No hace mucho, tuvimos el placer de ser invitados a la Escuela de Arquitectura, en el seno de un Festival dedicado a la difusión de nuestra profesión y a la interacción con los alumnos que ansían forjar su futuro al amparo de nuestro gremio. Sobra decir que nos encanta participar en este tipo de iniciativas destinadas a garantizar la continuidad y mejora de la figura del arquitecto, gracias a la creación de nuevos compañeros destinados a superar con creces los logros actuales.
Dentro de esta premisa conceptual en la que entender la Universidad como el recipiente perfecto donde cocinar a fuego lento ese caldo de cultivo que suponen los jóvenes aspirantes, parecía lógico imaginar un espacio docente en ebullición, repleto de estudiantes disfrutando de una de las etapas más importantes de su formación. Por desgracia, la estampa distaba bastante de nuestra expectativa inicial. En el fondo, contábamos con el referente de nuestra propia experiencia, hace ya un tiempo, así como las anteriores visitas organizadas a este mismo centro años atrás.
En lugar de encontrar un centro caótico y lleno de vida, nos sorprendió descubrir un espacio de trabajo idílico y muy mejorado, en el que faltaba lo más importante, el usuario. Lejos de intentar estimar la cifra exacta de personas que habitaban la Escuela, muy escasa, preferimos ceñirnos a la percepción en la que todos coincidimos. La Escuela parecía haber cambiado dramáticamente, y no lográbamos entender la razón. Preocupados por esta imagen inicial, y aprovechando el motivo de nuestra visita, nos interesamos en comprender los motivos que habrían podido provocar semejante “tragedia”. A priori, la única explicación que nos pudieron trasladar, responde al efecto surgido a raíz de la pandemia. Lo cual tiene sentido y concuerda con los síntomas detectados en la primera inspección. El centro ha seguido evolucionando en pro del bienestar del alumno, pero no ha sabido o podido evitar, precisamente, su marcha.
Originalmente obligados a recurrir a la tecnología para cumplir con las medidas de distanciamiento requeridas por una situación tan extrema, resulta que tras la recuperación de tan ansiada normalidad, la realidad no ha vuelto a ser la misma que esperábamos. La interacción implícita en un ente académico tan importante, ha quedado relegada simplemente al uso de las plataformas virtuales habilitadas para tal fin. Por tanto, el espacio físico se ha convertido en un segundo plano al cual solo acudir en caso de que sea estrictamente necesario.
Una primera conclusión podría ser la de aceptar esta herencia como una evolución social lógica e inevitable. Sin embargo, como arquitectos, nos parece que este cambio podría llevar aparejadas ciertas carencias en lo que a los principios básicos de la profesión se refiere. Por supuesto, la tecnología es una herramienta fundamental en la que apoyarse, pero no deberíamos olvidar que nuestra función consiste en manejar dicha tecnología al servicio de nuestros clientes, con el fin de comprender sus necesidades, resolverlas técnicamente, y aportar la confianza necesaria para que todos los agentes intervinientes contribuyan a mejorar su calidad de vida. En todo este proceso, tan relevante es el dominio de la técnica como la habilidad social inherente a la comunicación. Por más que podamos modernizar la profesión, si hay algo irrefutable, es que cada vez son más los profesionales implicados en un proyecto. El concepto de equipo es más importante que nunca, ante la creciente especialización que nutre nuestra labor. Si en ese escenario multidisciplinar, no fomentamos la interacción social más básica, creemos que el sistema educativo actual podría estar perdiendo definitivamente el rumbo.
Damos la bienvenida a cuantos avances puedan contribuir a la mejora de nuestro trabajo, pero sin por ello olvidar que al mando de todas esas tecnologías siguen estando las mismas personas que han formado parte fundamental del sector de la construcción durante siglos.
No cabe duda que la pandemia supuso un revés difícil de digerir para nuestra sociedad, y que sus consecuencias directas e indirectas no hacen sino comenzar a percibirse. En este mismo blog, ya hemos intentado reflexionar acerca de cómo este giro de los acontecimientos podría afectar a la arquitectura, ya sea mediante la creación de un nuevo concepto de vivienda, o por la influencia del teletrabajo en los posibles movimientos migratorios fuera de las ciudades. No obstante, no habíamos sido conscientes hasta ahora de su efecto en los cimientos mismos de nuestra profesión. Lejos de erigirnos en la solución a este posible problema, nos limitamos a alzar la voz para denunciar una realidad que solo el tiempo dirá si desemboca en un cambio de tendencia definitivo o en una desviación puntual y puramente anecdótica. Es más, quizá siente las bases de una nueva universidad más eficiente y productiva.
No obstante, desde nuestra humilde opinión, se está perdiendo la esencia de lo que durante años ha supuesto el espíritu universitario de cuántos hemos discurrido por el ámbito académico de este país. Nadie duda de la necesidad de un cambio, pero nos preocupa que este surja a partir de la eliminación del alumno como pieza clave y presencial en las aulas. Lo virtual resulta útil y prometedor, pero siempre como alternativa a una realidad que no deberíamos descuidar.
Sin más, confiamos en que este pequeño apunte contribuya a animar un interesante debate del cual deberían surgir las estrategias necesarias para garantizar en todo momento el fin último de nuestro sistema educativo: preparar al máximo a nuestros jóvenes en pro de un futuro lo más gratificante posible.