miércoles, 24 de julio de 2024

La Universidad post-pandemia

No hace mucho, tuvimos el placer de ser invitados a la Escuela de Arquitectura, en el seno de un Festival dedicado a la difusión de nuestra profesión y a la interacción con los alumnos que ansían forjar su futuro al amparo de nuestro gremio. Sobra decir que nos encanta participar en este tipo de iniciativas destinadas a garantizar la continuidad y mejora de la figura del arquitecto, gracias a la creación de nuevos compañeros destinados a superar con creces los logros actuales.

 

Dentro de esta premisa conceptual en la que entender la Universidad como el recipiente perfecto donde cocinar a fuego lento ese caldo de cultivo que suponen los jóvenes aspirantes, parecía lógico imaginar un espacio docente en ebullición, repleto de estudiantes disfrutando de una de las etapas más importantes de su formación. Por desgracia, la estampa distaba bastante de nuestra expectativa inicial. En el fondo, contábamos con el referente de nuestra propia experiencia, hace ya un tiempo, así como las anteriores visitas organizadas a este mismo centro años atrás.

 

En lugar de encontrar un centro caótico y lleno de vida, nos sorprendió descubrir un espacio de trabajo idílico y muy mejorado, en el que faltaba lo más importante, el usuario. Lejos de intentar estimar la cifra exacta de personas que habitaban la Escuela, muy escasa, preferimos ceñirnos a la percepción en la que todos coincidimos. La Escuela parecía haber cambiado dramáticamente, y no lográbamos entender la razón. Preocupados por esta imagen inicial, y aprovechando el motivo de nuestra visita, nos interesamos en comprender los motivos que habrían podido provocar semejante “tragedia”. A priori, la única explicación que nos pudieron trasladar, responde al efecto surgido a raíz de la pandemia. Lo cual tiene sentido y concuerda con los síntomas detectados en la primera inspección. El centro ha seguido evolucionando en pro del bienestar del alumno, pero no ha sabido o podido evitar, precisamente, su marcha.

 

Originalmente obligados a recurrir a la tecnología para cumplir con las medidas de distanciamiento requeridas por una situación tan extrema, resulta que tras la recuperación de tan ansiada normalidad, la realidad no ha vuelto a ser la misma que esperábamos. La interacción implícita en un ente académico tan importante, ha quedado relegada simplemente al uso de las plataformas virtuales habilitadas para tal fin. Por tanto, el espacio físico se ha convertido en un segundo plano al cual solo acudir en caso de que sea estrictamente necesario.

 

Una primera conclusión podría ser la de aceptar esta herencia como una evolución social lógica e inevitable. Sin embargo, como arquitectos, nos parece que este cambio podría llevar aparejadas ciertas carencias en lo que a los principios básicos de la profesión se refiere. Por supuesto, la tecnología es una herramienta fundamental en la que apoyarse, pero no deberíamos olvidar que nuestra función consiste en manejar dicha tecnología al servicio de nuestros clientes, con el fin de comprender sus necesidades, resolverlas técnicamente, y aportar la confianza necesaria para que todos los agentes intervinientes contribuyan a mejorar su calidad de vida. En todo este proceso, tan relevante es el dominio de la técnica como la habilidad social inherente a la comunicación. Por más que podamos modernizar la profesión, si hay algo irrefutable, es que cada vez son más los profesionales implicados en un proyecto. El concepto de equipo es más importante que nunca, ante la creciente especialización que nutre nuestra labor. Si en ese escenario multidisciplinar, no fomentamos la interacción social más básica, creemos que el sistema educativo actual podría estar perdiendo definitivamente el rumbo.

 

Damos la bienvenida a cuantos avances puedan contribuir a la mejora de nuestro trabajo, pero sin por ello olvidar que al mando de todas esas tecnologías siguen estando las mismas personas que han formado parte fundamental del sector de la construcción durante siglos.

 

No cabe duda que la pandemia supuso un revés difícil de digerir para nuestra sociedad, y que sus consecuencias directas e indirectas no hacen sino comenzar a percibirse. En este mismo blog, ya hemos intentado reflexionar acerca de cómo este giro de los acontecimientos podría afectar a la arquitectura, ya sea mediante la creación de un nuevo concepto de vivienda, o por la influencia del teletrabajo en los posibles movimientos migratorios fuera de las ciudades. No obstante, no habíamos sido conscientes hasta ahora de su efecto en los cimientos mismos de nuestra profesión. Lejos de erigirnos en la solución a este posible problema, nos limitamos a alzar la voz para denunciar una realidad que solo el tiempo dirá si desemboca en un cambio de tendencia definitivo o en una desviación puntual y puramente anecdótica. Es más, quizá siente las bases de una nueva universidad más eficiente y productiva.

 

No obstante, desde nuestra humilde opinión, se está perdiendo la esencia de lo que durante años ha supuesto el espíritu universitario de cuántos hemos discurrido por el ámbito académico de este país. Nadie duda de la necesidad de un cambio, pero nos preocupa que este surja a partir de la eliminación del alumno como pieza clave y presencial en las aulas. Lo virtual resulta útil y prometedor, pero siempre como alternativa a una realidad que no deberíamos descuidar.

 

Sin más, confiamos en que este pequeño apunte contribuya a animar un interesante debate del cual deberían surgir las estrategias necesarias para garantizar en todo momento el fin último de nuestro sistema educativo: preparar al máximo a nuestros jóvenes en pro de un futuro lo más gratificante posible.

jueves, 18 de julio de 2024

El tamaño importa

Hace un tiempo nos encontramos en el estudio con una noticia acerca de la que denominaban como “La casa más angosta del mundo”. Según explicaba, la vivienda se había construido en una pequeña parcela surgida entre dos edificaciones existentes, con dos fachadas cuyas dimensiones eran de 72cm y 122cm, respectivamente. Sin embargo, no es el único ejemplo de vivienda estrecha que se puede encontrar. Más allá del alarde técnico que este tipo de vivienda tan extrema supone, nos valió para fomentar un interesante debate acerca de las limitaciones que impone la normativa actual en nuestro entorno y si se debería contemplar la posibilidad de analizar estos casos tan especiales con un extra de flexibilidad bajo el prisma de singularidad que conlleva.

 

En otras palabras, la duda fundamental que nos gustaría trasladar a quien quiera recoger el guante, es si la normativa debe priorizar o poner el foco más en la cantidad o en la calidad. En muchos otros ámbitos profesionales, este es un debate constante donde es posible que en el equilibrio resida la virtud. Sin embargo, dentro del marco normativo actual, ese ansiado equilibrio es directamente, ilegal. La normativa, en su afán por defender los derechos de los ciudadanos y unos mínimos de habitabilidad asociados a ellos, se ha centrado tradicionalmente en la definición de unas superficies mínimas pensadas para garantizar la calidad de los espacios en base, fundamentalmente, a la cantidad de metros cuadrados y sus dimensiones. Hasta aquí, todo correcto. Donde surge la duda es cuando la ciudad, fruto de un crecimiento en muchos casos orgánico, durante décadas, provoca irregularidades, o fallos en la matriz, para los cuales la única solución posible parece ser la arquitectura, en el sentido más amplio de la palabra. Es decir, cuando cumplir la normativa resulte imposible y la única opción viable sea descartar por completo su uso, ¿tendría quizá sentido darle una oportunidad al intelecto, en forma de diseño, para encontrar formas de suplir esas carencias mediante un derroche de talento?

 

Mi respuesta es clara. Sí, por supuesto que sí. Personalmente, creo que vivimos en una época dominada por la tendencia a regular lo máximo posible una realidad a todos los efectos imperfecta. Me explico. La ciudad no es sino el resultado de la evolución de cientos de años de intervenciones diversas, bajo el influjo de culturas y tendencias normativas igualmente diferentes. Actualmente, el urbanismo parece convencido de controlar ese aparente caos bajo una red creciente de leyes, decretos y ordenanzas cada vez más complejas, mediante las cuales proteger, regular y direccionar esta evolución. Controlar pasado, presente y futuro de nuestras ciudades a través del establecimiento de límites que no se deben sobrepasar. Lejos de juzgar el acierto implícito en esta filosofía, me gustaría poner el acento sobre el riesgo inherente a una estrategia basada en limitar la creatividad. Si algo me atrajo de esta profesión, fue siempre su capacidad para mejorar la vida de las personas usando nuestra imaginación como herramienta principal. Parece lógico que cuando algo tan difuso como la imaginación de cada cual se encuentra con un futuro usuario anónimo, surja la necesidad de generar unas reglas del juego con las que evitar injusticias derivadas de la priorización de los intereses personales frente a las necesidades de los demás. No obstante, el terreno de juego no siempre es tan idílico como nos gustaría pensar y es ahí cuando la normativa se convierte en irreal, inútil y contraproducente. 

 

No todos los casos son iguales, ni de lejos, pero sí la normativa que los regula. Bien. La igualdad es algo evidente y los agravios algo a erradicar. Estamos de acuerdo. Pero, pongamos ahora un ejemplo similar al que dio origen a este pequeño artículo. En mi barrio cuento con una parcela muy por debajo de los mínimos exigidos por la ordenanza en cuestión, que además no cumple con las dimensiones mínimas exigidas al uso residencial, pero que podría dar lugar a una vivienda digna de diseño con la que solucionar mi necesidad imperante de habitar, al amparo de un derecho tan básico como el que establece la Constitución. Por tanto, ¿quién establece los límites de la dignidad en lo que a una vivienda se refiere? ¿Qué ocurre si mi sueño consiste en vivir en una vivienda diferente? Si mi única intención es la de cumplir dicho sueño sin que por ello afecte negativamente a ningún otro ciudadano, ¿qué sentido tiene prohibirlo sin más? Recordemos que hablamos de un derecho, no una obligación. Es decir, si no hay negocio alguno implicado en esta idea, ¿por qué se impide la posibilidad de defenderla? Como todos sabemos, la normativa ya permite a día de hoy construir de forma extraordinaria en suelos no urbanizables bajo unas premisas muy concretas, entre las que destaca por encima de todas el interés público de la actuación planteada. Me pregunto si sería muy insensato considerar la investigación y la innovación como un interés público legítimo. ¿Se podrían considerar estos casos extremos como un lugar para la experimentación, siempre que el promotor y usuario sean la misma persona y no exista coacción alguna de por medio? 

 

Soy consciente de que alguien podría llevar esto al extremo: ¿Qué ocurre si yo, un ciudadano más, decido que quiero vivir en un sótano? ¿La ley me lo permite? La respuesta es no. Pero, ¿podría apelar igualmente a mi libertad de decisión? Y su reacción opuesta: ¿Dónde está el límite, entonces, de la creación consentida de infraviviendas?

 

Como arquitecto me veo incapaz de resolver estos dilemas, pero me puedo permitir el lujo de opinar acerca de lo que a mi parecer podría resultar positivo para nuestro gremio. Sin duda, reconozco que me atrae sobremanera el escenario utópico en el cual defender mis ideas de diseño hasta el punto de sobrepasar ciertos límites en pro de una evolución infinita. No creo que nadie dude que para avanzar, muchas veces, es necesario renunciar a lo que hay. Me seduce la idea de contar con un escenario controlado en el cual empujar los límites para seguir mejorando la calidad de vida de las personas. Al fin y al cabo, ¿qué otra forma nos queda para poner en crisis las leyes que nos condicionan? Con esto no pretendo fomentar la revolución ni nada parecido. La radicalidad de este argumento no es otra que la de cuestionarme la autoridad normativa cuando esta no ofrezca solución a la realidad que nos rodea, siempre proporcionando los instrumentos y protocolos necesarios para que este proceso de diseño sufra los mismos controles de calidad que cualquier otro proyecto. De hecho, todo esto surge desde la premisa de que cuando la cantidad no sea suficiente, parece lógico decantar la balanza hacia el lado de la calidad para suplir las carencias detectadas. A priori, me parece una medida coherente que podría ayudarnos a abrir nuevos horizontes muy interesantes. Por desgracia, nos encontramos muy lejos de esta pequeña ensoñación, pero no está de más dedicar un segundo de nuestro tiempo al debate.

miércoles, 21 de diciembre de 2022

Oslo, el placer de lo bien hecho

Como era de esperar, el viaje a la capital noruega se podría definir como un auténtico éxito. En primer lugar lo justo sería establecer las condiciones de partida. Puente en España, cuatro días libres para descubrir nuevos lugares. Saliendo desde Málaga, la compañía Flyr se ofrece como una oportunidad con vuelo directo. No la conocía pero se ha convertido en una de mis compañías favoritas, por detalles tan sencillos como la botella de agua con la que obsequian a todos los pasajeros. Puede parecer absurdo, pero dadas las múltiples dificultades asociadas a la posesión de líquidos en un aeropuerto así como el elevado coste de los productos a bordo, me parece cuanto menos plausible que se piense en el usuario a ese nivel. 

Embarcamos con tiempo de sobra y sin protocolos absurdos. La mascarilla, un vago recuerdo de tiempos pasados. Los tiempos, clavados. La salida del avión, con la misma fluidez que el embarque, nos dirige sin remedio hasta nuestro destino. Un aeropuerto cómodo e intuitivo desde el que coger un tren hacia la estación central de la ciudad. Dos alternativas, versión express y cada cinco minutos o versión regional cada treinta, aproximadamente. Por la diferencia de precio, nos decantamos por el regional. Diez euros menos, tan solo cuesta once, y diez minutos más de trayecto, para un total de veintiocho. 

La estación central se ubica en pleno corazón de la urbe, convirtiendo este desplazamiento en altamente eficiente. De ahí, nos acercamos a nuestro hotel, citibox, a escasos cuatro minutos a pie de la estación. Una manzana completa repleta de habitaciones pequeñas pero bien diseñadas, donde se optimizan los procesos para abaratar la factura final y simplificar cada estancia. Todo funciona, es un placer. Soltamos las maletas y nos lanzamos a la calle. 

Nos reciben el frío, una limpieza exquisita, además de esa amable sensación de confianza y seguridad que no nos abandonará en todo el viaje. Los noruegos nos deleitan con un derroche de educación y simpatía con el que no contábamos. Si todo parecía fácil ya de por sí, ellos se encargan de garantizar el resultado. La única pega, nos ha costado encontrar restaurantes en los que degustar la comida típica del lugar, aunque imagino que este es un mal propio de las grandes ciudades europeas, plagadas de franquicias atractivas y reconocidas que han terminado por erradicar al local de su propio ecosistema. 

Dicho lo anterior, el precio se erige en principal protagonista de la escena. Sin queja alguna sobre la calidad de los alimentos, cabe destacar la elevada suma a abonar en cada sentada. Menús desorbitados aunque adaptados al entorno. No significa que no se pueda comer barato, sino que es necesario redefinir el concepto de barato. Pese a todo, este mínimo inconveniente, más que nada por esperable, se oculta tras la belleza de una ciudad moderna y acogedora, donde caminar durante horas y disfrutar de un sinfín de ejemplos maravillosos de diseño. Un recital de edificios dominados por el eclecticismo contemporáneo del acero, el cristal, la piedra y la madera, bajo el imponente influjo de esas majestuosas avenidas peatonales o de tráfico casi inexistente en las que perderse sin miedo alguno. 

En tres días completos de turismo, pudimos visitar las principales atracciones de la zona, adentrarnos en algún que otro museo e incluso hacer senderismo por uno de los múltiples parques cercanos. Kilómetros de recorrido donde la única máxima que se repite es la pulcritud. Todo luce perfecto pese a la aparente naturalidad y desenfado con que el día transcurre a tu paso. Ni rastro de la rigidez que cabría esperar ante semejante alarde de perfeccionismo. Los niños abarrotan los parques ataviados con sus monos todoterreno mediante los cuales restregarse sin tapujos por el suelo, ante la atenta pero divertida mirada de sus progenitores. Un ejemplo más de lo familiar que resulta está ciudad a ojos de cualquiera que se digne a visitarla. 

Me llevo el recuerdo de fachadas majestuosas y bien rehabilitadas, en contraste con la simplicidad de algunos barrios periféricos o el esplendor de cristal que inunda las áreas más céntricas de Oslo. Una de esas visitas que ya apetece repetir. Y por si esto fuera poco, me siento de nuevo en el vehículo de Flyr que se dispone a traernos de vuelta, botella de agua en mano, mientras observo atónito cómo los operarios del aeropuerto lavan a presión el avión para garantizar el correcto funcionamiento de su fuselaje. Aquí todo funciona. El auténtico placer de lo bien hecho. 

Gracias Oslo, volveremos.

domingo, 19 de junio de 2022

Mallorca

Las primeras veces siempre son las más auténticas, emocionantes y sorprendentes de todas. En este caso, ha sido Mallorca. Mi primera visita a la isla. No puedo decir que acudiera sin el más mínimo conocimiento al respecto, pues se trata de uno de los destinos turísticos por excelencia en nuestro país y eso implica que soy de los pocos que aún no había estado por allí. Los tópicos acerca de la mayoría de población de origen alemán o el color turquesa del mar no me han decepcionado para nada. El coche de alquiler venía con todos los menús en la lengua de la Merkel. La primera foto indiscutible, esas aguas transparentes que decoran el perímetro insular, en su mayoría escarpado. 

Superadas las novatadas propias de estos casos, me llevo algunas reflexiones interesantes. Por un lado, la invasión ciclista que caracteriza cada rincón. No se tarda demasiado en entender el por qué. Carreteras sinuosas, recorridos llanos de bastante longitud combinados con ascensiones con gran desnivel y hermosas vistas. Contrastes interesantes que enamoran a los amantes de las dos ruedas. Amplío este abanico deliberadamente a raíz de la enorme presencia de motocicletas que imagino responden a los mismos incentivos ya mencionados para sus hermanas pequeñas. Como tercer ingrediente de este curioso y ajetreado ejemplo de tráfico, aparecen, aparecemos, los innumerables coches de alquiler que serpentean erráticos por estos lares, más preocupados por alcanzar el desconocido destino que por cumplir con las exigencias establecidas por la DGT. Resultado de este curioso cocktail: nada que no pudiéramos prever. Caos. Un riesgo innecesario pero al parecer inevitable, tan solo reducido por la evidente componente de buenrollismo asociado al viajero que se desplaza por diversión. Pese a todo, un peligro omnipresente que igual se debería intentar evitar, aunque a ver quién es el guapo que se atreve a eliminar alguno de estos factores de la ecuación. 

Por otro lado, me ha llamado la atención una arquitectura de calidad, en cuanto a la vivienda unifamiliar se refiere, y una masificación hotelera importante en determinadas localizaciones. A diferencia de su vecina Menorca, creo que me he sentido atraído por muchas más casas privilegiadas de las que esperaba. Cada acantilado es una nueva oportunidad para compartir orgullosos el preciado tesoro turquesa que decora con seguridad sus generosos ventanales. Pizcas del lujo más incontestable que flirtean, sin embargo, con una gran variedad de escalas y estilos. Villas modernas, entendidas como cubitos blancos plagados de cristal, se codean con robustas mansiones de piedra que bien podrían haber habitado los antiguos romanos o algún ciudadano castellano del interior peninsular. Quizás la clave de todo este eclecticismo serían las contraventanas, de diversos colores pero enorme protagonismo. Hogares de hormigón y piedra que reflejan con maestría a sus homólogos acuáticos. Un sinfín de yates que, manteniendo esa amalgama de estilos y escalas, anuncian con descaro la existencia de los mejores spots, que dirían los modernos. En este caso, igual de simples y blancos pero con algo menos de cristal.

Resulta casi insultante los ejemplares que navegan por la isla, repletos de anónimos millonarios, famosos en racha y ostentosos sin blanca. Todos ellos convencidos de lo acertado de su perspectiva y lo afortunado de su flexibilidad. Pues si algo envidio de sus ocupantes, es la facilidad para deambular entre las calas sin necesidad de acumular kilómetros de riesgo y calor a sus vehículos. Supongo que lo valoran. Quizás ellos anhelen igualmente lo entretenido de estos vaivenes de asfalto. Sea como fuere, una razón más para alargar los incisivos de aquellos humildes visitantes que nos conformamos con la crítica fácil y la foto de la vergüenza. Siempre hubo clases, que dirían los tiesos. Haber estudiado, que dirían los sabios. Como si algo de esto tuviera realmente que ver con la educación o la cultura. Dinero, dinero y más dinero. Un turismo de pasta, no precisamente gastronómica. Iba a decir de nivel, pero no me atrevería a emplear este término, después de haber oído hablar de Magaluf, donde todo vale menos mejorar. Algo parecido a este blog, que puede que estéis pensando muchos. De ser así, invitados quedáis a cerrar esta ventana para continuar desperdiciando petroleo en vuestras esqueléticas barcazas. 

Por mi parte, prefiero centrarme en mi particular aventura: seguir conociendo mundo, aprendiendo realidades y acumulando momentos. Gracias por llegar hasta el final, y si no has estado aún en Mallorca, confío en que estas torpes palabras sean el revulsivo definitivo para tachar esta bella isla de la lista. 

Volveré, como todo lo malo. Volveré.

jueves, 16 de junio de 2022

Vete a cagar

Cuando uno lee o escucha una expresión tan castiza cómo ésta, lo primero que hace es ponerse en posición de guerra. Una llamada a la violencia en toda regla. Los niveles de tensión se disparan, la adrenalina entra en escena, la ira comienza a crecer y los aires de venganza se convierten en un auténtico torrente descontrolado. Un torbellino de emociones que no suele traer más que ruina y caos. No falla. Como ya estableció Newton en su día, se trata de una acción que desata inevitablemente una reacción que no difiere mucho de lo descrito, independientemente de lo pacífico que seas. Pacífico, que no pacifista. Pues el primero rehúye cualquier conflicto, el segundo simplemente lucha para evitarlo. En fin, curiosidades del lenguaje. Anécdotas aparte, enviar a alguien a cagar es una falta de educación importante, una ofensa que recomiendo no efectuar, por más merecida que pueda parecer. Un ataque indiscriminado hacia la persona que lo recibe, no importa la relación que se tenga con ella o los esfuerzos realizados por suavizar su significado. “Vete a cagar” es un insulto con todas las letras. Sin embargo, y aquí viene la reflexión surrealista de hoy, quizás no nos hemos parado lo suficiente a analizar el verdadero sentido de esta expresión. Como tantas otras veces, hemos optado por dar por hecho cosas sin siquiera preguntarnos los motivos que podrían existir para justificarlas. Me explico. Cagar como tal, entendido como el acto de defecar o eliminar los residuos generados por nuestro cuerpo, en sí mismo no es algo malo o despreciable. Es algo común y necesario que supone la culminación a un proceso de nutrición fundamental para sobrevivir. Es cierto que lidera el ranking de lo escatológico pero no por ello se le puede asignar el título de antihéroe por definición. En definitiva es tan antiguo como el comer. Y tan necesario o más, si me lo permitís. Sin duda, más educado. 

Recurriendo a un debate más conceptual, por todos es sabido que se considera como norma de buena conducta que antes de entrar, siempre antes, se ha de dejar salir. Sé que el símil no es demasiado sutil pero sí efectivo. Lo correcto es salir para luego poder entrar. Por tanto, defecar antes de comer, sería lo más apropiado. Ahora bien, sea educado o no, todos tendemos a evitar conversaciones como esta. La razón, evidente. Es una imagen desagradable. Lo cual nos lleva a la segunda gran reflexión. No voy a entrar en si lo bello es lo único que merece ser valorado, dejando fuera de todo debate lo menos agraciado. Sería muy oportunista por mi parte. No. La reflexión gira más bien en torno a la privacidad. Es decir, cuando reconocemos algo como habitual pero intentamos por todos los medios que no sea conocido por los demás, eso no es más que recelo, un deseo gigantesco de intimidad. Lo cual sitúa al acto de expulsar los excrementos como uno de los momentos más privados y por tanto personales que alguien puede tener. En un mundo donde la globalización y la libertad de expresión se han asociado para garantizar la total transparencia social, por no decir exposición ilimitada, de cada rincón de nuestra vida, parecería coherente valorar en su justa medida que aún existan recovecos en los que reclamar nuestra individualidad más recalcitrante. Punto positivo, diría yo. Si a eso, le añadimos un contexto familiar donde el susodicho comparte hogar con su esposa, cuatro hijos, la suegra, dos perros, el novio espabilado de la mayor, el gatito de la menor y las tortugas del mediano, igual se nos presenta algo más placentero el hecho de evadirnos con excusa, acudiendo precisamente al excusado. Otra expresión, cargada de significado, aunque interpretada desde un prisma muy diferente al que da origen a esta reflexión. 

Por tanto, recapitulando, tenemos que "soltar lastre" es un acto caracterizado por un ejercicio de educación extremo, en el que el afortunado protagonista se permite el lujo de desconectar de todo y de todos. Un acto casi de misericordia con nosotros mismos, dadas las circunstancias. Interesante giro de los acontecimientos. Que no el único. Aún nos queda el argumento definitivo en este “alegato de mierda”. Está bien, un poco duro, puede que hasta soez. Pero como ya sabemos, lo soez no quita lo valiente. En fin. 

En una sociedad de la inmediatez como esta en la que vivimos, donde la sobreexcitación de nuestros sentidos está a la orden del día, podría parecer hasta sensato pensar que en los momentos de paz es donde mejor nos desarrollamos como seres humanos, alejados del mundano ruido que nos rodea a diario. Sin ir más lejos, hace poco me decían que la meditación no es más que la capacidad para concentrarse en una única cosa. Algo casi imposible estos días. Por tanto, encontrarnos en un lugar donde nadie más debería molestarnos, donde el ruido está controlado, la luz optimizada y el objetivo bien definido, podría ser catalogado de idóneo. Idóneo para enfocar todos nuestros sentidos a aquello que nos atañe exclusivamente y por completo, durante el periodo que se precise. Tanto es así, que del máster en etiquetas del champú, no son pocos los que se han aficionado a la lectura de "sobreváter", empleando ese silencio para culturizarse y aprender cosas que requieran de un mínimo de tranquilidad y calma. Un momento de exaltación de la amistad con uno mismo, en el que agasajarnos con el privilegio de la cultura. Un ejercicio de crecimiento personal de lo más significativo. Una oportunidad para liberarnos de nuestros tabúes más afianzados, nuestras barreras más altas y nuestras cargas más pesadas. Si a todo esto le sumamos el hecho de lo que muchos estaréis pensando, que hoy día ni cagar le dejan a uno. Pues nos encontramos con la baza definitiva: la exclusividad. 

Cualquiera no se puede permitir el lujo de cagar a gusto. Sólo algunos privilegiados saben a lo que me refiero. Y, para más inri, resulta que es gratis. ¿A quién no le gusta un verdadero regalo gratuito con el que enderezar hasta el día más torcido? Pues eso. Lo que yo os decía. Que llevamos años mirando hacia otro lado cuando la respuesta a todos nuestros problemas estaba justo enfrente de nuestras narices, o más bien tras ellas. Y todo por un malentendido del lenguaje. Probablemente, un ejemplo más de la eficacia, en este caso negativa, del juego del teléfono. Cada vez estoy más seguro de que esta expresión surgió como un cumplido que tan solo las envidias, el paso del tiempo, la testarudez de las personas y la falta de perspectiva han convertido en esta enorme injusticia. El inodoro ha sido maltratado socialmente durante años, lustros, decenios; me atrevería a decir. Un disparate sin igual. Ya lo dejó entrever Duchamp, un visionario de los que ya no quedan. 

Cagar es vivir, pero además vivir en el lado educado, tranquilo, culto y exclusivo de la vida. Y por cero euros. Qué maravilla. Por todo esto, como podréis imaginar y seguro entenderéis, no me queda más opción que enviaros a todos a cagar. 

Sí, tú, ¡vete a cagar!

viernes, 10 de junio de 2022

La magia del Viajar

En lo que podemos denominar como el inicio de la era post-covid, no tanto por haber alcanzado el fin de esta pandemia sino por el reinicio de la normalidad, me alegra poder retomar una costumbre del todo olvidada: aprovechar el tiempo de vuelo para escribir. Sé que puede parecer una estupidez pero lo considero un avance considerable, teniendo en cuenta la Edad Media moderna de la que provenimos. Meses de limitaciones, precauciones, desconfianza y preocupación. Meses donde hemos hipotecado parte de nuestra libertad, de nuestra capacidad para socializar y de nuestra existencia más elemental. Podrá sonar exagerado, pero no puedo evitar pensar en esos adolescentes que han vistos sus 18 años condicionados por esta anomalía, aquellos abuelos que han vivido los primeros meses de sus nietos por zoom o quiénes han sufrido meses de forzada soledad. Por fortuna, todos esos recuerdos empiezan a sonar obsoletos, antiguos, olvidados. Tanto es así, que el hecho de colocar nuevamente una mascarilla sobre mi rostro ha supuesto una situación tan molesta como novedosa. Retales de una vida pasada a la que confiamos en no retornar jamás, pese a las múltiples cosas buenas que sin duda ha podido igualmente traer. Con todo esto, más alla de la reflexión ñoña e innecesaria que acabo de describir, quería dedicar unos minutos a celebrar la inmensa felicidad que supone viajar. Doblar con cariño y esmero la ropa justa con la que, junto a los inevitables "por si acaso", colmatar la mochila de viaje. Sí, mochila, pues las maletas parecen haber pasado a mejor vida. Otro de los grandes cambios surgidos con el COVID y que parecen haber llegado para quedarse. Mochilas en las que apretar tus pertenencias más queridas, por miedo a superar las estrictas medidas impuestas por la compañía de turno. En este caso, Aireuropa nos deleita con una generosidad inaudita en estos tiempos, permitiendo el uso de mochila y maleta de mano. Un lujo extremo que se agradece muchísimo, de no ser porque la vuelta la gestiona Vueling, quien ha optado por dejar la generosidad para un pasado no tan lejano. No obstante, la mochila parece gigante al comprobar la enorme cantidad de ilusión que es capaz de acoger. La ilusión de un viajero habitual que comienza a pensar con frecuencia en los próximos destinos. Un viajero que, pese a los inalienables miedos derivados del COVID, se atreve a planificar nuevamente los fines de semana como leves paréntesis en los que continuar descubriendo mundo sin otro objetivo que disfrutar de la maravillosa compañía que se aferra a mi mano y que inunda su teléfono de instantáneas de ese precioso atardecer que nos acompaña en nuestro camino. Por todo ello, me siento en esta incómoda estancia en la que tatuar un nuevo respaldo sobre mi rodilla, para dar las gracias por poder soportar una vez más estás minúsculas incomodidades que preceden a la magia del viajar.

domingo, 31 de enero de 2021

Maldita soledad

En la peor pandemia de las últimas décadas, son muchas las preguntas que surgen y muy pocas las respuestas creíbles, o suficientemente convincentes. Creo que somos cada vez más numerosos los ciudadanos que nos vemos obligados a recapacitar sobre todo lo que nos rodea. No cabe duda que la situación sanitaria es preocupante, el panorama social frustrante, y la estabilidad emocional una utopía. No me malinterpretéis, no soy uno de esos que denominan negacionistas. Simplemente me siento a ver lo que está ocurriendo y me invade una enorme tristeza al descubrir que después de un año, seguimos en una situación crítica y sin la más mínima esperanza de cambio. 

Soy consciente de que en este punto serán muchos los que se indignen bajo el paraguas de una vacuna tan esperada como tardía. Ojalá sea esa la solución. De hecho, durante meses ha sido el único clavo al que agarrarnos. Sin embargo, han llegado las fechas señaladas para su puesta en marcha, y parece que, una vez más, son más las dudas que las certezas en torno a este gran avance de la medicina.

Desde hace meses, la única herramienta efectiva parece ser la limitación más o menos radical de nuestra libertad. Lo entiendo. Me da mucha pena que así sea, pero no se puede negar la evidencia. Y como no soy ningún experto sanitario desconozco alternativa alguna que ofrecer. Así que lejos de alimentar un sentimiento de frustración tan extendido entre la mayoría de nosotros, prefiero centrarme en analizar sin más esta cruda realidad.

El aislamiento. El bendito aislamiento. Sí, ha demostrado que mejora unos números más que alarmantes. Eso se lo concedo. Pero, de ahí a considerarlo como una solución válida me parece un salto un poco arriesgado. Creo que es importante hacer una lectura más humana que médica, en este caso. Imagino que es fruto de mis carencias, claro está.

Aislar a la población es una medida tremendamente extrema. Confío en que coincidáis conmigo en esto. No me considero una persona quejica, de hecho me considero muy afortunado. Pero me gustaría empatizar con todos aquellos que no pueden quizás decir lo mismo. 

Intento ponerme en el lugar de alguien a quien esta pandemia le haya venido en mal momento. Sí, a todos nos ha llegado por sorpresa y a nadie agrada un varapalo como este. Pero pensad en todas esas personas que se encuentran en un momento crítico de sus vidas, cualquiera que sea la razón. Pensemos, por ejemplo, en esas personas mayores a las que tanto nos afanamos en proteger, que en sus últimos años de vida quizás están viendo mermada su única esperanza vital, su alegría de vivir, su familia y amigos. Y todo ello bajo una premisa que no siempre ha de cumplirse, la aparente necesidad y deseo de ser protegidos. Pero nadie se ha sentado con todos y cada uno de ellos a preguntarles si realmente están dispuestos a pagar tan alto precio por una salud en muchos casos ya bastante delicada, haya covid o no.

Hagamos un pequeño inciso para alejar a los idiotas. Tengo personas mayores en mi familia y haría lo que fuera por ellos. Que nadie lo dude.

Sin embargo, la cuestión aquí es qué pasa con aquellos que no quieran proteger su salud. Aquellos que ya no tengan nada que proteger. ¿Qué pasa con esas personas que en plena certeza acerca de su final, acaban de descubrir atónitos que es la incertidumbre la principal protagonista de lo que les queda de vida? El miedo, su único compañero de viaje. Miedo a lo desconocido. Miedo al olvido. Miedo a no volver a disfrutar de los suyos. Miedo a que esta nueva realidad haya venido para quedarse. Como decía antes, soy una persona bastante optimista y me niego a creer en estas afirmaciones. No obstante, les invito a encender la televisión media hora y valorar por sí mismos estas palabras. Ante la falta de mejoría, se ha optado por aceptar el miedo y la culpa como únicos recursos con los que encerrar a la gente en sus viviendas. 

Lo sé, son solo unos meses. Y eso es lo que pienso a diario. No pasa nada por quedarse encerrado un periodo determinado. ¿Qué supone este tiempo en el conjunto de una vida? Probablemente, nada. Pero cuidado con ese tipo de conclusiones. Unos meses pueden suponer un suspiro para algunos y una odisea para otros. No se puede generalizar. No me vale el argumento de que nuestros antepasados o los más mayores lo pasaron peor. No lo dudo, pero no me consuela lo más mínimo. E imagino que a ellos, mucho menos. ¿No han pasado ya bastante como para verse de nuevo afectados por todo esto?

Cuando alguien recibe una noticia dramática en cuanto a su salud, imagino que la única esperanza que les alienta es la posibilidad de decidir al menos dónde y con quién pasar esos últimos momentos. Pues ahora mismo, esa opción ha sido eliminada. De raíz.

Cruel, ¿no creéis? A mí me lo parece. Y la solución no sabría describirla. Pero no por ello me puedo permitir el lamentable lujo de obviarlo y borrarlo egoístamente de mi mente. Se trata de un debate moral devastador. Hay personas que se encuentran en un momento fatídico y a ello se han visto obligados a sumar la soledad. 

La maldita soledad. 

Esa penosa acompañante capaz de absorber la energía de cualquiera. Lo siento, pero me niego a renunciar a mi humanidad, por muy hijo de puta que sea este virus. No puedo sino enviar un sentido abrazo a todos aquellos que lo puedan necesitar. Ojalá pudiera acudir en persona a cumplir mi palabra. Ojalá pudierais elegir a la persona más adecuada para ello y compartir con ellos tanto tiempo como quisierais. Os diría que esto pasará, pero no lo sé. Nadie lo sabe. Así que me conformo con reconocer la única verdad que me atrevo a defender. Esto no es igual para todos. Ni lo va a ser. Así que, ánimo.

Mucho ánimo a todos.