa la barrera del cine para adentrarse en lo más profundo de tu ser, ese libro desconocido que parece haber robado las palabras que describían tu anhelada infancia, un beso irrepetible que siempre pareció estar ahí; en definitiva, múltiples caras de una misma moneda, la más importante, la emoción.

Hace falta haber practicado deporte para entender la emoción de celebrar un gol, una derecha definitiva a la línea, una canasta en el último segundo. Haber intentado cantar para apreciar los matices de una bonita voz empeñada en remover cada uno de tus órganos internos. Haber intentado pensar, para valorar una obra de arte capaz de desmontar todas tus creencias tatuadas a fuego.

Ser feliz pasa por valorar lo inmenso que rodea a cada instante, entender todo lo que encierra tras su fachada de sencillez y naturalidad, pues no es hasta entonces que no se aprecia lo bueno que, sin duda, forma parte de todo momento vital.

En este sentido, puedo decir orgulloso, que más allá de la inteligencia que esto denote frente a los grandes sabios que juzgan desde el desconocimiento de sus pseudo-tronos sociales, en un sólo fin de semana he logrado disfrutar plenamente de un concierto de música, de una derrota en un partido de fútbol entre amigos, de una victoria ajena en la final de la Champions, de la presentación de una exposición de arte, del último capítulo de una serie de moda, o de una barbacoa sencilla en familia.

Con todo mi respeto, ¿no es más inteligente quien aprende a disfrutar de aquello que le rodea que quien se esfuerza en negar determinados aspectos de su vida para centrarse sólo en aquellos que a priori define como dignos o adecuados?

Lo siento, pero una vez más, en la variedad y la sencillez está el gusto.

A todos los que me lean, por favor, aprovechad la oportunidad de gozar con los placeres que se presenten ante vosotros, aunque estos vengan en forma de texto incoherente y sin rigor literario.

Muchas gracias por contribuir a que mi entorno sea tan variado como interesante.

Un abrazo a todos.

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