Capítulo 0
- Buenos días, ¿estás bien? Tienes mala cara.
- Buenos días. Sí, aunque no he conseguido dormir nada esta noche. He tenido, de nuevo, ese sueño tan peculiar.
- ¿Otra vez? Ya está bien. Déjate ya de tonterías y olvida ese tema. Además, deberías darte prisa o llegarás tarde.
Quizás
tenga razón, debería olvidarme de estos sueños absurdos. Sin
embargo, cada vez me parece más real todo lo ocurrido. No sé, puede
que me esté volviendo loco. Desde luego, lo único seguro es que
tengo todas las papeletas para llegar tarde y con ello arriesgarme a
un nuevo castigo. Mejor será que me vaya.
Decidido,
cojo mi mochila, una vez revisada, y me dispongo a abandonar la casa.
Los mismos cinco pasos de siempre. De no ser por la oscuridad que me
rodea y la inestimable aportación de mi familia, este trayecto sería
tan sólo un ejemplo más de mi lamentable rutina. Logro esquivar los
múltiples obstáculos que invaden el pasillo. No entiendo cómo se
puede llegar a generar tanto caos. Entre tanta pregunta sin
respuesta, la escalera se muestra ante mí tan peligrosa y
traicionera como de costumbre. Sólo la cálida presencia de mi
anciana vecina, logra amenizar este mal trago. Cada mañana se asoma
a la puerta para darme los buenos días, perfumada con su
característica esencia de rosas, que tanto me gusta.
Ocho
tramos más tarde, alcanzo victorioso el portal, donde nuestro amable
portero me recibe tan agradable y escueto como
siempre. No necesito oírle para saber que su noche no ha sido
menos ajetreada que la mía; de hecho, no dudo que su mañana debe
estar siendo bastante peor, a juzgar por su alcohólico hedor.
Con
el ruido del mecanismo de apertura de la puerta, abandono mi casa en
todos los sentidos. Dejo atrás la seguridad que me proporciona el
hogar, estático y tranquilo. El umbral de la puerta da paso a la
jungla. Un universo de prisas, voces, mal olor y miedo. Por más
veces que recorra este mismo trayecto, cada mañana parece tratarse
de una nueva ciudad, una nueva avenida. Sólo los excrementos de
perro y los restos de orín del pasado botellón, me confirman mi
ubicación exacta. A escasos cincuenta pasos del quiosco de mi
vecino, los vehículos fluyen endiablados, inconscientes. Ansiosos
por alcanzar un objetivo que odian con todas sus fuerzas. Mi candidez
me impide entender sus complejos comportamientos.
Resignado,
espero con calma el cambio del semáforo. Pese a sentirme arropado
por multitud de conciudadanos en este acto tan social, nadie parece
recaer en mi presencia, ni en la de ningún otro. Las únicas voces
que rompen el incómodo silencio, más allá del atronador ruido de
fondo, son las pocas llamadas tempranas que acompañan a algunos en
nuestro trayecto. Por suerte, me entretengo con la histriónica
música que nos señala el verde. No sé muy bien por qué, pero debo
de ser de las pocas personas en esta ciudad que se alegra al oír sus
repetitivas notas. Sea como fuere, logra dibujar una leve sonrisa en
mi cara.
Al
otro lado de la vía, alcanzo esa paradisiaca panadería que adorna
nuestro deambular. Un festival de olores diversos y apetitosos. Un
placer para los sentidos, que me anuncia mi próximo giro, esta vez
hacia la derecha, aproximadamente unos sesenta grados, para iniciar
mi ascenso por la nueva vía. Su pronunciada pendiente, su
deteriorada solería y alguna que otra humedad procedente de los
madrugadores cubos de limpieza, convierten esta subida en un
auténtico reto para mi integridad. Me imagino esos pobres ciclistas
que agotados afrontan cada nueva ascensión, convencidos de que su
competición depende de las próximas pedaladas, sea cual sea el
estado de la carretera.
Por
si todo esto no fuera suficiente, mi cautela parece molestar por
igual a aquellos que estresados se disponen a arriesgarse en el
ascenso, así como a nuestros opuestos, que animados por la pendiente
descienden atropellados e imprecisos, como si no fuesen capaces de
verme. Entre insultos me concentro en aunar todas mis fuerzas en cada
paso. Con todos mis sentidos puestos en los obstáculos que,
imprevistos, hacen acto de presencia en mi trayecto.
Son
ya varios cientos de pasos, los que me recuerdan lo tarde que debe
ser ya. Por desgracia no me equivoco y el reloj me marca algo más de
las nueve. Dependo completamente de la puntualidad, o más bien
impuntualidad, de mi querido autobús. Paciente y esperanzado, me
sitúo junto a la marquesina. Los siguientes minutos transcurren
entre un mar de dudas y desencantos. Cada autobús que pasa podría
ser el mío, pero no. Aún no. Todos los intentos desesperados por
reconocer mi nuevo medio de transporte, se saldan con un resultado
igual de negativo, ya sea mediante la negación por parte de alguno
de mis compañeros de espera, o en ocasiones, ante la ausencia de
respuesta alguna.
Algo
más de doce minutos más tarde, aparece en escena mi ansiado
vehículo. Mi timidez, me origina siempre una estúpida sensación de
inquietud, un miedo interior ante la posible equivocación que me
llevara al otro extremo de la ciudad. La hora sí que esta clara, no
cabe duda ante la escasez de oxígeno en este abarrotado autobús en
el cual resulta imposible evadirse del eclecticismo aromático que
caracteriza a la sociedad.
Varios
empujones y cinco paradas más tarde, me apeo hacia la acera, sin
antes tropezar con ese maldito bordillo que no debería estar ahí.
Por suerte, una amable y recia señora me frena y evita el desastre.
Este afortunado incidente, me deja alguna mínima esperanza de
alcanzar en hora mi objetivo.
Podría
haber sido así, de no contar con la inestimable ayuda de los
operarios que han decidido vallar hoy la acera, para una inoportuna
reparación de la fachada del ayuntamiento. El desagradable
encontronazo, definitivamente, me devuelve a la realidad. Una vez
más, voy a llegar tarde. No importa lo temprano que me despierte, o
lo rápido que intente ir, siempre acabo retrasando mi llegada.
Otros
cientos de pasos más, varios badenes de nueva creación, esas
inexplicables farolas y bancos que invaden mi paso y alguna que otra
losa suelta, culminan mi rutinaria odisea. Por fin, mi segundo hogar.
De nuevo, la seguridad y sosiego se apoderan de mis aceleradas
pulsaciones. Las próximas horas resultarán un placer para mis
sentidos.
- Ey!
- Hola! ¿Qué tal?
- Bien. Por lo que veo has vuelto a llegar tarde. Como de costumbre.
- Ya, lo siento. No hay manera.
- Es que sigo sin entender tu maldita manía de no venirte conmigo a clase, de verdad. Con lo fácil que sería salir los dos juntos en mi coche.
- Ya lo sé. Pero te recuerdo, que es la única forma que tengo de sentirme plenamente independiente. ¿Qué haría si no, cuando tu no pudieses venir?
- Pues lo que haces cada día.
- Ya, pero entonces no me sería tan fácil, ¿no crees? Además, tengo la extraña sensación de que es la única forma de conseguir poco a poco a mi sueño.
- Qué pesado con tu sueño. Ya te he dicho muchas veces que no hay manera de que accedas hasta aquí como los demás. Es más, ni siquiera sé porque te empeñas en venir. Si yo pudiera quedarme en casa, como tú...
- Si estuvieras en mi situación, harías exactamente lo que hago yo. Del mismo modo que te despertarías en mitad de la noche, excitado por la inexplicable sensación de libertad que me invade cada vez que sueño con esa ciudad universalmente accesible de la que te hablé.
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