Capítulo 4
Ansioso,
expectante, incluso desesperado, ultimo los segundos que restan para
el desagradable sonido de mi despertador. La presión ejercida por
los recientes retrasos y posteriores reprimendas me pesan sobremanera
en esta fría mañana.
Por
fin, el parpadeo que precede al ruido infernal hace acto de presencia
y mi mano reacciona rauda y veloz para frenar el proceso estándar.
No me gustaría hacer partícipes a mis padres o mi hermano de mi
surrealista plan. Este tremendo madrugón podría ser malentendido
por mis preocupados parientes, quienes ya mostraron su descontento y
consiguiente preocupación en la pasada cena.
Feliz
por mi pronta reacción, me dirijo orgulloso hacia el pasillo, toalla
en mano y rodeado por un halo de sorprendente optimismo. El reloj
parece mi principal aliado en esta batalla tan personal como
necesaria. El desayuno, la elección de mi vestimenta o, incluso el
rasurado matinal parecen relegados a un sombrío segundo plano.
Jamás
había sentido tanto el deambular del agua sobre mi cuerpo. Parece
que cada gota se desprendiera de sus vecinas para reivindicar su
inevitable individualidad en lo que se asemeja a una extraña
celebración callejera. La temperatura perfecta me recuerda el por
qué de todo esto, me dibuja distraída una leve pero intensa sonrisa
en mi rostro. Un relajado suspiro que invade mi cuerpo, del mismo
modo en que lo hace el líquido elemento, sutil pero contundente,
eficaz.
El
momento toalla, recupera su trivialidad original, negado frente a la
celeridad de mis medidos movimientos. Cada nuevo hito en esta
estudiada mañana, corrobora los plazos previstos y con ello, genera
una nueva satisfacción que deriva en mayor efusividad y nerviosismo
controlado. Uno de esos momentos en los que todo a tu alrededor
demanda una sobriedad y silencio imposibles de alcanzar. Todo tu
cuerpo emana adrenalina contenida, tus músculos se contraen
impacientes, preparados.
La
calle, por fin. Todo marcha. No sabría decir, para ser sincero, si
los zapatos son realmente del mismo par, si los calcetines coinciden,
si el peine ha llegado a ordenar mis húmedos cabellos, o si la
mochila contiene alguno de los materiales que necesitaré más
adelante. Sólo me preocupa una cosa, el paso firme e irremediable de
mis suizas agujas. Y desde luego, es de lo poco que podría
garantizar con seguridad, seguimos llevándonos bien.
La
odisea diaria se presenta más amable que de costumbre, solitaria a
la par que original. Los olores parecen similares, sin embargo el
conjunto revela una pureza hasta ahora olvidada. Los ruidos, sin
duda, no son sino una vaga muestra de mi anterior referencia. Mi
alegría sigue en aumento y su representante hormonal, continua su
lento pero constante llenado del vaso de mi autocontrol. Las buenas
noticias se suceden y mi sonrisa comienza a tornarse en nerviosa.
8:59h.
En pleno éxtasis emocional, reconozco la ansiada puerta de mi recién
bautizado como querido instituto. No quepo en mi gozo. La hora
cuadra, mi reloj corrobora tal triunfo y por si esto fuera poco, la
voz aliviada de mi hermano resuena cual canto gregoriano en mis
adentros. ¡Lo logré! Voy a oír el timbre por primera vez.
- Oye, lo has hecho. Me alegro.
- Gracias. No podía permitirme un fallo más.
- Pero bueno, ¿a qué hora te has levantado? Eres un auténtico personaje. Cuando me he levantado ya te habías ido. Y por lo que parece no has desayunado, ¿verdad?
- A ver. Tampoco le vamos a pedir peras al olmo, ¿no? Jajaja. Déjame disfrutar de mi pequeño logro. Ya, si eso, mañana desayuno.
- Anda, cómete esto que te he pillado en casa. ¡Cómo te conozco! Sabía que te habías venido en plan valiente.
- Gracias tío, eres un máquina. Menos mal, porque ya empezaba el estómago a dirigir a la orquesta. Jajaja. Si es que te tengo que querer...
- Déjate de rollos! Come y calla. Jajaja.
- Vale, lo haré. Luego te veo.
Instante
en el cual el sonido angelical del timbre interrumpe nuestra
improvisada tertulia anunciando mi llegada triunfal. Confiado me
dirijo hacia mi aula, consciente de mi tremenda valía. Mentiría si
dijera que no me siento como un auténtico superhéroe. Las caras
sorprendidas de mis compañeros, sólo son mejoradas por la peculiar
sonrisa de mi director, quien me felicita entre dientes por mi
pequeño éxito. Pese a mi timidez, me adentro en la clase feliz,
observando al tendido, mientras el profesor me saluda casi tan
sorprendido como yo mismo. Acto que se ve acompañado de las risas de
mis compañeros, quienes no podrían estar más de acuerdo con el
“gestito” espontáneo de mi maestro de tecnología.
Lejos
de avergonzarme, decido dar el golpe en la mesa definitivo, y alzar
temeroso la voz para dar los buenos días con sorna al perplejo
grupo, acompañado por un atrevido intento de chiste, que
sorprendentemente, mis compañeros parecen aceptar de buena gana.
Momento en el cual, mi hermano se apodera remotamente de mis actos,
teledirigiendo mi mirada hacia la tercera fila, justo a mi lado, la
mesa en la cual se sienta algo dormida aún, su improvisada candidata
a mujer del año.
El
recorrido de mis ojos parece ralentizarse hasta casi detenerse por
completo en su búsqueda ilusionada del objetivo. Cual es mi
sorpresa, al encontrar frente a mi, dos preciosos ojos verdes,
arropados por unas elegantes cejas y unas pobladas pestañas. Un
festival de colores organizados bajo la batuta de una naturalidad
impactante y una belleza que difícilmente podría describir con
palabras. Un regalo del destino que parecía presentarse ante mí.
Perplejo, me paralizo de arriba a abajo, con una estúpida sonrisa
que decora mi impasible rostro.
Segundos
con complejo de horas preceden al instante definitivo, el momento en
el cual esos maravillosos ojos se cierran suavemente en su camino
hacia el suelo, mientras su bello rostro evidencia un cierto tono
sonrosado que acompaña una ínfima sonrisa que deja entrever sus
tímidos dientes, todo ello bajo el inexplicable efecto del slow
motion. Una mínima mueca que en mi cerebro es recibida como la
mayor de las alegrías jamás anunciadas.
Supongo
que para ella pudo ser un simple acto reflejo, pero he de reconocer
que fueron necesarios algunos minutos más para permitir a mi cuerpo
recuperar el control sobre una situación que hacía ya tiempo dejó
de existir. El profesor llevaba un rato intentando despertar nuestras
neuronas con una inexplicable perorata repleta de tecnicismos, capaz
de domar a la más fiera de las criaturas que habitan este mundo. Sin
embargo, harían falta toneladas del peor de los tranquilizantes para
apagar el fuego que acababan de encender en mi interior. Y lo peor,
que se lo debía a mi hermano, mi hermano pequeño. Tendría que
decirle que sí, que tenía razón, que estaba en lo cierto. En fin,
imagino que merece la pena y que, en el fondo, se lo merece.
Tecnología,
matemáticas, informática, economía... un sin fin de asignaturas
que esperan respetuosas en el porche de mi cabeza a que mi nueva
inquietud abandone la casa y les permita entrar. No logro olvidar esa
mirada, esas mejillas sonrojadas y perfiladas con maestría frente al
mini espejo que toda chica parece llevar en su bolso, o quizás, la
imagen que había decidido crearme de ellas. Ahora me parece
increíble que durante todos estos días me hubiese podido perder tal
espectáculo. Hasta qué punto podía estar obsesionado con fingir
una normalidad forzada, que había obviado una de las mejores
imágenes que podrían decorar ese tradicional mural en que se
convierten los recuerdos.
Mi
objetivo acababa de cambiar radicalmente. Llegar puntual, pasar
desapercibido, integrarme, aprender; todo eso quedaba relegado a un
meritorio segundo plano. Las veinticuatro horas del día en mi nueva
vida, encontraban su sentido en tanto en cuanto contasen con la
aportación de mi nueva musa. Cada movimiento parecía conducirme
directamente hacia ella, del mismo modo en que los imanes se adhieren
a la puerta de la nevera. Un fenómeno conocido pero inexplicable,
asumido pero opaco.
Podría
recrearme en todo ese rollo de las mariposas, las hormiguitas y demás
cursiladas, pero mi pragmatismo me lleva a mostrar una realidad mucho
más racional, más fría. Prefiero contar mi versión de lo que
muchos denominan amor a primera vista. En mi opinión, es bastante
más cercano a una tremenda obsesión, sólo que afortunadamente,
desprendida de toda esa negatividad peyorativa. Una cariñosa
obsesión por conocer cada íntimo detalle que configura su
interesantísima existencia. Un deseo pasional por entregarle toda
esa ternura y bondad contenidas bajo el telón de mi teatral
impostura. Un sentimiento tan profundo como transparente, donde su
felicidad ocupa el lugar más alto, en un inestable equilibrio entre
alegría y tristeza, entre amor y odio.
Sé
que no puedo contarle todo esto a mis amigos, si no, probablemente,
empezarían por dudar de mi masculinidad y posteriormente, usarme
para amenizar sus ratos de aburrimiento. Pero, por primera vez en
mucho tiempo, me gustaría permitirme el lujo de desencadenar mis
emociones, derrumbar el interminable dique con que sellé hace años
todo un mar de pensamientos. Es el momento de liberarme, dejar fluir
mis ideas, como si nadie las pudiera ver, sólo ella, sólo yo. Un
rincón de total sinceridad en el cual depositar cada gramo de
humanidad que aún respiro.
Soy
consciente de que si ella pudiera leer mi mente, huiría despavorida
ante tanta ilusión desproporcionada. Soy aún más consciente de que
las probabilidades de que una chica como ella se fije siquiera en mí,
son prácticamente nulas. Soy, a ratos, vagamente consciente de que,
incluso, cabe la posibilidad de que me acerque a ella y sea yo quien
decida alejarme poco a poco. No olvido mi inseparable don para
alejarme de toda aquella persona que parece sentir por mí algo
parecido a lo que acabo de expresar. Pero bueno, no hace falta ir tan
deprisa. Como buen romántico utópico, lo único que me importa
ahora mismo, es disfrutar de este peculiar cortejo. Este acercamiento
tan sutil como intenso. Es como si me hubiesen devuelto a esos
fatídicos quince años, cuando mi querida Sandra protagonizaba con
tanto estilo cada episodio de mi recién descubierta adolescencia
Sólo
puedo dar las gracias por todo esto. Por recuperar algo que pensaba
perdido.
Pues
sí, han pasado sólo diez años, ya han transcurrido más de tres
mil quinientos días desde aquel. Pero, sin saber muy bien por qué,
mi cuerpo salda conmigo una deuda generada tanto tiempo atrás. Por
fin, puedo gritar en silencio que vuelvo a ser yo. ¡Sí! Estoy de
nuevo aquí, y esta vez, vengo para quedarme, así que mejor que se
preparen. No más psicólogos, no más complejos, no más excesos ni
ausencias. Simplemente yo, en busca de un nuevo nosotros que me
permita entenderlos mejor a ellos.
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