Capítulo 15
Eran
las siete de la tarde cuando la noche ya cerrada enmarcó nuestro
curioso deambular por aquella maravillosa calle, un continuo de
tiendas lujosas donde la ostentación más exagerada convivía en
aparente normalidad con productos igualmente exclusivos e
inasequibles pero que podrían ser definidos como elegantes. Un
esplendor basado en el diseño, los brillos, llamativos colores y
máxima calidad.
Friedrichstrasse,
o algo así la llamaban. Lejos de convertirse en un referente de moda
para nosotros, sí que contenía ese grado necesario de
extravagancia, tanto en los contenidos como en sus brillantes
envoltorios, suficiente para erigirse como un objetivo interesante y
capaz de generar infinidad de conversaciones banales pero divertidas.
Un buen rato repleto de quejas y llantos amargos en los cuales
simular un deseo inexistente por lucir esa inexplicable excelencia.
A
escasos metros de allí, en un desvío muy recomendado y casi
obligatorio, se encontraba el paraíso del dulce, haciendo esquina
junto a la famosa Gendarmenmarkt. Una tienda tradicional donde
los monumentos más emblemáticos se rendían a la delicadeza del
chocolate mejor moldeado. Desde la puerta de Brandemburgo al mejor de
los museos, todas estas enormes y detalladas maquetas sucumbían ante
un sencillo pero inolvidable volcán en constante actividad. Una
erupción de sabores inducidos. Un reclamo insuperable. Uno de esos
locales que poseen la envidiada virtud de acoger a vecinos y extraños
por igual, con la misma naturalidad e interés.
Como
humilde sustitutivo orientado a saciar la sed generada por dichas
carísimas obras de arte gastronómico, salimos equipados con varios
de los bombones de la casa, clasificados en función de su contenido
en cacao, alegrándonos así la noche entre risas manchadas pero
orgullosas. Ese puntito de picardía tan importante, un capricho
fundamental, un regalo vital irresistible. Continuamos nuestro
aleatorio vagar por la ciudad, recorriendo la citada avenida en
dirección norte, donde la estación del S-Bahn a la cual daba
nombre, también denominada estación de metro rápido, garantizaba
un tránsito peatonal ininterrumpido a su alrededor. Oleadas de
personas que descendían en manada y accedían en grupos más
irregulares pero no menos numerosos. Un flujo enorme de personas
anónimas unidas por su indudable rutina.
Un
espectáculo propio de grandes ciudades como esta, que ya sea por
suerte o por desgracia, quienes procedíamos de ciudades más
pequeñas como Málaga desconocíamos por completo. Esa belleza
implícita en el estrés propio de tal transferencia. Las prisas
asociadas al acto de subir o bajar del metro. Un protocolo casi
ceremonial en el cual los viajeros esperan impacientes la apertura de
las puertas desde ambos lados del umbral. Unos estáticos, otros en
movimiento descendiente hasta alcanzar la parada frente a los
primeros. Unos instantes tensos e impersonales en los cuales nadie
parece percatarse de su imagen especular. Absortos en su rutina,
realizan la misma acción una y otra vez. Desde el metro, esperan la
llegada del momento en que las puertas se desbloqueen para poder
abandonar el vagón entre la multitud que espera educadamente que
finalice el proceso de salida para acelerar con disimulo y optar a
los mejores asientos vacantes. Un transbordo más, una nueva
experiencia.
Tras
las imponentes vías elevadas que empleaban las principales líneas
asociadas a esta importante parada, se escondía en el silencio de la
oscuridad más introvertida un flujo no menos importante pero mucho
más discreto. Un movimiento más tranquilo y sutil que condicionaba
a la ciudad en igual medida, pese a que lograra pasar desapercibido
para la gran mayoría. El abundante río Spree recorría la
ciudad siempre a la espalda de los diferentes rincones de esta gran
capital. Uno de esos elementos fundamentales, que al igual que
ocurría con los innumerables canales que recorrían la ciudad, no
acababan de recibir el reconocimiento que merecían.
El
puente del cual procedíamos se posaba con suavidad sobre la
intersección con Oranienburger Strasse, una calle de menor
rango pero perfectamente equiparable en cuanto a su fama. El número
de locales, así como el glamour de estos, se reducía
considerablemente. Las tiendas más relevantes daban lugar a
desconocidas cervecerías, restaurantes y modestas viviendas. Como
complemento a esta nueva realidad urbana, un elenco de portentosas
féminas, todas rubias, altas, esbeltas y ataviadas por ceñidos
atuendos cuyo único denominador común parecía ser el plumón corto
blanco, aderezaban sonrientes y respetuosas el caminar de los
abundantes y sorprendidos visitantes.
A
unos cuantos cientos de metros, la ligera curva que presentaba el
trazado viario nos dirigió hacia nuestro ansiado objetivo. Frente a
nosotros se alzaba el Kunsthaus Tacheles. Una casa okupa,
más bien considerada como bloque de viviendas, donde las diferentes
plantas se abrían a turistas e invitados con el mayor de los
descaros. Entre un sin fin de grafitis variados, emanaban unas
primeras plantas más opacas que custodiaban a las plantas altas
donde los espacios expositivos y talleres de trabajo, se alternaban
con tiendas de souvenirs de fabricación propia y un interesante
bar-cafetería en la cima, no apto para víctimas del vértigo. Por
su parte, la trasera del edificio destacaba por el vacío del gran
patio medianero, en el cual un indescriptible biergarten
ofrecía una alternativa más terrenal en la cual disfrutar del
entorno entre amigos y actuaciones improvisadas.
Aquella
decadencia controlada, aquel paradigma del arte urbano más
reivindicativo y polémico, yacía desde hacía años entre los
principales emblemas oficiales de la ciudad. Un eterno rumor de
derrumbe que contrastaba con su indestructible éxito turístico y
social. Sea como fuere, aquel ruinoso edificio representaba una gran
parte del Berlín más auténtico, justo al lado del lujo más
recalcitrante y prometedor de la capital.
Por
su parte, ejemplos como Cassiopeia (en
el barrio de Friedrichshain), establecían una alternativa
menos mediática al movimiento diferenciador de esa otra Berlín. Esa
capaz de sacar pecho en la peor de las situaciones y enorgullecerse
de las carencias con ingenio y simple libertad. La East Side
Gallery, la Iglesia del Recuerdo, Check Point Charlie, el
Oberbaumbrücke, Hauptbahnhof o la renovada Alexander
Platz formaban parte indiscutible de ese peculiar encanto basado
en una esencia única. Un homenaje sincero y bien resuelto al
contraste más extremo como reclamo y referente ciudadano. Una ciudad
basada en los llenos más brillantes rodeados por los vacíos más
prometedores. Sonidos diversos en perfecta armonía con la intensa
melodía de silencios. Una maravillosa clase magistral sobre el
respeto al pasado como principal medio para soñar el futuro.
Aún
recuerdo su magia, su particular identidad. Aquella que permite al
visitante disfrutar de la melancólica postal retratada en un genial
parque de atracciones abandonado en pleno parque urbano, con la misma
intensidad con que goza ante una pista de esquí artificial erigida
de la noche a la mañana en plena Potsdamer Platz. Discotecas
surgidas del encanto encerrado entre las cuatro paredes de un antiguo
matadero o un indestructible búnker, enfrentadas a un espacio de
ocio de lo más tecnológico y vanguardista.
Un
paseo infinito desde lo moderno a lo tradicional, de lo destruido a
lo reconstruido, de lo deseado a lo encontrado, ilusión y respeto,
admiración y osadía como ingredientes fundamentales de esta receta
espectacular.
Todo
ese amor por la diferencia, ese recital fuera de lo común, no pudo
sino fomentar en nosotros un sentimiento de agradecimiento y
bienestar ante nuestra situación. Un vínculo innegable con nuestras
peculiaridades como pareja, que nos ayudó a entender como claves de
nuestra atracción y nuestro rebosante valor añadido.
Grandes
momentos que desembocaron en un verdadero homenaje a nuestra
relación, nuestro porvenir, una alfombra roja que no pensábamos
desaprovechar. Serían muchos los años que pasasen, las ciudades que
pudiésemos visitar, las personas que apareciesen en nuestras vidas,
pero sin duda, una cosa permanecía inamovible en nuestras memorias,
en nuestros corazones. Una frase capaz de revertir cualquier atisbo
de tristeza o duda en nuestras vidas. Un resorte frenético que
provocaba inmediatamente la más sincera e inevitable de nuestras
sonrisas.
“Siempre
nos quedará Berlín, cariño”.
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