Capítulo 12
Aún incrédulo por mi
indudable fortuna, cada minuto de mi nueva vida era un instante más
en mi deambular soñado, un nuevo paseo entre los pastos de la
felicidad. No sé si sería mi edad, las ganas con que había
afrontado este grandísimo reto o el morbo de pensar que quizás todo
esto no era más que el resultado de mis ensoñaciones más
creativas. Sea como fuere, una cosa tenía clara; deseaba con toda mi
alma que no terminara jamás.
Los días transcurrían
como de costumbre, con la única diferencia, de que en esta ocasión
cada día suponía un nuevo descubrimiento, un nuevo acercamiento
hacia mi otro yo. Sin embargo, parecía inevitable frenar el ritmo
endiablado con que iba acelerándose mi vida. Conforme más a gusto
estaba, más rápido parecía transcurrir todo. Los días ya habían
dado lugar a semanas como unidad mínima de medida. Los meses se
escapaban entre mis dedos. Con ellos comenzaban a surgir los primeros
atisbos de duda, malentendidos, pseudo discusiones y desilusiones.
Como no podía ser de otra manera, aquella a quien consideraba una
verdadera diosa, se mostraba ante mí de lo más terrenal, rellenando
con grandes dosis de realidad los vacíos anteriormente completados
por mi imaginación. Evidentemente, pese a que en la mayoría de los
casos la realidad superaba con creces a la ficción, entre otras
cosas porque venia acompañada de un halo fundamental de naturalidad
y mucha personalidad, en ocasiones descubríamos realidades no tan
idílicas, incluso mediocres.
Recuerdo aquella época
como un remolino bastante turbio y caótico, en el cual se mezclaba
el agua cristalina que seguía llegando a raudales, con una
silenciosa pero extrovertida presencia de imperfecciones suspendidas
en el agua, cada vez en mayor proporción. Desgraciadamente, el ser
humano nunca deja de ser humano y es por ello, que con el paso del
tiempo puede verse sorprendido por la bruma hasta nublar la vista por
completo, renunciando a todo aquello por lo que tanto luchamos para
añorar un pasado que jamás quisimos.
No es algo que haya oído
por ahí sino que es el resultado de lo vivido en aquel lamentable
verano.
Los días se hacían cada
vez más largos y con ellos parecía extenderse mi agonía. Las
sonrisas, abrazos y miradas repletas de significado habían dado
lugar a un silencio más que palpable, esquivas y vacías miradas,
contactos físicos despreciables y una ausencia casi total de dientes
en nuestras expresiones. Por momentos, llegué a creer que eso era lo
que me esperaba con aquella mujer que osaba interrumpir mi gloriosa
soledad con sus insoportables manías y su inexplicable obsesión por
mí.
Ahogado, cohibido, presa
de una claustrofóbica rutina, miraba hacia atrás con cierta
desidia, y cuando rara vez miraba hacia adelante, no era más que
otra mujer lo que se intuía tras la espesa neblina que protagonizaba
mi día a día.
Lo peor, no era la
sensación de apatía y hastío que emanaba cada poro de mi piel sino
el hedor a aburrimiento y desgana que me transmitía mi nueva, aunque
de sobra conocida, compañera de piso.
En esos momentos, muchos
son los amigos y conocidos que se ofrecen altruistas a arreglar tu
desarmada existencia, dispuestos a solucionar tus problemas desde la
perspectiva de una experiencia tan lamentable o más que la tuya.
Ajenos a su cotidiana amargura se vuelcan en tu desastre desesperados
por encontrar en tu tristeza un nuevo sentido a su olvidado caminar.
Incluso la familia, aquellos más allegados a ambos, empiezan a
contagiarse de la pesadumbre global para centrarse en la evidente
decadencia de nuestra relación. Frases como: - ¡Nadie merece tus
lágrimas! ¡No os merecéis haceros tanto daño! ¡No puedes seguir
así! ¿Se puede saber qué estás haciendo?- Y muchas otras que no
sólo estoy seguro que todos hemos oído en alguna ocasión, sino que
además la mayoría de nosotros habremos incluso empleado.
Esta pesada carga se
acumula en la cabeza hasta vencer la resistencia de nuestro cuello
para invadir, sin la mayor oposición, el resto de nuestro cuerpo
hasta lograr, sorprendentemente, que lo que en su día fueron
destellos de maravillosa alegría, hoy se conviertan en artefactos de
lo más explosivos y dolorosos.
Afortunadamente, la vida
no es tan cruel como llegué a pensar y supo ponerme, por enésima
vez, en mi lugar. Dicen que tocar fondo es la mejor forma de coger
nuevamente impulso. Ya sea esta teoría tan popular, o el cansancio
extremo que sentía, pero recuerdo perfectamente como un día se
presentó ante mi una realidad diferente, no menos oscura, pero sí
quizás más fresca. Adormilado y presa de mi incesante agotamiento
psicológico, me dirigí hacia el baño para iniciar mi
indestructible protocolo de higiene y puesta a punto mañanero,
cuando en mitad de la impenetrable oscuridad de mi dormitorio, un
espectro se dirigió decidido hacia mí. Absorto por el pánico, sólo
podía observar inmóvil como mi imagen especular calcaba mi tan
lograda estupefacción. Incapaz de reconocer frente a mi rostro
alguno, distinguía con total perfección las facciones del pánico.
Durante unos segundos privados de oxígeno, en un intento inútil por
expulsar el grito ahogado que se alojaba impaciente en mi estómago,
una extraña visión se postró ante mi con total claridad. Lejos de
poder respirar, hablar o activar el menor de mis músculos, mi
cerebro trabajaba con inusual virulencia. Las imágenes se
atropellaban confusas pero repletas de significado, un significado
aún desconocido para el resto de mi ser.
Descompuesto, rendido a
mi devenir y carente de toda esperanza, los primeros rayos de sol se
adentraron caprichosos a través del minúsculo hueco generado entre
la ventana y la cortina que la vestía. Esa tenue luminosidad vino a
alumbrar cual explosión de luz cada centímetro de su piel, cada
imperfección de su rostro, hasta presentar ante mí un recuerdo que
debería conocer casi tanto como a mí mismo.
Forzado por mi
insuficiencia respiratoria e impactado por esa nueva realidad
presentada ante mí, no pude sino suspirar. Acto seguido, impaciente
por inhalar todo el oxígeno que pudiera existir en la habitación
alcé con entusiasmo la mirada para encontrar el fiel reflejo de mi
sentir. Otro instante paralizador dio lugar a la primera sonrisa
sincera en meses. La primera carcajada que me permitía compartir con
mi supuesta enemiga. Una tregua improvisada, un paréntesis que me
hizo pensar en aquel inolvidable nueve de noviembre del año ochenta
y nueve en plena capital alemana. Un muro creado por nadie más que
nosotros mostraba por fin su primera fisura, su primer esbozo de
debilidad. Sin pensar, fruto de la ridiculez del momento y ante el
cansancio reinante, nos fundimos en un abrazo infinito. No sabría
precisar la duración real de aquel regalo vital, pero os puedo
asegurar que tuve la oportunidad de analizar con detalle cada una de
las imágenes que habían invadido mi cabeza unos instantes atrás.
Besos, abrazos, caricias, miradas, pensamientos y sensaciones me
atraían con una fuerza sin igual hacia mi oponente. Mientras más
imágenes reconocía menor parecía resultar el espacio comprendido
entre ambos. Como suele decirse que en el vacío no puede existir el
ruido, el silencio continuaba como principal protagonista de la
escena. Sin embargo, la orquesta que años atrás poblaba mi mente
había recuperado a todos sus integrantes para acallar todas mis
dudas con un ruido tan ensordecedor como agradable. La embriagadora
melodía de la felicidad retumbaba en mis adentros mientras nuestros
metrónomos encontraban su compás, como el DJ que cuadra sus
dos vinilos por separado con el fin de liberar su mesa y deleitar a
sus oyentes con la perfecta armonía del conjunto.
Y así fue. Nuestros
latidos encontraron su ritmo común a la par que nuestros labios
desafiaban las barreras creadas desde la distancia para irrumpir
atrevidos en aquel lejano territorio de nuestros recuerdos.
Trasladado a aquel impulso adolescente a las puertas de mi clase de
instituto, recobré el sentido de todo lo que había logrado
construir hasta entonces.
- ¡Eres tú! - Resoplaba afligido. - ¡Gracias! ¿Se puede saber dónde diablos habías estado durante tanto tiempo? - Pregunté rabioso a mi sentido común, a esa coherencia de la que tanto presumía y que tan abandonado me había tenido.
Aquel beso-paradigma de
la ilusión, se prolongó durante horas, acompañado por el fervor de
dos amantes que se reencuentran tras meses distanciados por el miedo,
la prepotencia y el orgullo. Nuestras separadas camas volvieron a
rechinar al unísono, testigos de excepción de una pasión renovada
y repleta de una furia cariñosa. Una lucha pacifica en la cual nos
sabíamos vencedores de antemano. Una guerra donde los rehenes no
sólo estaban permitidos sino que eran una de las premisas del recién
acordado pacto final.
Sus dedos volvían a
rezumar su indescriptible afrodisíaco, mi piel desatascaba sus
sensores de placer para permitir la entrada de todo ese deseo
enconado, esa insaciable necesidad de reciprocidad.
- Cariño, ¡lo siento! Siento haber sido tan gilipollas de no ver lo afortunado que soy siquiera de tener la peor versión de ti. Esa marchita alegría con que iluminaste mi oscuridad y me enseñaste a ver más allá de mis limitaciones. Esa olvidada juventud que encendía cada rescoldo de optimismo y felicidad. Esa realidad que creí abandonada a su suerte y que es ahora cuando descubro que sigue ahí, intacta, atemporal, magnífica. Lo siento. Jamás podré recompensar el daño que te he podido hacer, jamás podré recuperar el tiempo perdido, pero si sirve de algo te diré, que todo lo ocurrido me ha servido para derrumbar todo resto de protección frente a ti, ya que, como sabrás, lo bueno de reavivar el pasado es reencontrarse con los cimientos de nuestra vida juntos, esos malditos miedos por perderte que no hacían sino alejarme precisamente de ti y mis complejos de inferioridad ante tu inestimable grandeza. Lo siento, cariño. - repetía entre lágrimas mientras concentraba mis esfuerzos en transmitirle sin palabras todo aquello que emanaba por fin desde mi sincera esencia.
- Más lo siento yo, que no sólo te acompañé en tal lamentable baile, sino que dediqué mis escasas fuerzas a alimentar los obstáculos que me alejaban de ti. No tienes por qué disculparte, he sido yo quien ha olvidado que todo lo que soy te lo debo a ti, que eres tú quien me enseñó a ser feliz, a creer en alguien, a confiar en otra persona, a querer sin excepciones. Cariño, ¡gracias! ¡Gracias por ser como eres! Y por, incluso en los malos momentos, entender mis errores y mis defectos hasta hacerlos casi imperceptibles para mí. Gracias por enseñarme la senda hacia tu felicidad y permitirme que la hiciera mía.- intentaba decirme entre sollozos e interrupciones apasionadas.
- ¡Gracias a ti! Te quiero.
- Yo más.
En definitiva, podría
decir que aquel fatídico periodo de nuestra vida, mi vida, supuso un
gran aprendizaje y la confirmación de que es absurdo pensar en la
vida como algo lineal, sino que se trata de un proceso cíclico en el
cual, nosotros orbitamos alrededor de un gran astro atractor que es
la vida como tal. Dicho de otro modo, afianzaba mi creencia de que
nuestra existencia no es más que el transitar cíclico alrededor de
nuestro sol, observando un mismo elemento desde diferentes puntos de
vista y, con ello, las múltiples caras de que consta. Al igual que
ocurre en nuestro sistema solar, orbitamos dentro de una vorágine
indiscutible en la cual nuestros giros provocan que los enfoques y
estados concretos tiendan a infinito, complejizando nuestro día a
día hasta alcanzar cotas insospechadas.
Sin embargo, no debemos
caer en el error de retomar una teoría egocéntrica de la vida,
creyéndonos en el centro del universo y pensando en la vida como
algo que nos rodea y que nos condiciona. Más bien, me gusta entender
mi devenir como un camino interesante durante el cual marcar el ritmo
y recorrer las diferentes etapas de que consta el trayecto
disfrutando a cada momento de los múltiples paisajes que se ofrecen
ante mí, consciente de que estos se repiten tanto en nuestro caminar
como en el de nuestros iguales.