Una vez más, me veo incapaz de
disfrutar de unos instantes de paz y armonía. Esta vez es,
paradójicamente, el agua quien me impide adentrarme ingrávido en el
placer del nadar.
No hace mucho que me considero
aficionado a este espectacular deporte, aunque he de reconocer que
fue un flechazo que ha tardado años en consumarse. Desde siempre, mi
perfil deportista y asmático me han enfocado inevitablemente hasta
este fin. Sin embargo, han sido años de desencuentros y
malentendidos. Discusiones lejanas que nos han distanciado más de lo
deseado.
Curiosamente todas estas desavenencias
se olvidaron el día menos pensado, casi sin darme cuenta. Un día
cualquiera, en un momento cualquiera y en un lugar no menos azaroso,
surge en mí un inexplicable y sutil deseo por conocer una
experiencia tan cotidiana como desconocida para mí.
Convencido me dirijo a las
instalaciones deportivas cercanas a mi residencia donde la oferta de
gimnasio más piscina, evocaron mi inquietud. Una vez obtenido mi
carnet y apoyado por la compañía de mi amigo, me enfrento al
primero de muchos días de interacción acuática.
La jornada laboral amenaza mi debut,
desplazando mi partida peligrosamente hacia el cierre de las
instalaciones. Ese inconsciente empuje que surge de mi interior, me
da fuerzas para combatir cada contrariedad. La primera de todas,
supongo, descubrir sorprendido que no dispongo de las necesarias
gafas, lo cual me lleva inevitablemente a la ausencia de gorro
protector. La hazaña empieza a llamar a la heroicidad. Tenemos una
hora escasa para lograr el equipamiento necesario, desplazarnos a las
instalaciones y vestirnos para la ocasión.
Entre inoportunas llamadas y urgentes
emails, comienzo a preparar otra de las mochilas que marcarán mi
existencia, una vez más. Toalla, chanclas, bañador, ¿bañador? No
me lo puedo creer. No he caído en comprarme un bañador corto para
no tener que usar el bañador que estoy a punto de lucir. En fin, el
tiempo apremia. No estamos para connotaciones estéticas. Mientras
reúno todo lo necesario, mi amigo sigue inmerso en la aventura de la
compra del gorro, que hace minutos acometió. Por fin, tengo todo
preparado. Me desprendo de los zapatos, la camisa y el pantalón de
vestir, para recurrir a una vestimenta más acorde. Chandal,
zapatillas, camiseta y... ¡el portero! "Phelps" ya está aquí. Raudo
y veloz, abro la puerta mientras me coloco la mochila, el casco de la
moto y todos los añadidos que forman parte indivisible de nuestras
vidas.
Llave en mano, me faltan manos. Míster
Bean a mi lado, resultaría el más diestro de los malabaristas. Tras
varias caídas y recogidas, logro cerrar la puerta y guardar a buen
recaudo el llavero.
Mientras descendemos incautos las
escaleras, recordamos lamentablemente la ausencia de gafas con las
que afronto mi primera experiencia acuática. Entre risas, mi amigo
“Phelps” me insta a apelar a la épica y encontrar en el camino
una tienda tardía que nos proporcione el ansiado objeto. Todo ello,
acompañado de una tesis doctoral acerca de gorros sintéticos y de
tela, que definitivamente convergía en la adquisición textil que
tan orgulloso porta. No puedo más que pensar en la imagen que
supondrá ser los únicos en años que no visten el tradicional gorro
sintético.
Alcanzamos nuestro vehículo, aquel
destinado a obrar el milagro. Cada segundo nos aleja estrepitosamente
del objetivo. Sin embargo, el estrés se convierte en risas y
esperanza, ese positivismo que nos caracteriza. A escasos metros de
casa, "Phelps" sortea el ruido del tráfico y los acolchados cascos que
nos protegen, para recordarme con sorna, que mis dichosas gafas son
el menor de nuestros problemas. Se acababa de acordar de que los
técnicos del polideportivo nos habían avisado que era necesario
disponer de un mini candado para poder guardar las cosas en la
taquilla.
¡No me lo creo!
La contundencia de mi respuesta, entre
carcajadas, se ve interrumpida ante el frenazo que precede a la
primera de nuestras carambolas. Un establecimiento regentado por
asiáticos se planta ante nosotros como agua de mayo. Un haz de luz
entre la oscuridad ilumina nuestra solución. En un acto de fe sin
precedentes, el "Phelps" de Málaga me abandona para iniciar la
búsqueda del candado. En menos de veinte segundos, vuelve eufórico
con dos candados enanos.
¡Estos chinos son unos máquinas!
Tienen de todo! Es lo único que alcanzo a comentar entre lágrimas,
provocadas por el viento y la risa a partes iguales.
Cincuenta metros más adelante, se
repite la escena, con tintes cómicas ante las innumerables
similitudes. Lo empujo casi en marcha para acometer su siguiente y
definitiva proeza. Mis gafas.
Esta vez, son cuarenta los segundos
empleados, y su imagen de felicidad es sólo comparable a mi cara de
asombro e ilusión. Trae orgulloso unas gafas con tapones y opresor
nasal.
¡Que tiemble la Mengual! Ya hasta
sincronizados. Jajajaja.
Continuamos el camino entre carcajadas
y la compra de papeletas para el gran desastre. Zigzagueando entre
coches y motos por igual, logramos sortear obstáculos que ni yo
mismo logro explicar. Sólo puedo confiar en las fuerzas del destino
que nos conducen a nuestro gran momento.
Sorprendentemente alcanzamos
victoriosos el lugar. Corriendo, hacemos un esfuerzo por no perder
ninguno de los recién adquiridos accesorios.
El desánimo se apodera de nosotros.
Son instantes de gran tristeza que preceden una reacción de igual
intensidad pero sentido contrario. Entre asombradas miradas, nos
desternillamos con flojera.
Todo lo realizado puede quedar en nada.
No hay palabras que describan ese sentimiento.
A los diez minutos, las conversaciones
teñidas de queja y ruego con el encargado, culminan con Phelps y un
servidor, solos en la sala de espera. Todos nuestros predecesores se
marchan derrotados ante lo improbable de nuestro acceso. Pero
nosotros, una vez más, nos vemos inexplicablemente inducidos al
fracaso, con una sonrisa en la cara. No sé aún por qué, pero nos
mantuvimos impasibles ante la adversidad. Sólo cinco minutos
después, nuestra insistencia da sus frutos. El pitido que anuncia la
liberación del torno que nos impide el acceso, resuena en mis
adentros como la mayor de las orquestas. Los siguientes pasos parecen
levitar entre oleadas de ilusión.
Ya estamos ahí, cruzamos cual
gladiadores romanos el umbral de la puerta abatible que nos separa de
la gloria. Es en ese justo momento cuando me doy cuenta de lo cómico
de mi indumentaria. Chanclas, bañador surfero, gafas marca “la
Juani” y gorro de spa. Todo ello acompañado de una molesta mini
llave que no puedo perder por nada del mundo aunque parezca que estoy
a punto de sacar mi diario bajo la almohada para confesar mis
secretos más ingenuos.
Afortunadamente, la euforia me ayuda a
olvidar el ridículo que me rodea, para dirigirme impaciente a la
obligada ducha previa. Muy en mi papel, me dirijo a la monitora muy
seguro, cual "Thorpe" en los preparativos de su gran final.
Con la misma seguridad, hago una seña
de confirmación al “Phelps de la Bahía”, ya equipado con sus
gafas de diseño vintage y gorro afeminado. Las risas se acrecientan
al descubrirle como imagen especular mejorada de mi lamentable
impronta.
Más gente que en la guerra espera en
las calles señaladas. No saben si reír o llorar ante lo
esperpéntico de nuestra aparición. Con el fin de superar este
embarazoso momento, nos adentramos rápidos en la piscina. Sería
deshonesto obviar las dificultades encontradas para descender por una
escalera sin peldaños, antipáticamente situados dentro del muro
lateral. Todo ello, después de que mi escudero, me frenara ante mi
primera intención de emular al mejor de los saltadores, en mi acceso
directo a la calle dos.
Por fin, estamos en el agua. Pero,
¿ahora qué? Ya hemos superado todos los obstáculos que nos
impedían venir aquí. Pero no contábamos con el peor de ellos. No
sabemos nadar.
Pese a que nuestra integridad no
peligra, no podría decir lo mismo de la poca dignidad que aún
aguanta el chaparrón de hoy.
Pero bueno, ¡que nos quiten lo
bailao!, que suelen decir por estas tierras.
Así, confiados y ansiosos, enviamos
nuestro primer brazo en parábola escultural hacia el horizonte de la
calle, con lo que en nuestra mente parece resultar el deambular de un
cisne entre las aguas. La realidad, bastante menos poética, se
presenta cruda y salvaje, al encontrar impasible el plástico
infernal que señala el límite de la calle que no debería haber
rebasado. De no ser porque llevaba escasos segundos en este nuevo
mundo, me hubiese salido a gritar y maldecir al amable inventor de
tan lindo deporte. Porque, queridos lectores, sí. Las colchonetas de
colores que tan simpáticas parecen indicar el final de la calle,
resulta que son afilados círculos de plástico mal terminado,
alrededor de un cable rugoso y afilado, que parecen más bien señalar
el inicio de un gran sufrimiento.
Cuatro infinitos largos más tarde, me
reencuentro con mi pecho, el cual parece de nuevo habitado por un
corazón y dos pulmones.
Lo avanzado en la noche, deriva en una
huida progresiva de nuestros vecinos. De este modo, los últimos
cinco minutos de la noche, los realizamos solos en la inmensidad de
una piscina olímpica. No sabía de lo grandioso que se esconde tras
este complicado ejercicio. Con todo el cuerpo cansado y repleto de la
sangre que demuestra el trabajo bien realizado, me dejo llevar por el
impulso de mis piernas, en silencio, arropado por miles de litros de
agua cristalina, en perfecta armonía con mi temperatura corporal y
de lo más sincera en su traslado de la luz ambiente. Por un momento,
mi cuerpo se deprende de mi mente, o puede que al revés. Todo es
felicidad, relax y paz. Un segundo que justifica de lejos, otros
tantos de estrés y dudas.
Victoriosos y derrotados a partes
iguales, abandonamos el edificio que difícilmente borraremos de
nuestro recuerdo.
Pero, no se engañen aún queda el
último detalle de la natación hacia nuestras personas.
En la puerta del recinto, descubrimos
absortos una curiosa máquina de vending, para la compra de
agua, gorros, candados y gafas de natación. ¿Qué les parece?
Pues imagínense que la razón por la
cual me siento hoy aquí frente a ustedes, es que la lluvia ha
decidido hacer acto de presencia alrededor de mi casa, justo en los
veinte minutos en los que me he visto en pantalón corto con mi
querida mochila y mi casco, incrédulo frente a la manta de agua que
sirve de telón de fondo a la enternecedora escena que genera mi
derrota.
¿Saben lo peor? Pese a todo, sigo
teniendo ganas de nadar.