Capítulo 11
Pocas cosas en mi vida
podrían ser descritas con tanto lujo de detalles como aquella
sonrisa perfecta. Un cúmulo de matices e imperfecciones capaz de
conformar el mayor paradigma posible de la belleza, la perfección.
Tópicos aparte, cada
instante con ella suponía un aluvión de emociones que invadían mis
pensamientos hasta apoderarse de todo resquicio de duda o
negatividad. Sé que en ocasiones se alude a la utopía, la
ingenuidad fruto del amor o la ilusión del principio, pero me
enorgullece poder decir que más allá de lo que pasase mañana, por
destructivo que pudiera resultar, jamás podría desprenderme de
esto. En tan sólo unos meses mi vida había pasado de convertirse en
un reto diario por sobrevivir y alcanzar mi tan ansiada mediocridad,
a una felicidad extrema ante la cual la única lucha posible es la de
mantener los pies en la tierra y evitar desprenderme de una
mediocridad casi olvidada.
Pensé que el tiempo se
apoderaría de nuestra relación, que la ilusión inicial se
desvanecería, incluso llegué a temer que haber logrado mi objetivo
pudiera condicionar mi pasión. Meses más tarde, seguía
emocionándome al recordar nuestro primer beso, los vellos aún se
erizaban al visionar lo ocurrido. Y lo que es más importante, el
pasado, lejos de ser un retal melancólico que me alejara de mi
presente, se erguía en los cimientos de una realidad cada vez más
prometedora.
Todos mis días contaban
con un primer beso, una primera caricia, un primer abrazo y una
primera sonrisa. De hecho, raro era el día que no contaba con
múltiples primeros besos.
Sin embargo, la felicidad
sentimental acabó atrayendo una inevitable bajada de mi rendimiento
académico, fruto de la compartimentación de mi cerebro, donde mi
relación ocupaba una superficie exponencialmente mayor.
Afortunadamente, una de las máximas de la vida se cumplió sin
excepciones y el hecho de estar contento y a gusto conmigo mismo vino
a suplir dichas carencias, logrando una eficacia sin igual,
optimizando el tiempo empleado para mis tareas al máximo con el fin
de dedicar el mayor tiempo posible a ella, mi musa, mi otro yo.
En casa,
desgraciadamente, no siempre entendieron las cosas como yo. A pesar
de que mis esfuerzos por mantener mis resultados daban poco a poco
sus frutos, mis padres mostraban una preocupación notoria sobre mi,
en palabras de mi madre, obsesión por esa chica.
Quiero pensar, que aparte
de luchar por el bienestar presente y futuro de su hijo, en el fondo
no podían dejar de verme como ese chico desprotegido y condicionado,
incapaz de realizar una vida normal e independiente. Por mi parte, la
lectura era completamente opuesta. Encontrar a una persona tan
increíble y enamorada de mi, suponía el broche de oro a mi
integración social y me doctoraba en mi nueva vida, aquella en la
que luchar exclusivamente por ser uno más. Un joven preocupado por
sus estudios y sus amores, no precisamente en ese orden. Lo tenía.
Tenía unos estudios que me interesaban mucho más de lo que podría
haber pensado inicialmente y contaba con el apoyo y la compañía de
alguien capaz de relegar ese interés a un distanciado pero meritorio
segundo plano.
Tan sólo existía un
“pero” en nuestra idílica relación. Seguía manteniendo un tabú
que no me atrevía a tratar con franqueza. Ambos sabíamos que yo no
era como los demás, pero en el fondo nunca habíamos hablado de
ello. Probablemente por miedo a que ella pudiera asustarse o, en su
caso, por evitarme un mal rato o generar cualquier tipo de
malentendido que me alejara de ella. Era muy bonito sentir cómo ella
se volcaba en mi sin miedos ni celos. Me hacía sentir la persona más
afortunada del mundo, aunque al final siempre acabara apareciendo esa
nimiedad que lo estropeaba. En mis adentros era consciente de que
algún día tendría que armarme de valor y abrirle la última de mis
puertas. Pero, sinceramente, aún no me sentía lo suficientemente
seguro de mi mismo ni de nuestra relación como para acometer tan
temible tarea. Y eso me entristecía. Por muy oculto que quedara tras
toneladas de indudable felicidad, lograba asomar su presencia.
Como suele ocurrir, las
mejores cosas de esta vida, ocurren casi sin querer.
Una mañana más, en mi
paseo hacia el instituto, me encontré con ella a mitad de camino
para disfrutar de los últimos momentos del trayecto junto a ella y
deleitarnos con nuestro tradicional café de la esquina. Lejos
quedaban ya aquellas aventuras estresantes y complicadas con las que
alcanzar la esquiva puerta del centro. Aprovechando aquellos
infinitos momentos de alegría, nuestra conversación giró en torno
a uno de esos temas que no pasan desapercibidos.
Dado que aquel
maravilloso e inolvidable beso había dado lugar a otros del mismo
calibre y los momentos junto a ella pasaron de ser bonitas
excepciones para convertirse en una placentera rutina, decidimos que
no tenía sentido seguir ocultando la evidencia. No más caricias
furtivas, no más imposturas mal fingidas, no más besos
encarcelados. Ya habían pasado varias semanas y la satisfacción
añadida a todo lo que se considera prohibido o desconocido ya
carecía de sentido.
Firmes en nuestro recién
definido acuerdo, coincidencias del destino, durante unas jornadas
deportivas organizadas por el instituto en el que compartíamos
equipo de voleibol, no pude evitar ajustar cuentas pendientes con mi
pasado y reaccionar ante su acercamiento sonriente. Esta vez sí,
esta vez la besaría y no dejaría pasar la oportunidad de compartir
con ella mi deseo y mi admiración. Lo ocurrido con Sandra justo
antes de iniciarse mi particular calvario no podía repetirse y pensé
que no había mejor manera de cerrar esa etapa que cambiando las
tornas de mi actitud frente a un instante peligrosamente parecido.
Inmerso en tales
discusiones internas, Miriam pareció leer como
tantas otras veces mis pensamientos y me guiñó cómplice uno de sus
maravillosos ojos, indicando con ello su aprobación de lo que fuera
estaba tramando en silencio.
Cual
sensible robot, obedecí firme a su llamada y me dirigí a ella hasta
alcanzar glorioso la comisura de sus labios. Mis brazos se adherían
convencidos alrededor de los suyos, motivados por la euforia
reinante.
Sin
embargo, lo que para nosotros suponía una liberación definitiva,
entre nuestros compañeros generó reacciones muy diversas. Y lo que
es peor, ante los alumnos de otras clases, una sorpresa mayúscula.
Nadie en el instituto era ajeno a los rumores que se oían acerca de
nuestra relación pero, imagino que debido a lo que ella representaba
dentro del escalafón de las niñas del “insti” y mis especiales
circunstancias, nunca habían llegado a establecerse como una de las
comidillas oficiales del mini pueblo en el que estudiábamos.
Por
todo ello, ese beso y posterior derroche de cariño, no pudo sino
desatar lo peor de cada uno, hasta descubrirnos lo cruel que podemos
llegar a ser en ocasiones. Las risillas nerviosas dieron
progresivamente lugar a carcajadas sarcásticas hasta que, en pocos
minutos, la presión ejercida sobre nosotros desde todos los ángulos
posibles era atroz, insoportable. La tensión fluía en torno a
nuestro improvisado partido y no era precisamente el fin deportivo lo
que motivaba tal ambiente. La competitividad, en este caso social, se
apoderó de aquellos considerados como líderes de la manada y sus
reacciones no se hicieron esperar. Las niñas que ostentaban el cetro
de las más guapas se dirigían a ella como si su relación conmigo
les confirmase su condición de fracasada. Mi beso se había
convertido en su sentencia definitiva y en la excusa perfecta para
desprestigiar a quien todas consideraban como una auténtica rival.
Por
su parte, los niños, fieles a nuestra propia idiosincrasia, se
decantaban más bien por la sorna y las bromas de mal gusto para
ensalzarme al pódium de los héroes, desde el cual emplear la ironía
para arrojarme al vacío.
Si
fuese el único afectado en esta situación, he de reconocer que no
me hubiese alterado lo más mínimo, dado que una de las cosas para
las cuales me habían preparado con más ahínco en mi casa, era para
la posible burla fácil de mis compañeros. Y no puedo engañar a
nadie, cuando has pasado por tanto, cuanto menos aprendes a
relativizar ciertas estupideces. Pero no. No estaba sólo en esto. Y
era la primera vez en que no acompañaba esa frase con un rotundo
“afortunadamente”. Todo ese entorno hostil despertó los peores
fantasmas de mi cabeza, destapando mi principal duda acerca de
nuestra relación: mi problema, mi maldito problema.
Avergonzado
y algo incómodo, me derrumbé y me dejé llevar por el infante que
puebla en cada uno de nosotros, abandonando la escena con el firme
convencimiento de que eso acallaría las voces y alejaría a Miriam
del tornado que se acababa de generar. Nada más lejos de la
realidad. Como no podía ser de otro modo, aquello no hizo sino
incentivar a los aburridos alumnos, hasta alcanzar al unísono toda
una serie de cánticos hirientes hacia mi persona. Enfurecido y
devastado, me dispuse a recoger mis pertenencias antes de retomar el
camino de vuelta, huyendo más de mí mismo que de los presentes.
Preocupada,
Miriam seguía mis pasos a escasa distancia, deseando alcanzarme para
aclarar las cosas. Su estela no sólo no me ayudaba, sino que ejercía
sobre mí una presión añadida difícil de afrontar. Era uno de esos
momentos en los que la soledad parece erigirse en la única compañía
posible. Todo esto era nuevo para mí y era consciente de que me
estaba viendo superado por las circunstancias. Conforme más se
acercaba el sonido de sus pasos, mayor era la energía con que
aceleraba mi huida.
Recorrimos
así casi todo el instituto hasta alcanzar por fin nuestro aula.
Acorralado y sin ideas, la desesperación se hizo cargo de la
situación reaccionando ante Miriam como si fuera ella la culpable de
aquel desaguisado. Sin éxito, intenté persuadirla para que me
dejara sólo y simplemente se olvidara de lo ocurrido.
- Miriam, déjame en paz. Como verás, no es un buen momento.
- Ven aquí.
- ¡No!
- Vamos a ver, ¿se puede saber que mosca te ha picado? ¿Me he perdido algo? ¿En serio vas a dejar que esta panda de gilipollas te amarguen la fiesta? No te ofendas, pero me niego a creer que el chico duro y luchador del que me enamoré vaya a derrumbarse ante cuatro “graciosillos” de poca monta.
- Tú no lo entiendes, Miriam. Es mucho más complicado que todo eso.
- Bien, sorpréndeme. Aquí me tienes. Deléitame con esa aparente complejidad que se permite el lujo de alejarme de la persona a la que más quiero en esta vida.
- Miriam. Por favor, ya me conoces.
- ¡Ni Miriam ni hostias! Tú también me conoces a mí y sabes que todos los payasos que están gritando ahí fuera me importan un bledo. Sólo estoy aquí por ti, porque jamás te había visto tan agobiado. Ni cuando recibías un aviso del director tras otro por tus reincidentes retrasos. Así que creo que merezco una explicación. Y no se te ocurra repetir eso de que es complicado. No me gusta ver como mi novio me huye por todo el instituto como si fuese la portadora de algún mal contagioso. Hasta donde yo sé, no he hecho nada que te haya podido molestar, ¿o sí?
Hundido
y sin salida, no pude sino respirar hondo y pedirle que se sentara,
pasando por alto uno de los momentos más especiales con que me había
encontrado en todo el día. La emoción del momento le había llevado
a referirse a mi como su novio. Un placer para mis oídos, un punto
de inflexión en nuestra relación que me veía obligado a obviar
ante lo delicado de nuestra conversación.
- Está bien, si eso es lo que quieres, creo que tienes toda la razón. Te mereces una explicación.
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