Capítulo 3
Al
fin sólo. Me encantan estos ratos de risas con el sinvergüenza de
mi hermano, pero después de un día tan largo, necesito enormemente
este momento de tranquila soledad. Lo que son las cosas, quién me
iba a decir a mí hace unos años que me alegraría este silencio.
Con la de noches que pasé desesperado, sin nada que hacer. Noches
repletas de pensamientos vacíos. Tan sólo mi pequeña linterna, la
luz parpadeante de mi despertador digital y los coches noctámbulos
bajo mi ventana. No sabría decir el número exacto de estas noches
de insomnio, pero desde luego fueron muchas más de las que me
hubiese gustado contar.
Horas
y más horas de angustia contenida, lágrimas encerradas tras el
dique de mi orgullo. Demasiadas emociones para un “niñato” de mi
edad. Ahora recuerdo la pseudo madurez con que pretendía afrontar
tantas noticias y sesiones. Resulta incluso irrisorio lo convencido
que estaba de mi entereza, de mi avanzada edad. No podía estar más
equivocado. Sólo era un chaval obligado a renunciar a mis
pensamientos y decisiones de un niño de quince años, preocupado por
el fallo en el último partido de fútbol, el dificilísimo examen de
mates o el mensaje ambiguo e irritante de mi supuesta mejor amiga. En
fin, lo típico a esa edad. En vez de eso, me tenía que sentar
incómodo en el diván de mi psicólogo particular, para contarle
cada ínfimo detalle de mis últimas cuarenta y ocho horas, o más
bien fingir mi ansiada normalidad a través de los detalles
observados en mis compañeros. Cuando lo que realmente me apetecía
decirle, era que no podía pensar en nada más que sus estúpidas
sesiones, sus jodidas terapias y sus insoportables ejercicios. Odiaba
cada segundo que pasaba allí, cada rutinaria pregunta, cada uno se
sus inútiles esfuerzos por convencerme del sencillo origen de mi
desgracia y mis preocupaciones.
¡No!
Soñar contigo no era sinónimo de apertura. No. Sufrir ataques de
ansiedad en mitad de una clase no era ninguna muestra de avance. No.
Verme cada vez más aislado, más alejado de mis amigos, no podía
ser el resultado de mi inevitable salto de madurez. No.
La
única razón de mis interminables minutos frente a la fría ventana
de mi dormitorio, mis innumerables juegos imaginarios para distraer
mi caótico cerebro, mis cambios desorbitados de ánimo y mi
incipiente estrés infantil, no eran más que el resultado de aquel
perverso descubrimiento. Un anuncio directo y conciso. Sencillo en su
forma, pero increíblemente complejo en su fondo.
Siempre
se habla de traumas como aquellos recuerdos que se anclan firmemente
en nuestro cerebro, invadiendo cada milímetro de nuestro ser. Una
imagen que representa miles, millones de sensaciones incontrolables,
dispuestas a distorsionar nuestra realidad cada vez que le place. Un
momento, una vida.
Mi
caso resultó ser algo diferente, no surgió como un hecho puntual
destinado a contagiar el resto de mi existencia, sino que el hecho en
sí no significaba sino el anuncio de lo que estaba por llegar, un
sórdido anticipo de un desastre mucho mayor. Las lapidarias palabras
que sentencian toda una historia, la mía. Quince años son pocos,
sí, pero los considero despreciables frente a una noticia de tal
magnitud. No deseo a nadie que tenga que pasar por esto, y mucho
menos a tan temprana edad. Evidentemente, sólo el tiempo te enseña
a valorar que los hay que ni siquiera llegan a poder asimilarlo, a
entender la otra cara de la moneda, a apreciar lo afortunado de su
descubrimiento, a disfrutar de lo vivido de cara a lo que queda por
vivir. Suena obvio, pero no es hasta que se experimenta algo así,
que no aprendemos a dar gracias. Gracias por estar aquí. Gracias por
tener a esos pesados chiquillos en los que se convirtieron tus
amigos, gracias por poder aborrecer cada instante en familia, gracias
por esas noches de tremenda soledad, en las cuales gozar de la mejor
de las compañías posibles, la tuya. No sólo es momento de valorar
lo realmente importante frente a las banalidades que nos rodean día
a día. Esos sinsentidos que se empeñan en copar cada neurona de
nuestra alocada cabecita. No. Se trata de mirar al futuro con la
frente bien alta, con la humildad de quien reconoce sus errores
pasados y el orgullo de quien se esfuerza por exprimir cada resquicio
de presente.
No
es que ahora me equivoque menos, no es que ahora haya encontrado por
fin la felicidad absoluta, es simplemente que he aprendido a
buscarla, incluso en los errores.
No
calificaría de error precisamente aquella fiebre alta que me llevó
directamente a la cama en aquella mañana de lunes. Es de esos
momentos que parece que pudieras vivir infinitas veces, con todo lujo
de detalles, como si nunca fuese tan real como la siguiente.
Estaba
en clase de educación física, cuando Sandra se acercó preocupada a
mí. Sus delicados ojos verdes se postraban ante mí con un ligero
velo de lágrimas que convertía su belleza en un fulgor
resplandeciente de ilusión. Su cariacontecida expresión me impactó
más que el hecho de verme allí sobre el patio de mi colegio, sin
fuerzas, derrotado, carente de toda intención por continuar el
presente partido de fútbol en que resultaba hasta el momento
perdedor. Hubiese rezado durante días por poder captar la atención
de Sandra como lo hice. Sin embargo, ni su perfecta sonrisa ni sus
divertidos rizos al viento, parecían retirarme del abismo en el que
mi mañana parecía sumirse. Todo a mi alrededor se tornaba en
desagradables muestras de un penoso día. El banco que tanto ansiaba
parecía alejarse con paso firme y decidido, el calor sofocante que
evidenciaba mi sudada camiseta se tornaba en un profundo frío que
recorría irreverente los rincones más recónditos de mi adolescente
cuerpo, incluso las sonrosadas mejillas de mi amada Sandra se iban
desprendiendo de su inexplicable encanto. Pocos segundos después, la
realidad que hasta ahora había considerado como única y coherente,
parecía desvanecerse ante los retales histriónicos de una odisea
mental que no lograda analizar. Los colores se entremezclaban con
sueños extraños y espeluznantes, protagonistas de un entorno tan
inestable como dinámico. Lo siguiente que recuerdo es un mareo como
nunca había tenido y lo que, según me contaron, dio lugar a mi
primer gran desmayo.
Cuando
abrí los ojos, mi vida había cambiado por completo. No sabía dónde
estaba, cómo había llegado hasta allí, ni por qué todos vestían
esas inmaculadas batas de hospital, pero de lo que estaba
completamente seguro es de que estaba ante un verdadero punto de
inflexión en mi vida. No podría explicarlo, sólo es algo que
sientes. No importa la pseudo-normalidad que todos se empeñan en
transmitirte, las sonrisas forzadas que invaden tu habitación, las
múltiples e hipócritas visitas repletas de pena y simpatía a
partes iguales. Las caras eran las mismas de siempre, pero cubiertas
por una nueva y desconocida fachada. En el fondo, todo me recordaba
peligrosamente a aquellos momentos de distorsión y caos que
precedieron a mi desvanecimiento repentino. Una realidad diferente,
rara, convulsa, pero tremendamente familiar.
Tras
varias semanas hospitalizado, convertido en un simple ratoncillo de
laboratorio ante el desconcierto de mis médicos, las exigencias
económicas del centro y la creciente demanda de espacio, acabaron
conmigo en lo que en otros tiempos consideraba mi hogar. Las mismas
sábanas, los mismos juguetes, cada muesca en el marco de mi puerta,
los mismos muelles rotos, ese olor tan peculiar a, simplemente, casa.
Un sin fin de recuerdos que sólo hacían acrecentar aún más mi
desconexión. Todo me parecía lejano, desprovisto de todo cariño,
todo calor. Por el contrario, ese recalcitrante conjunto de imágenes
no representaba alegría ni tranquilidad alguna, no había seguridad
en ellas. Mi existencia deambulaba entre las repetitivas calles del
mayor de los laberintos. Sin rumbo, sin objetivos, sin el menor
interés.
Mentiría
si dijera que las semanas siguientes fueron asentando toda esta
inestabilidad. Ni el tiempo ni los esfuerzos realizados por mi
entorno, lograban reordenar las piezas de este desastroso puzzle en
que parecía haberse convertido mi cabeza. La tremenda preocupación
de mi madre no podía ser disimulada con una simple mueca de su boca,
la ausencia de humor en mi padre evidenciaba mucho más que un
fingido cansancio repentino y el desconcierto reflejado en los
sorprendidos ojos de mi pequeño hermano no pasaban desapercibidos
para nadie, y menos para mí. Pero, desgraciadamente, estas
preocupantes señales se diluían en mis agotados pensamientos como
simples e ínfimas partes de un todo inabarcable, inmenso.
Las
semanas se sucedían obedientes e introvertidas, cual temida línea
de procesionarias en su decidido camino entre pino y pino. Una serie
indeterminada de días, horas, minutos, segundos, meses. En
definitiva, muestras de una pesada carga teñida de rutinaria
normalidad.
Interminables
jornadas caseras, rodeado de una extraña nebulosa a la que todos se
referían como mi nueva realidad y que, por el contrario, sólo
parecía hacer honor a su nombre en aquellas desagradables visitas al
diván. Por su parte, el mundo se mostraba ante mí convencido de que
la mejor manera de afrontar este revés era obviarlo, en lo que
supongo se derramaba a espuertas la inmensa fe depositada en el
profesional habilitado y recomendado para tal fin. Conversaciones
donde el sonido no hacía sino luchar por enmascarar las dolorosas
palabras que vociferaban sus silencios.
No
fue hasta aquel ansiado veinte de abril que la tortilla no completó
su lenta y trabajada rotación. Un vuelco radical en lo que
peligrosamente comenzaba a considerar mi vida. Un nuevo punto de
inflexión, un nuevo fin en mi vida capaz de generar mi verdadero
principio. Otra de esas experiencias inolvidables que, sin duda,
decorarían divertidas el mural de fotos de mi existencia.