Capítulo 16
¡Y
tanto que nos quedó!
Aquellos
días repletos de buenos momentos e inolvidables recuerdos, se fueros
diluyendo sutilmente en nuestra aceptada rutina hasta el punto de
protagonizar gran parte de nuestros recursos como pareja. Todo giraba
en torno a esa determinada anécdota junto al río, ese extraño
peatón que tanto nos llamó la atención en la plaza, o la bella
mujer a la que igual no debía haber observado tanto rato durante la
cena. Cualquier excusa parecía perfecta para rememorar algún
aspecto concreto de tan maravillosa semana.
Tanto
es así, que cuando Miriam se acercó cariacontecida, con un rictus
hasta ahora desconocido, un semblante del todo desfigurado y un
temblor imparable, no pude sino pensar en que nuestra tremenda
alegría alemana acababa de finalizar, cualquiera que fuese la razón
para ello.
Estupefacto,
me dirigí hacia ella, convencido de que no podía ser sino una
trabajada broma con la que poder reírse de mí durante semanas. Sin
embargo, algo en mi interior me decía que esta vez era diferente. No
era su mirada la que se escondía en su bello rostro. No era su
sonrisa la que protegía su dulce boca, ni su pelo el que decoraba su
escultural cabeza. Todo su ser rezumaba un aroma diferente, nuevo
para mi. Fue entonces cuando renuncié a mi estúpido orgullo y me
centré en ella, más allá de que pudiese estar cayendo en su jocosa
trampa. No me sentía capaz de arriesgarme. Había logrado
transmitirme una inquietud, que hacía rato que había dejado de
resultarme siquiera soportable.
Tan
ligera que casi resultaba irreal, se desprendió hacia mis brazos
desconsolada. La preocupación se hacía cargo de mí, bloqueando
cualquier atisbo de capacidad comunicativa. Las palabras de atascaban
una tras otra en espera de la valiente frase que se atreviera a
guiarlas. No sabía qué hacer. Era la primera vez que me mostraba
ese lado. La fuerte y estable Miriam había dado lugar a una frágil
y vulnerable joven que no encontraba fin a su pánico.
El
desconcierto no hacía sino crecer, mientras su cabeza se fundía en
mi pecho. Inerte, sin alma. Su abrazo parecía más bien una llamada
de socorro que la inmensa felicidad con que solía recibirme.
Atónito, mi sentido protector logró zafarse del miedo inicial para,
sin no pocas dificultades, cuestionarle el por qué de tan peculiar
comportamiento.
Su
respuesta fue tan concisa como elocuente:
-
No sé qué decir. No sé si alegrarme o llorar. Y eso que aún no lo
he compartido contigo.
-
Miriam, relájate. No sé de qué me estás hablando, pero necesito
que te calmes y me lo expliques tranquilamente. Seguro que no es para
tanto. - espeté sin la menor convicción. Sabía que Miriam no era
de ese tipo de mujeres que hacen una montaña de un grano de arena o
que se ahogan en un vaso de agua.
-
Eso intento, pero no creas que es fácil. - Incapaz de acabar la
frase, sus lágrimas eran cada vez más numerosas.
-
Bueno, mujer. - la abracé con todas mis fuerzas. - Habrá que
intentarlo con más fuerza, ¿no? ¿O nos vamos a quedar así toda la
tarde?
-
Ojalá. -musitó entre sollozos.
-
Vale, Miriam. Ya está. - La aparté suavemente de mí para poder ver
su humedecido rostro. - Venga, cuéntame. ¿Qué es lo que ha pasado?
-
¿Recuerdas la noche del club que estaba en la orilla del río?
-
¿Te refieres a la noche del Watergate? Pues claro, cómo voy
a olvidarla. Sabes que aún no he olvidado ni un sólo instante del
viaje. Aunque, he de reconocer que ya empiezo a tener ciertas ganas
de hacerlo. Hace casi tres meses que volvimos, y aún seguimos
hablando de todo aquello como si fuese ayer.
-
Diez semanas.
-
¿Qué?
-
Diez semanas, eso es lo que hace que volvimos. Diez semanas exactas.
Algo más de setenta días. Poco más de dos meses.
-
Ufff, qué precisión. Desde luego no se te escapa una. Menos mal que
nuestro aniversario lo tengo ya memorizado, si no la presión ahora
mismo sería total. - Intenté sin éxito que mi sonrisa aliviase un
poco la tensión que se había generado.
-
Tranquilo. No he sido yo quien lo ha recordado. Sabes que soy casi
tan mala como tú para esto de las fechas. Pero se ve que en esto no
hay demasiado lugar a dudas.
-
Bueno, Miriam, déjate de rollos y ve al grano, que me vas a poner de
los nervios.
-
Pues eso, como te decía. Imagino que recuerdas aquella noche.
Sin
duda, mi afirmación era del todo sincera. Era imposible olvidar
aquella noche. Lo que comenzó con una sencilla cena “de paso”,
en aquel curioso puesto de kebab de la esquina de la estación
de Alexander Platz, como entretenimiento gastronómico durante
la espera del tren que debía llevarnos a la famosa discoteca que
tantas veces nos habían recomendado, culminó en la habitación del
hotel a altas horas de la noche, en una mezcla explosiva de amor y
atracción a partes iguales. Un cúmulo de sensaciones que, por fin,
habíamos logrado canalizar más allá del inevitable cansancio
derivado de las interminables caminatas diarias. Aquella noche, no sé
si sería el kebab, la humedad del río o el ritmazo de aquel
innombrable dj, pero la llegada al hotel en el taxi fue apoteósica.
En cuanto el vehículo se paró frente a la puerta de nuestro humilde
hostal, la mirada de Miriam cambió por completo. No hacía falta
mucho más, conocía perfectamente esa mirada cruzada. Me apresuré a
abonar la carrera, sin preocuparme por si el redondeo sería
apropiado o no, lo cual a juzgar por su sonrisa debía significar que
sí. Mi intento por guardar la cartera de nuevo en el bolsillo
resultó en vano, puesto que un destello de fogosidad interceptó mi
mano con decisión y me dirigió sin discusión hacia nuestra
habitación. No sabría decir cómo llegué exactamente hasta nuestra
tercera planta, pero desde luego he de decir que me encantó la
sensación.
Una
vez en la habitación, tuve la genial idea de intentar preguntar el
porqué de aquella reacción. Acto fallido que ella se apresuró a
abortar con un elocuente susurro, que seguido de un beso
indescriptible, eliminaron cualquier arrebato comunicador que pudiera
existir en mí. Desde aquel delicioso gesto, toda la noche pasó a
ser un animoso ejemplo de obediencia en el cual quedaba
terminantemente prohibido sonreír, dado que era lo único que
parecía interrumpir su cortejo. El clásico “¿de qué te ríes?,
de nada”, me impedía disfrutar al máximo de un acontecimiento,
que sin ser único (no sería del todo justo calificarlo como tal),
empezaba a sentir como si lo fuera.
Los
minutos precedían a las horas, y tan sólo los primeros rayos de luz
pudieron zanjar tan improvisada polémica. Una discusión de lo más
agitada en la que afortunadamente, ambos estábamos completamente de
acuerdo.
-
¡Pues claro! - se me escapó una risilla traviesa.- ¿Cómo olvidar
algo así, cariño?
-
Pues eso digo yo. Para mi también fue algo inolvidable. Aunque hasta
hoy no había sido consciente de cuanto. ¿Recuerdas que esta mañana
te dije que me había levantado con el cuerpo raro? Pues no era la
primera vez. Llevo toda la semana con el cuerpo cortado, el estómago
levantado, en fin, ¿en serio no te has dado cuenta de nada? - a lo
cual evidentemente preferí no contestar. Haciendo del silencio mi
mejor aliado. - ¡Joder! Lorenzo, ¡qué difícil me lo pones! Me
sentía mal y decidí ir al médico a ver si es que había pillado el
virus ese que tiene ahora todo el mundo. Pero el médico, muy
gracioso por cierto, me ha dicho que no. Que no exactamente. Que sí
que había pillado algo, pero que no lo llamaría aún virus.
-
… - Su mirada inquisitiva me ejercía una presión brutal. Todo mi
cuerpo estaba inmóvil. Algo en mi interior empezaba a construir una
imagen mental que, inmediatamente, anulaba toda habilidad para pensar
o, incluso, hablar.
-
¡¿Cariño?! Por favor, dime algo. Por esto es por lo que no me veía
capaz de venir a casa. No encontraba la fuerza para contártelo y
esperar tu respuesta. Lo siento.
-
¿Qué sientes? ¿De qué se supone que estamos hablando exactamente?
-
¿En serio? - A lo cual respondí con un gesto afirmativo algo
burlón. - Estoy embarazada, me acaban de confirmar que ha salido
positivo. - Cualquier unidad de tiempo que intentara emplear para
describir aquel instante se quedaría corto. No existe expresión
alguna capaz de relatar el atemporal periodo que prosiguió a su
descomunal anuncio. ¿Horas, días, años? No sé. Tan sólo el
crecimiento exponencial, a modo de protuberancia, de sus ojos sobre
las cuencas evidenciaban el transcurrir del tiempo en mi cerebro.
Todo se volvió silencio, pausa, infinidad. - ¿Hola? Dime algo, por
favor. Yo tampoco me lo esperaba. Ni siquiera lo podía imaginar, me
decía “No Miriam, ni te lo plantees”, “eso no te puede pasar a
ti”. Pero se ve que sí, me ha pasado, bueno, nos ha pasado. Lo
siento, de verdad, aún podemos evitar que pase, pero necesito que me
hables, por favor.
-
¿Cómo?
-
¿Cómo qué? No pretenderás que lo repita, ¿no? - Sin dejarle
terminar la frase, todo el silencio acumulado se tornó en pasión y
cariño. Un amor sin límites se apoderó de mí, sin el más mínimo
beneficio a la duda. Una felicidad incontrolable me invadía por
dentro. El más elocuente de mis abrazos se encargó de responder sus
preguntas con tinte de plegaria. Nada más, un abrazo, una mirada,
lágrimas y un beso eterno. No hizo falta más.
Tan
sólo nueve meses después de nuestro ansiado viaje a tierras
berlinesas, la vida nos deleitó con uno de esos regalos que jamás
llegaremos a entender, que jamás podremos agradecer, que jamás
dejaremos de querer. No sólo nos convirtió en la pareja más feliz
del mundo, sino que trajo consigo a un espléndido “bebote” con
cara de sinvergüenza. Un mini yo, con la preciosa mirada de su
madre.
Álex,
fue el nombre elegido. No podía ser otro. En honor a la famosa
plaza, a la estación donde todo empezó, al rincón del que nunca me
gustaría volver. Un homenaje al viaje que nos unió, al hostal que
nos acogió, a aquel extraño reloj que nos situó, y aquel
irrepetible kebab que nos nutrió. Un “gracias”
transformado en nombre. Un nombre que representara su gracia. Un
emblema de la ciudad, trasladado al símbolo de nuestra felicidad.
Por aquel hostal que supo ocultar una maravillosa plaza que, por
deseo del destino, formaría desde aquel día parte indivisible de
nuestras vidas.