4. Albañilería
Entre
pensamientos, dudas y ojeras transcurre una semana crucial. Han
llegado el día “D” y la hora “H”. Estamos todos ahí, menos
uno. La verdad es que la puntualidad nunca fue una de nuestras
grandes virtudes, de ahí que el retraso se asuma con total
normalidad. Pese a ello, somos perfectamente conscientes de que se
trata de un día especial, no podemos continuar con el plan marcado,
salvo que estemos los cuatro. Por esta razón, decidimos llamar al
cuarto integrante, el cual tras un sin fin de disculpas, nos confirma
que no podrá asistir hoy. Un malentendido telefónico y una
inoportuna reunión se han convertido en las causantes de este nuevo
contratiempo. Sólo el buen rollo reinante nos permite aceptar la
noticia con una sincera sonrisa y un par de bromas hirientes hacia el
inesperado ausente.
Ante
las nuevas circunstancias, el equipo decide avanzar en el análisis
de la ciudad y plantear las alternativas propuestas por cada uno de
los tres asistentes hoy, de cara a un primer intento por encontrar un
acuerdo global.
En
esta línea, vamos exponiendo nuestras ideas, con la firme esperanza
de coincidir en nuestros argumentos y facilitar con ello el
desarrollo de la reunión.
Tres
horas más tarde, la principal sorpresa reside en que estamos
completamente de acuerdo: no tenemos ni idea de qué hacer aún. Todo
se nos va en buenas intenciones. Pero nos faltan muchos datos para
poder descartar alternativas.
Aunque
esta tarde me deja una frase que intentaré recordar siempre, una
afirmación tan simple como real, una gran verdad que ayuda a
entender mejor las cosas. Una revelación que nos brinda uno de
nuestros compañeros y que se une al conjunto de lecciones que
consigo extraer de esta inspiradora experiencia.
Esta
vez me enseña que no debemos anular la ilusión de los demás, por
muy en desacuerdo que estemos, sino empatizar con ellos para juntos
encontrar la mejor solución, ayudarles a pulir su planteamiento en
función de nuestra crítica:
Es
muy fácil destruir pero muy complicado ayudar a construir.
Así
que, tras horas de deliberación y buenos ratos, aderezados como de
costumbre con divagaciones varias, podríamos decir que estamos casi
como empezamos. Sólo hay una diferencia fundamental, tenemos aún
más claro que debemos seguir investigando acerca de la ciudad en su
conjunto, sus relaciones históricas y actuales con el río, las
peculiaridades técnicas implícitas en cada propuesta de futuro. Sin
olvidar que un día completo de trabajo produce grandes esbozos que,
siempre y cuando seamos capaces de aislar entre la morralla, nos
proporcionan algo de luz entre la supuesta oscuridad en la que
abandonamos el estudio.
Más
de doce horas de trabajo empiezan a pesar en el interior de una
cabeza a punto de estallar, eso sí, por voluntad propia. Es decir,
hemos renunciado al derecho al pataleo de antemano. Sólo queda
dormir y confiar en que mañana el amanecer venga acompañado de un
poco de inspiración y un mucho de ilusión y ganas.
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Sin
duda es así, el alba no defrauda a nadie. Las legañas aprovechan
unas más que evidentes ojeras como trincheras en el campo de batalla
en que se convierte el lavabo. No encuentro la manera de abrir por
completo mis ojos. Entre el sueño, el cansancio y los escasos
minutos que llevo en este nuevo día, todo parece dispuesto para
evitarme el primer sobresalto de este sábado, o quizás domingo,
desde luego confío que no lunes. No sabría decir siquiera si es de
día o de noche. Mis necesidades fisiológicas han decidido
interrumpir mi idilio con Morfeo.
Evidentemente
se trata de una decisión unilateral en la cual no me siento más que
un mero intermediario, un medio para lograr un fin tan necesario como
inapropiado. De hecho, sigo pensando que hay una parte de mí que
continua entre sábanas y almohadas. Los intentos en vano por ver
algo más que luces borrosas que me taladran el cerebro e incentivan
mi creciente desorientación, me invitan amablemente a hacer uso de
una de las mayores lecciones aprendidas a lo largo de mi periodo
académico: cuando veamos el mismo muro una y otra vez frente a
nuestro camino, es momento de alejarse para encontrar las fuerzas
requeridas para franquearlo.
Conclusión:
Morfeo, ¿dónde lo habíamos dejado?
Ahora
sí, mis párpados recuperan su ligereza habitual, mis ojos parecen
filtrar adecuadamente la luz y el agua del grifo ha abandonado su
repentina acidez.
-
Esto marcha - me digo convencido.
Mi
velocidad de movimientos recuerda al autentico rey de la selva, ¡qué
espectáculo!. No, no me refiero al león africano. Por desgracia, me
centro más bien en la selva sudamericana, y en vez del poderoso
felino depredador, un parsimonioso perezoso. Así es, cada trayecto
que realizo transforma mi diminuto apartamento en la mayor de las
mansiones victorianas. A veces me encantaría poder huir de mi cuerpo
para observarme incrédulo a lo largo de mi majestuosa hazaña: un
pasillo de cinco metros en más de quince minutos. Probablemente
tendría tiempo incluso de ir a comprar una cámara de video para
constatar tan lamentable cualidad, antes de detectar mi peculiar
disociación.
Por
suerte, la disociación voluntaria no es una de mis escasas virtudes,
así que me conformo con el reloj como única prueba de mi
preocupante lentitud. Afortunadamente, son veintisiete años ya los
que he compartido conmigo mismo, así que es difícil sorprenderme.
Mi
esfuerzo ímprobo da resultado y alcanzo victorioso la habitación
del ordenador. Me dispongo a leer el periódico, consultar la
actualidad de mis redes sociales y vagar libremente por la red
mientras mi cuerpo termina de espabilarse. Me plantearía desayunar
algo antes de ducharme, pero si no me fallan las cuentas, ya llego
tarde al almuerzo, así que mejor me planteo cómo nutrirme.
El
deambular virtual se antoja menos aleatorio que de costumbre. El
standby
en que se mantienen mis neuronas a lo largo de la noche se evidencia
en una búsqueda intencionada de lo que entiendo, puede contribuir a
la constitución de una estrategia proyectual en el río. Varios
artículos interesantes, un par de imágenes de ciudades concretas y
un artista inspirado, acaban por transportarme hasta un bosque del
noroeste norteamericano. Un conjunto de piedras alineadas y
milimétricamente colocadas que evocan un río inexistente pero
conceptual. Un acto repleto de arte y simbolismo que despierta mi
lado más abstracto, ese capaz de teorizar sobre elementos tan
cotidianos como inverosímiles.
Los
siguientes minutos transcurren con mi cuerpo entre los fogones,
aunque mi mente continúa colocando piedras manualmente canteadas a
lo largo de una línea tan imaginaria como esta propia acción. En un
primer momento puede resultar trivial, gratuito o excesivamente
artificioso, pero en el fondo esconde una deslumbrante brillantez, la
capacidad de invitarme a pensar, soñar, diseñar.
Empiezo
a tejer mi tela de araña de nuevos horizontes. Creo un nuevo hilo
conductor sobre el que fundamentar mi discurso conceptual. Ofrecer a
los ciudadanos el río que tanto añoran sin necesidad de inundar su
cauce. Sanar una herida sin necesidad de taparla, sin recurrir a la
sutura como mecanismo de cierre. Ante estos casos, lo más peligroso
es dejarse llevar por la inmediatez que trae consigo la reacción
definida como el acercamiento de orillas. Cuando se abre una brecha
de cualquier tipo entre dos elementos previamente unidos, lo primero
es intentar recuperar su estabilidad y cohesión anteriores. Para
ello, volver a juntar sus extremos o rellenar el nuevo vacío para
recuperar el continuo original, son las dos alternativas que
podríamos plantearnos.
Sin
embargo, una nueva opción acaba de llamar a mi puerta. ¿Por qué no
recurrir a una intervención dirigida, por el contrario, a la brecha
social, emocional, sin necesidad de ocultar una deformación natural
nada vergonzosa? Si objetivizamos esta cuestión, descubrimos que el
problema reside en su componente más subjetiva, dado que un
accidente geológico no es más que otra característica natural de
las muchas que conforman nuestro territorio. Es lo que esta aparente
imperfección genera en la conciencia colectiva lo que realmente
podríamos calificar como un problema. Por tanto, quizás no sea tan
surrealista o desacertado centrarse en la manera de entender la
fisonomía de la ciudad por parte de sus usuarios. Atacar sus
emociones y su forma de mirar.
No
tengo claro si debo actuar de una forma o de otra, pero me alegra
haber encontrado un objetivo claro, solucionar un trauma social que
afecta a la percepción ciudadana del entorno. Para empezar, acabo de
definir la meta, un fin. Sólo falta dilucidar cuales son los medios
más apropiados y eficientes para llegar hasta él. La sonrisa
reaparece triunfal, mezcla de la satisfacción asociada a este
descubrimiento y a la imagen que supone verme devorando la causa del
festival de olores surgido con el abandono de la cocina.
¿Qué
mejor manera de alimentar mi intelecto que con un cóctel de
inspiración y nutrientes?
Desconecto
temporalmente, gracias a la inestimable ayuda de lo que algunos
denominan la “caja tonta” mientras yo he de reconocerla,
inevitablemente, como parte de mi vida. No creo en la estupidez de
los elementos, sino en la de sus usuarios. En mi caso, esta
pseudo-estupidez me aporta el necesario “descanso del guerrero”.
Un apetecible parón en el cual alejarme, una vez más, de mis
pensamientos para volver en breve con más fuerza.
Lo
prometido es deuda, ha llegado la hora de reavivar las cenizas
candentes para afrontar un nuevo asalto en el combate que libro por
una ciudad mejor.
Una
vez definido mi objetivo, sanar un trauma social bien arraigado en
nuestra memoria, prosigo con el enfoque simbólico del proyecto.
Aprovechando la investigación generada para la ejecución de mi
Proyecto Final de Carrera, activo mi cerebro en clave abstracta. Si
algo he aprendido en este tiempo, es que quizás la mejor manera de
hacer frente a aspectos de tipo psicológico, es actuar del mismo
modo en que se producen los problemas, solventarlos a través de una
actuación física capaz de generar emociones.
Empiezo
a pensar en el río como un elemento de separación urbana, un muro
horizontal que deprimido se eleva por encima de todos los ciudadanos.
En esta línea argumental, me empieza a resultar de gran interés
recurrir a su antihéroe, erigir un autentico muro que desde su
evidente verticalidad genere un efecto de horizontalidad en las
mentes de sus usuarios. Un muro que simbolice esta vez la unión
entre dos mundos ubicados tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Se
suceden los bocetos sin sentido, sin orden ni concierto. Intento que
el lápiz transmita unas sensaciones tan sugerentes como esotéricas.
Como
no podía ser de otro modo, al cabo de un rato me descubro exhausto y
absorto en ideas irrealizables. Pese a que el fondo de mi
razonamiento pueda resultar inspirador, no es un camino coherente
para alcanzar un proyecto tangible y físicamente realizable. Como
poco, puede reforzar el discurso generador del diseño definitivo.
Así que abandono este planteamiento, para albergar nuevas esperanzas
de éxito.
Reviso
actuaciones similares ya debatidas anteriormente en el seno del
equipo. Esta vez, analizo aspectos más banales pero igual de
importantes. ¿Cómo resuelven el tránsito entre río natural y río
modificado en el ejemplo de Niza? Ellos han optado por el
embovedamiento, y he de reconocerme a favor de esta iniciativa. La
pega: actualmente supondría un coste tan alto como innecesario. Pese
a que desde el principio fue una de las ideas que resonó con más
fuerza en mi interior, me mantengo fiel a mi compromiso profesional
de valorar todas las opciones por igual.
Llego
a pensar, incluso, que esta solución debería llevar años ya
ejecutada. Es más, no creo que pertenezca a un equipo de arquitectos
la responsabilidad de acometer una actuación tan técnica como
justificable. Es el tratamiento superficial de dicho embovedamiento
lo que debería recaer sobre nuestro gremio. La capa ciudad nos
afecta en tanto en cuanto suponga la interacción entre hombre e
infraestructura. Lo que ocurra bajo nuestros pies, debe ser tenido en
cuenta, sí, pero no me considero, como arquitecto, el más adecuado
para interceder en su planificación. Preferiría intervenir
exclusivamente en su fachada urbana, aquella capaz de cambiar nuestro
día a día.
El
cansancio hace mella, este tipo de pseudo-razonamiento con claras
trazas de pesimismo y rechazo no muestran sino una necesidad clara de
descanso. Puede que refleje, además, un atisbo de frustración,
signos de cierta desesperación ante un problema, en ocasiones,
demasiado grande para un simple arquitecto. Es entonces cuando se
debe parar, recapacitar acerca del trabajo realizado y destacar los
aspectos positivos que éste nos ha supuesto. Siempre los hay, más o
menos numerosos, pero igual de esperanzadores. Lo suficiente como
para dejarnos con buen sabor de boca y animarnos posteriormente a
proseguir el camino, con miras a un éxito ansiado y posible.
Una
vez más, la noche trae consigo un placentero vacío que genera la
organización de ideas meditadas, la negación de los desánimos y la
creación de espacio vacante dispuesto a ser cubierto por nuevos
debates internos, nuevos planteamientos.
Continuará...
(Parte 6/14)
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