Hoy he sido testigo de excepción de
una de esas escenas que no dejan indiferente a nadie, o por lo menos
a mi. En un viaje que calificaría como trivial, típico trayecto
doméstico en el cual recorres casi por inercia los escasos
kilómetros que te separan de tu hogar, me he encontrado absorto en
mis pensamientos ante una de esas imágenes tan bonitas como tristes,
que inundan nuestro día a día.
Una vez más, la creatividad se muestra
como lo que es, una maquinaria algo oxidada que no siempre se activa
cuando la accionamos, sino que en la mayoría de los casos decide
sorprendernos en el momento más insospechado.
Como decía, el fotograma de la
mencionada escena se componía como sigue. Una pronta noche de
verano, una ciudad en su fase de adaptación al cambio, calles de
recogida, paseantes rezagados en sus indefinidos deambulares. En ese
instante concreto, decido emplear mi coche particular para incurrir
en la vía pública y recorrer distraído las inmediaciones de mi
casa. Al llegar al semáforo de la esquina, no puedo evitar fijarme
en el motivo de estas líneas.
Un caminante se postra erguido,
inmóvil, concentrado en su objetivo. Una silueta en mitad de la
noche, retroiluminada por el escaparate de un concesionario. Una
silueta inanimada incapaz de separar su mirada de ese bello objeto
que parece erigirse en algo más que una simple coincidencia. Un
individuo capaz de recrear el sentimiento de toda una sociedad.
Un ejemplo inmejorable de ese espíritu
tan alentador como preocupante que caracteriza nuestro devenir. El
paradigma de la ilusión por lograr un objetivo ansiado en la vida,
que encierra tras de sí una triste y cruel realidad: el observador
obsesionado por lograr lo que no tiene, no encuentra luz alguna que
le permita ver todo aquello que le rodea y que sí que tiene a su
alcance.
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