Capítulo 2
De
no ser por lo común de estos delirios momentáneos, me preocuparía
descubrirme inmerso en tales recuerdos, más allá de los inútiles
esfuerzos ejercidos por mi profesor por mantener mi atención al
máximo nivel.
Desde
hace años, mi psicólogo se había empeñado en explicarme como
terapia de defensa ante mis momentos de bajón, que recurriera a
aquellos recuerdos e imágenes que me evocaran sentimientos de
alegría y satisfacción.
Por
supuesto, asistir resignado a mi enésima reprimenda del director,
tras un nuevo retraso en mi horario de llegada, no es precisamente lo
que calificaría como una mañana perfecta. Tan sólo llevo dos
semanas en mi nuevo reto docente y ya me siento en el despacho del
mandamás como en mi propia casa. Desde luego, tantas incidencias y
castigos no contribuyen a mi inserción social en un grupo tan
numeroso como opaco.
Desde
mi entrada en el aula el pasado lunes, todos mis compañeros han
sabido sobreponerse a mi presencia con sorprendente pasividad. En
ocasiones he llegado a maldecir mi suerte por no verme capaz de
utilizar mi recién descubierto superpoder de la invisibilidad, en
beneficio propio. Catorce compañeros y doce compañeras que, lejos
de interesarse por el nuevo, continúan con sus respectivas rutinas
sin siquiera saludarme en lo que, personalmente, considero mi propia
hora de llegada.
Resulta
paradójico que sea yo quien se queje de la aparente ceguera de
quienes me rodean, pero desgraciadamente no encuentro el camino hacia
sus respectivas circunstancias vitales, un sendero apacible hacia lo
que me gustaría que fuera una relación de grupo normal. A lo largo
de toda mi vida, las irregularidades sociales me han acompañado como
al que más, aunque lo ocurrido en estos quince días de clase, no
tiene parangón.
Reconozco
que mi llegada tardía derivó en una entrada torcida en el
colectivo, ya que los propios profesores recibieron mi osadía como
una muestra hiriente de insultante prepotencia, una conducta rebelde
que debía ser frenada de manera implacable frente al resto de los
alumnos.
No
resultó nada fácil convencer a mi hermano de que no necesitaba
ayuda ni protección alguna frente a lo que considerábamos una
injusticia importante. De hecho, este acontecimiento volvió a
reabrir un concurrido debate familiar acerca de la idoneidad de mi
reincorporación al sistema escolar. Mi padre, como solía hacer
siempre, se posicionaba de mi lado, recurriendo al humor para
despojar de hierro al asunto y recuperar su estado natural de
bienestar. Por el contrario, mi madre asumía su rol protector,
preocupada por todo aquello que pudiera llegar a representar el más
mínimo inconveniente o amenaza en la idílica vida de su pequeño,
por más que yo me reivindicara como un adulto de más de 25 años.
Parece inevitable que una madre, independientemente de su edad, la de
sus hijos y el estado civil en que se encuentren, actúe como la
hembra responsable en que un día se convirtió, cuestionando cada
decisión aparentemente arriesgada que pudiéramos tomar, así como
confirmar a cada momento nuestro correcto equilibrio nutricional o la
apropiada elección de ropa de abrigo (incluso en verano). Una madre,
madre es. Y la mía no va a ser la excepción.
Hasta
aquí todo parece seguir un guión de lo más coherente, de no ser
por la inesperada reacción de mi hermano pequeño, quien tiende a
erigirse en mi segunda madre, mi hermano mayor, cada vez que la
conversación se tiñe de drama. Entiendo que le duela cualquier
amago de ofensa sobre un miembro de su familia, especialmente desde
que asimiló que mi caso era especial. Imagino que en ello tendrán
algo que ver mis padres, que puede que, sin querer, lo hayan
condicionado en algún modo con tanta preocupación. En el fondo no
les culpo, por más que me puedan molestar esas muestras evidentes de
desconfianza hacia mi persona, por más que me duela recordar que ni
soy, ni puedo comportarme como uno más. Sin embargo, es parte de mi
idiosincrasia el luchar por mi independencia y libertad de decisión.
De no ser por ello, no estaría ahora donde estoy.
Acabada
la tertulia y posterior sobremesa familiar, me encierro en mi
dormitorio para analizar todo lo ocurrido hoy, destripar mis posibles
errores y pulir mi recorrido de cara a un éxito que necesito como
agua de mayo. Esta mañana el director había sido tajante: “un
retraso más y me veré obligado a expulsarle una semana del centro.
No me puedo permitir excepciones, más aún después de que usted
mismo sea quien me ha solicitado expresamente ser tratado como uno
más. Intento ponerme en su lugar y valoro su esfuerzo, pero como
comprenderá, no puedo mostrar un doble rasero frente a sus
compañeros”. Mis repetidas afirmaciones no eran ninguna impostura.
Soy perfectamente consciente del problema y el primer interesado en
solucionarlo. Lo importante ahora es definir mi estrategia para
hacerlo. Por enésima vez, memorizo los horarios de autobuses,
calculo los kilómetros exactos de trayecto y me cercioro de que no
existe alternativa alguna. Seguro de mi planteamiento, decido
madrugar aún más, pese a que ello suponga desayunar sólo en mi
casa y renunciar por completo a la ayuda que suelen ofrecerme mi
madre y mi hermano. Mi abuelo siempre me repetía aquello de que el
que algo quiere, algo le cuesta. Así que el hecho de dormir media
hora menos no debería suponer un obstáculo para mi ansiado
objetivo. Con cierto resquemor me dirijo hacia mi querido
despertador, dispuesto a adelantar la hora que dará comienzo a mi
nuevo día, cuando mi hermano hace acto de presencia en el cuarto.
- Oye, ¿qué tal? - me pregunta con cierto aire de preocupación reflejado en su cara.
- Aquí, viendo a ver a qué hora me levanto mañana.
- ¿No te habrá molestado algo de lo que te he dicho, no? Es que me he dado cuenta de que en cuanto has podido, te has desmarcado para encerrarte en tu cuarto.
- No te preocupes, ya sé que todo lo que me decís es por mi bien. Pero hay veces que me resulta demasiado repetitivo escuchar, una y otra vez, lo inútil que puedo llegar a ser. Yo no me veo como vosotros lo hacéis. Sé que soy especial, pero me niego a pensar que lo único que me queda es resignarme y aguantar. Lo siento, pero no. Ya me conoces.
- Y tanto que lo sé. Eres muy cabezón. Eso sí, puedes estar tranquilo, nosotros te queremos tal y cómo eres. Por más que nos duela ver cómo te empeñas en algo que te puede llegar a dañar. Cursiladas aparte, no pienso dejar que nadie se ría de ti o que el maldito director te trate como si no valieras nada.
- No. No te equivoques. No tengo ningún problema con el director. No olvides que fui yo el que le pidió que me tratara así. Ahí fuera, la única forma de sobrevivir es coger al toro por los cuernos, ya lo sabes. Lo malo es que no te voy a negar que, a veces, me cuesta mantenerme en mi posición.
- Me imagino. Sólo te lo voy a decir una vez, ¿vale? ¿Quieres venirte mañana conmigo para garantizar que llegas a tu hora? Creo que te vendría bien ganar algo de tiempo y que se relajen un poco los ánimos por el “insti”.
- Tienes razón, pero ya he decidido que voy a madrugar más, precisamente para evitar cualquier riesgo.
- Mira que eres, ¡eh! Como quieras. Si lo que quieres es poner las calles, bien. Pero, ¿por qué no me dejas, al menos, que te acompañe? Así podré ayudarte en un caso extremo.
- Te lo agradezco, de verdad. Pero en eso he de mantenerme firme. Voy a llegar puntual y, además, voy a hacerlo sólo. No porque no quiera que vengas, que me encantaría, sino por demostrarme que soy capaz. Lo necesito. Aún así, valoro mucho todo lo que estás haciendo por mí. No sé si podré devolvértelo algún día, pero gracias.
- No me seas “nenaza”. ¿Para qué estamos los hermanos pequeños? Ya me cansé de hacer el papel del hermano “tocapelotas”. Ahora prefiero ser el hermano confidente. Jaja. Por cierto, ahora que estamos solos. ¿Me ha parecido ver hoy en tu clase un “pivón”? No estarás haciendo todo esto para ganártela, ¿no? - momento en el cual su rostro abandona su versión más preocupada y maternal para tornarse en socarrona y desenfadada, propia del hermano pequeño que es.
- Jajaja. ¡Qué tonto eres! No sé de quién me hablas. Te recuerdo que hasta ahora, las únicas personas que conozco en el instituto, son nuestro querido director y su simpática secretaria. La cual, por cierto, me gustaría señalar antes de que me digas nada, que tiene la edad de mamá. ¡Que ya te veía venir! - confío en que haya logrado disimular la vergüenza que mis mejillas se empeñan en revelar.
- Lo que tu digas, pero la niña esa es como para que hagas un esfuerzo. Y si no, fíjate mañana y me dices. Jajaja. Bueno, te dejo que voy a hablar con Rocío. Me toca cumplir o seré yo mañana el que tenga problemas.
- Valiente calzonazos estás hecho. ¡Anda sí! Mejor será que te largues. Jajaja. Buenas noches.
- Buenas noches. - responde ofreciéndome como despedida un sentido y cálido abrazo, al cual correspondo orgulloso.