Este enigmático título no responde
sino a uno de los principales procesos evolutivos a los que,
inevitablemente, se enfrenta todo ser humano. Concretamente se trata
de la transformación progresiva que todos experimentamos a lo largo
de nuestra vida, vinculada irremediablemente al proceso de madurez.
Cuando nacemos, necesitamos de unos
años para apropiarnos de nuestros actos y hacer uso de la razón.
Desde ese mismo instante, nuestros padres se erigen en las figuras
idolatradas y fascinantes con que compartimos la infancia. Esos
superhéroes capaces de todo, menos de equivocarse.
Personas mitificadas por nuestra
ingenuidad y una muestra desproporcionada de cariño familiar.
Inexplicablemente el tiempo nos
reconduce hacia una postura más fría e independiente en la cual
nuestros padres se van desprendiendo de toda virtud extraordinaria
para verse rodeados de mediocridad e incluso defectos. Una
metamorfosis tan sorprendente como inevitable. Popularmente aceptada,
evidencia la complejidad de la mente humana.
La pubertad y posterior juventud se
escapa de nuestras manos al mismo tiempo en que el bucle de cariño
hacia nuestros padres nos devuelve a una posición positiva en la
cual reconocer más los méritos que los errores. La edad hace el
resto y lo que antes era un fanatismo desprovisto de toda razón, se
torna en simple admiración.
Un recorrido vital de ida y vuelta,
sólo tamizado por la madurez, herramienta empleada por la naturaleza
para prepararnos con ayuda del tiempo de cara a las diferentes etapas
del bucle en que nos sume la vida, pasando de niños a padres y
posteriormente a abuelos. Repetidos giros a través de ese bucle
infinito en el cual nos desplazamos por los distintos puntos de vista
hasta que dejamos nuestro lugar a los que están por llegar. Un
aprendizaje constante y divertido en el cual observar el mismo hecho,
al que llamamos vida, desde infinitas perspectivas.
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