11. Revestimientos
y acabados
¿Qué
debo pensar cuando dedico a trabajar más de doce horas diarias y
encima me quejo porque no me da tiempo a comprar las cosas necesarias
para seguir trabajando en las labores de casa? ¿Debería
preocuparme? Lo sé. Son preguntas retóricas así que agradeceré el
silencio.
Lo
único que se te ocurre en las citadas circunstancias es optimizar
tus trayectos en busca de supermercados y tiendas que no supongan un
desvío excesivo de la ruta original.
Salir
un poco antes para llegar un poco más tarde. No sé, como que no lo
acabo de ver. Si antes no era capaz de cumplir mis horarios, esta
nueva iniciativa no puede sino empeorar la situación. Eso sin
olvidar el riesgo de recaer en el patinaje artístico sobre
motocicleta, romper la cadena de frío de algún alimento u olvidar
toda la compra en alguna de mis etapas intermedias, para descubrir al
día siguiente los misterios de la caducidad prematura. En
definitiva, si quiero poder comprar, deberé recurrir al método
tradicional, a esa solución inspirada siglos atrás; y no, no me
refiero al remedio típico de abuela. No.
Me
refiero a la carta, la carta a los Reyes Magos.
Retomo
la cordura tras ocho revitalizantes horas de sueño. Afortunadamente
no es la cordura lo único que recupero a lo largo de la mañana.
Comienzo la semana con un plus
de adrenalina al recapacitar sobre lo que está por llegar. Un mes de
gran intensidad. Un mes en el que no voy a poder ni añorar la
sensación producida al percatarme de mis carencias en la despensa.
Treinta días de comida preparada, ojeras, ausencias, molestias de
cabeza (no me puedo ni permitir que lleguen a dolor), estrés,
soledad, cansancio e ilusión.
Porque
no me malinterpreten, soy consciente de mi voluntariedad en este
sufrimiento. Sé que está ahí, pero también sé que merecerá la
pena, porque se trata de hacer buena arquitectura. Progresar a nivel
personal y profesional. Dar un paso al frente, enfrentarme a mis
dudas, mis miedos, mi holgazanería, mi espíritu inquieto y crítico.
Me alzo para acabar con su influencia sobre mis actos y decisiones.
No puedo culpar a nadie de mi situación. De hecho, no debería ni
usar esa palabra para referirme a la oportunidad que se me brinda.
Estoy donde quiero, cuando quiero y con quienes quiero. El resto,
pamplinas derivadas del cansancio acumulado.
Este
mes, probablemente será uno de los pocos que recordaré en un
tiempo. Y no por lo mal que lo pasé, sino por lo mismo que recuerdo
ahora los tres anteriores, porque me han permitido volver a creer en
la arquitectura, en mí y en la posibilidad de que esto cambie. En
tres meses he pasado de mendigar una beca en cualquier rincón
extranjero, a fortalecer mis idiomas para hacerme más competitivo en
mi país. De rehuir de mis raíces, a luchar por lo que quede de
ellas. De rendirme y escapar, a creer en que siempre queda una última
oportunidad en la que confiar.
Esto
no significa que haya desechado la idea de abandonar el país para
abrir mi mente y conocer mundos y personas tan diferentes como
interesantes, capaces de enriquecer mi propia percepción de la vida.
No. Más bien, me ha dado el sustento necesario para encontrar mi
espacio aquí y preparar desde él mi colaboración con otros
profesionales en las mismas circunstancias que yo, sea donde sea que
tengan su residencia.
Ser
un ciudadano del mundo tiene un peligro oculto, no ser de ningún
sitio. Ahora sé que quiero ser de aquí para viajar por el mundo.
Con
el citado cansancio acumulado pero convencido del acierto que ha
supuesto la decisión de embarcarme en esta aventura, recibo a mis
compañeros en nuestro bar. Aparecen uno a uno, empezando por mi
mentor, después el anfitrión y por último se espera la inminente
llegada de nuestro eficaz intermediario, tanto con su propio equipo
como con el de ingenieros. Entre bromas y silencios, pregunto por el
ausente, para saber si viene o no. Si mejor lo esperamos en el
estudio o para el café. La respuesta me deja algo perplejo. Con gran
ambigüedad me anuncian su llegada, aunque con ciertas reservas
acerca de lo que ello puede suponer. Me escama el misterio que
ocultan sus palabras. No quiero insistir dado que contamos con la
presencia de otros clientes y amigos. Me limito a sonreír y esperar.
Veinte
minutos después, se confirman mis peores augurios. Parece que la
carta a los Reyes ha surtido efecto. Nuestro compañero no viene a
trabajar, sino a hablar con nosotros. Sereno nos presenta su
discurso, sin duda, muy meditado. Evidencia preocupación y tristeza.
Nos define un panorama atroz. Un cúmulo de circunstancias que le
obligan a decidir entre el concurso y un proyecto que le ha sido
encargado a su estudio.
El
problema principal reside en la simultaneidad entre ambos trabajos.
Este último, además, se trata de una oportunidad más real y con
aires de compromiso. No puede rechazarlo ni derivar parte de sus
recursos para continuar con nosotros. Muy a su pesar, debe retirarse.
Nos anima a continuar y siente el desenlace, pero nos asegura que no
tiene otra opción.
Conociéndolo
como lo conocemos, no necesita darnos ninguna explicación para que
le apoyemos en su decisión. Sabemos que el más afectado es él.
Sólo nos queda aceptarlo y actuar en consecuencia. Ahora la pelota
está sobre nuestro tejado. Reinventarnos sin él, o unirnos a su
causa.
La
deliberación ocupa escasos minutos. De hecho, para ser sincero,
diría que ya desde el momento en que le vi entrar afligido al local,
supe mi postura ante tal dilema. Sin necesidad de pronunciar sonido
alguno, nuestras miradas se entrecruzan y entienden automáticamente.
El
silencio se apodera de la mesa.
Un
instante más tarde, desciende la tensión, de nuevo con las
disculpas del pionero. Nos recalca la posibilidad de prescindir de él
sin que ello modifique la dinámica del grupo. Pero, todos sabemos,
que su acción ha sido el detonante de una explosión provocada ya
hace semanas.
El
ritmo no era el adecuado. El proyecto no acababa de arrancar con la
fluidez deseada. La magnitud del ámbito era tal, que incluso con
todos los integrantes al 100%, nos costaría alcanzar el objetivo.
Eso sin mencionar, que las ausencias obligadas por nuestra parte,
eran cada vez más frecuentes e inevitables.
Nuestro
anfitrión se debatía entre sus clientes y nosotros. Mis fuerzas
llevaban semanas al borde del abismo. Es decir, este último
contratiempo suponía trasladar toda la responsabilidad hacia el
culpable de que estuviésemos aquí. La persona que nos apuntó y nos
convocó para que participáramos junto a él. Nuestro director de
equipo. Era un mal modo de recompensarle por ello.
Así
que, con la misma naturalidad con la que habíamos afrontado estos
tres meses de reuniones y diseño, se cerraba la puerta del estudio.
Se
acabó.
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Las sensaciones se confunden en mi cabeza. Pese a la tristeza y rabia que me consumen por el fracaso, debo reconocer una alegría oculta y amarga por la finalización de esta situación. El concurso era una grandísima oportunidad, pero el precio también empezaba a resultar alto.
Imagino
que todos compartían tan agridulce momento, derrotados pero
aliviados al mismo tiempo.
Sin
embargo, como parte de la terapia de grupo, nos centramos en destacar
el lado positivo de este varapalo. Hemos disfrutado lo acontecido.
Abandonamos, sí, pero en un momento clave, justo antes del verdadero
sprint.
Hasta ahora hemos mantenido una frecuencia casi agradable y el
desarrollo actual de la propuesta está aún en una fase muy
precaria. Lo cual nos libera de parte de la pena asociada al trabajo
desperdiciado.
Una
cosa está clara: siempre podremos ver esta experiencia como un
máster intensivo y express
sobre urbanismo. Un curso magistral sobre nuestra propia ciudad. Esta
visión, una vez más sintetizada por el precursor del abandono,
resume perfectamente el sentir general en el equipo.
Y
así, sin más, es como despedimos la reunión, el concurso, este
equipo, este grupo de amigos trabajando juntos: entre risas y
planteamientos futuros de cara a conservar, bajo el unánime y firme
compromiso establecido, un núcleo de trabajo que hemos demostrado
compatible y prometedor.
Continuará...
(Parte 13/14)
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