jueves, 18 de julio de 2024

El tamaño importa

Hace un tiempo nos encontramos en el estudio con una noticia acerca de la que denominaban como “La casa más angosta del mundo”. Según explicaba, la vivienda se había construido en una pequeña parcela surgida entre dos edificaciones existentes, con dos fachadas cuyas dimensiones eran de 72cm y 122cm, respectivamente. Sin embargo, no es el único ejemplo de vivienda estrecha que se puede encontrar. Más allá del alarde técnico que este tipo de vivienda tan extrema supone, nos valió para fomentar un interesante debate acerca de las limitaciones que impone la normativa actual en nuestro entorno y si se debería contemplar la posibilidad de analizar estos casos tan especiales con un extra de flexibilidad bajo el prisma de singularidad que conlleva.

 

En otras palabras, la duda fundamental que nos gustaría trasladar a quien quiera recoger el guante, es si la normativa debe priorizar o poner el foco más en la cantidad o en la calidad. En muchos otros ámbitos profesionales, este es un debate constante donde es posible que en el equilibrio resida la virtud. Sin embargo, dentro del marco normativo actual, ese ansiado equilibrio es directamente, ilegal. La normativa, en su afán por defender los derechos de los ciudadanos y unos mínimos de habitabilidad asociados a ellos, se ha centrado tradicionalmente en la definición de unas superficies mínimas pensadas para garantizar la calidad de los espacios en base, fundamentalmente, a la cantidad de metros cuadrados y sus dimensiones. Hasta aquí, todo correcto. Donde surge la duda es cuando la ciudad, fruto de un crecimiento en muchos casos orgánico, durante décadas, provoca irregularidades, o fallos en la matriz, para los cuales la única solución posible parece ser la arquitectura, en el sentido más amplio de la palabra. Es decir, cuando cumplir la normativa resulte imposible y la única opción viable sea descartar por completo su uso, ¿tendría quizá sentido darle una oportunidad al intelecto, en forma de diseño, para encontrar formas de suplir esas carencias mediante un derroche de talento?

 

Mi respuesta es clara. Sí, por supuesto que sí. Personalmente, creo que vivimos en una época dominada por la tendencia a regular lo máximo posible una realidad a todos los efectos imperfecta. Me explico. La ciudad no es sino el resultado de la evolución de cientos de años de intervenciones diversas, bajo el influjo de culturas y tendencias normativas igualmente diferentes. Actualmente, el urbanismo parece convencido de controlar ese aparente caos bajo una red creciente de leyes, decretos y ordenanzas cada vez más complejas, mediante las cuales proteger, regular y direccionar esta evolución. Controlar pasado, presente y futuro de nuestras ciudades a través del establecimiento de límites que no se deben sobrepasar. Lejos de juzgar el acierto implícito en esta filosofía, me gustaría poner el acento sobre el riesgo inherente a una estrategia basada en limitar la creatividad. Si algo me atrajo de esta profesión, fue siempre su capacidad para mejorar la vida de las personas usando nuestra imaginación como herramienta principal. Parece lógico que cuando algo tan difuso como la imaginación de cada cual se encuentra con un futuro usuario anónimo, surja la necesidad de generar unas reglas del juego con las que evitar injusticias derivadas de la priorización de los intereses personales frente a las necesidades de los demás. No obstante, el terreno de juego no siempre es tan idílico como nos gustaría pensar y es ahí cuando la normativa se convierte en irreal, inútil y contraproducente. 

 

No todos los casos son iguales, ni de lejos, pero sí la normativa que los regula. Bien. La igualdad es algo evidente y los agravios algo a erradicar. Estamos de acuerdo. Pero, pongamos ahora un ejemplo similar al que dio origen a este pequeño artículo. En mi barrio cuento con una parcela muy por debajo de los mínimos exigidos por la ordenanza en cuestión, que además no cumple con las dimensiones mínimas exigidas al uso residencial, pero que podría dar lugar a una vivienda digna de diseño con la que solucionar mi necesidad imperante de habitar, al amparo de un derecho tan básico como el que establece la Constitución. Por tanto, ¿quién establece los límites de la dignidad en lo que a una vivienda se refiere? ¿Qué ocurre si mi sueño consiste en vivir en una vivienda diferente? Si mi única intención es la de cumplir dicho sueño sin que por ello afecte negativamente a ningún otro ciudadano, ¿qué sentido tiene prohibirlo sin más? Recordemos que hablamos de un derecho, no una obligación. Es decir, si no hay negocio alguno implicado en esta idea, ¿por qué se impide la posibilidad de defenderla? Como todos sabemos, la normativa ya permite a día de hoy construir de forma extraordinaria en suelos no urbanizables bajo unas premisas muy concretas, entre las que destaca por encima de todas el interés público de la actuación planteada. Me pregunto si sería muy insensato considerar la investigación y la innovación como un interés público legítimo. ¿Se podrían considerar estos casos extremos como un lugar para la experimentación, siempre que el promotor y usuario sean la misma persona y no exista coacción alguna de por medio? 

 

Soy consciente de que alguien podría llevar esto al extremo: ¿Qué ocurre si yo, un ciudadano más, decido que quiero vivir en un sótano? ¿La ley me lo permite? La respuesta es no. Pero, ¿podría apelar igualmente a mi libertad de decisión? Y su reacción opuesta: ¿Dónde está el límite, entonces, de la creación consentida de infraviviendas?

 

Como arquitecto me veo incapaz de resolver estos dilemas, pero me puedo permitir el lujo de opinar acerca de lo que a mi parecer podría resultar positivo para nuestro gremio. Sin duda, reconozco que me atrae sobremanera el escenario utópico en el cual defender mis ideas de diseño hasta el punto de sobrepasar ciertos límites en pro de una evolución infinita. No creo que nadie dude que para avanzar, muchas veces, es necesario renunciar a lo que hay. Me seduce la idea de contar con un escenario controlado en el cual empujar los límites para seguir mejorando la calidad de vida de las personas. Al fin y al cabo, ¿qué otra forma nos queda para poner en crisis las leyes que nos condicionan? Con esto no pretendo fomentar la revolución ni nada parecido. La radicalidad de este argumento no es otra que la de cuestionarme la autoridad normativa cuando esta no ofrezca solución a la realidad que nos rodea, siempre proporcionando los instrumentos y protocolos necesarios para que este proceso de diseño sufra los mismos controles de calidad que cualquier otro proyecto. De hecho, todo esto surge desde la premisa de que cuando la cantidad no sea suficiente, parece lógico decantar la balanza hacia el lado de la calidad para suplir las carencias detectadas. A priori, me parece una medida coherente que podría ayudarnos a abrir nuevos horizontes muy interesantes. Por desgracia, nos encontramos muy lejos de esta pequeña ensoñación, pero no está de más dedicar un segundo de nuestro tiempo al debate.

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