Capítulo 14
Pasión, cariño, deseo,
ilusión, felicidad... aquello que algunos se empeñaban en definir
como una maravillosa segunda oportunidad. A juzgar por nuestra edad
entonces y tras todo lo ocurrido, más bien me referiría a ello como
el logro pleno de nuestra joven relación, a pesar de aquel periodo
de cierta inestabilidad.
Afortunadamente todo
aquello pasó, y como suelen decir, no pudo con nosotros sino que
consiguió hacernos más fuertes. Nuestra relación dio un paso
definitivo hacia la total confianza que nos guiaba al uno hacia el
otro. Meses de pura alegría ante el ambiente de optimismo y empatía
que nos rodeaba.
El cenit de una
complicidad sin parangón, que alcanzó su grado más elevado en
aquella inolvidable semana primaveral. Un viaje soñado que nos
permitió afianzar desde la experiencia esta nueva realidad. Un
momento que pertenecía exclusivamente a nosotros, y que,
independientemente de que pudiesen aparecer otros bajones,
permanecería en nuestros recuerdos para siempre.
Como no podía ser de
otro modo, un evento de tal importancia, vino inevitablemente
acompañado de un cierto estrés impropio de un objetivo tan alegre y
divertido. Desde la elección del destino, la estancia y el horario
de vuelo, hasta la organización de las distintas rutas previstas por
la ciudad. Un debate constante recubierto de cierta tensión, pero
amortiguado por la ilusión que nos mantenía enganchados a lo que
imaginábamos que sería una gran aventura.
He de reconocer que parte
de aquellas dudas podrían estar motivadas por una de esas grandes
frases que a todos nos han dicho alguna vez, fruto de la experiencia
de nuestros allegados, y que decía tal que así:
“Cuidadito con estos
viajes, que no tienen término medio. O salen muy bien, o volvéis
sin hablaros. Son muchas horas juntos y se darán múltiples
situaciones a las que no os habéis enfrentado antes. De vuestra
complicidad dependerá el resultado final. Pero bueno, ya me
contarás, tampoco quiero fastidiarte las vacaciones”.
Son de esos consejos, que
por más que intenten acabar con un enfoque positivo y alentador, no
dejan de minar nuestra pasión y contagiarnos de los miedos
adquiridos por otros a lo largo de sus vidas. A día de hoy puedo
decir que no le faltaba razón, pero no sé si supe agradecerlo como
quizás merecía.
Volviendo a nuestro
ansiado trayecto, las dudas se convirtieron en decisiones y las
opciones en tan sólo alternativas, como debería ser. Todo parecía
encajado, el trabajo previo estaba resuelto. A partir de entonces,
dependería de nosotros disfrutar de ello, o dejarnos llevar por la
aleatoriedad asociada a la suerte.
El destino finalmente
resultó ser Berlín, esa grandiosa ciudad repleta de historia y
modernidad a partes iguales. La capital alemana se había
deshecho de grandes candidatas como el tópico romanticismo de París,
la historia imborrable de Roma o el exotismo de Praga y
Budapest.
Finalmente, nos vimos
seducidos por esa extraña combinación entre oferta cultural y
fiesta, todo ello como parte de un marco incomparable, considerado
referente europeo de contemporaneidad. Como no podía ser de otra
manera, nuestros escasos recursos nos obligaban a recurrir al low
cost como solución más asequible, lo cual indudablemente derivó
en un conjunto de horarios poco agradables, dejémoslo ahí. Llegar
de noche a una ciudad desconocida siempre genera cierta tensón, más
aún si el idioma oficial se aleja tanto de lo que podríamos definir
como conocido. Pese a ello, éramos conscientes de que estas eran las
cosas que realmente convertían a este viaje en una excitante
aventura. Superadas las inevitables preocupaciones y objeciones
trasmitidas por ambas familias, nos despedimos de ellos con
sensaciones enfrentadas, por un lado nuestra ilusión y nerviosismo,
propios de una decisión así, mientras que en su lado de la orilla
el protagonista no era otro que el miedo. Supongo que no podía haber
sido de otro modo, pero he de reconocer que en aquel momento no le di
demasiada importancia. Mi única preocupación era el avión, tres
horas que temía resultaran eternas. Como consuelo, música, sueño y
la tranquilizadora sonrisa de Miriam.
El reloj superaba
escasamente las doce de la noche, cuando ese incomprensible piloto
decidió deleitarnos con un speech que bien podía haber
inspirado uno de esos graciosísimos sketch televisivos. Decir
que no entendimos ni una sola palabra, sería quedarnos demasiado
cortos. El desconcierto general nos tranquilizó, mientras que una
amable azafata se dirigía a nosotros para aclarar con una leve
sonrisa que se iba a comenzar con la maniobra de aterrizaje, conforme
al horario previsto y que la temperatura en Berlín era de 2ºC.
Tras agradecer con enorme
sinceridad su ayuda, nos miramos sorprendidos, intentando sin éxito
disimular nuestra reacción ante el dato tan impactante que nos
acababa de mencionar. 2ºC. ¿En serio? Lo único que pude decir en
aquel momento, introduciendo las palabras con calzador entre las
carcajadas encerradas tras mi avergonzada mano, fue:
- Cariño, pues igual
ibas a tener razón con que lo de venir en pantalón corto y camiseta
no era lo más apropiado.
Evidentemente, la última
palabra sirvió como luz verde para las múltiples carcajadas que se
agolpaban en mis adentros. Perdido todo atisbo de vergüenza o
discreción, no pudimos sino reír al compás de los cariñosos
golpes que me propinaba Miriam, mientras contenía sin éxito las
carcajadas y sus consiguientes lágrimas. Tal fue el escándalo, que
fueron varios los vecinos de asiento que se contagiaron de nuestra
risa nerviosa y se unieron a la recién inaugurada fiesta del humor y
el frío.
Acto seguido, tras toda
una serie de cruces de miradas cómplices, se apagaron poco a poco
los ánimos y el silencio volvió a apoderarse del pasaje, mientras
Miriam me susurraba al oído:
- ¡Qué vergüenza
cariño! No te puedes estar callado, ¿verdad? Seguro que ya somos
oficialmente los catetos del avión. Jajaja.
- ¡Anda ya! Si estaban
todos muertos de risa. A ver si te vas a pensar que somos los únicos
gilipollas en manga corta. Jajaja. Todos lo habían pensado, pero
igual he sido yo el único dispuesto a compartirlo. Al final, es tan
sólo un tema de generosidad y sinceridad, cariño, nada más.- le
guiñé el ojo con tierna complicidad.
- Ya, eso va a ser. ¡Qué
rollo que tienes! Jajaja.
Abrazados e incómodos,
como no podía ser de otro modo en aquellos diabólicos asientos, nos
disponíamos a afrontar mi miedo a aterrizar. Salvo por aquellas
pequeñas turbulencias al final, no pude justificar mis miedos, hasta
el punto de participar entusiasmado en el momento “aplauso final”
con que se despide todo vuelo satisfactorio. Es entonces cuando el
miedo se convierte en alegría y cansancio a partes iguales. Las
prisas de repente invaden la cabina y todos se impacientan ante la
proximidad a abandonar el aparato.
Confirmando que no
dejábamos atrás ninguna de nuestras pertenencias, como buen
caballero, me aseguraba de llevar conmigo la gran mayoría de bultos
que, sin duda, no me pertenecían más que en un ínfimo y respetuoso
porcentaje. Dos maletas de mano, un “bolsito” y una pequeña
mochila con las pertenencias de mayor valor. Todo eso, mientras
Miriam se ponía precavida la rebeca y yo me esforzaba por no perder
mi jersey. Preocupaciones que se desmoronaron súbitamente ante la
sorpresa mayor, el aeropuerto de Berlín, algo así como Schönefeld
decían que se llamaba, se caracterizaba por carecer de fingers
de recogida. Sí señores. Esa fue la broma final del viaje. 2ºC que
se sentían como si el mercurio hubiese decidido ir en busca del
centro de la Tierra, y se presentaban ante nosotros de lo más
cariñosos nada más cruzar el umbral de la puerta. No era bastante
con evitar cualquier extravío, no desprenderse al vacío a través
de aquella minúscula e incómoda escalerilla, sino que además había
que hacerlo sobreponiéndose a la más espeluznante de las tiritonas.
Un temblor sin precedentes me indicaba lo peligroso de aquella
inesperada hazaña. Miriam, escondida tras la manga de su fina
rebeca, me gritaba con la mirada que me pusiera mi jersey
inmediatamente. La ralentización de mis actos, fruto de un frio tan
aterrador, contribuyó a que cruzara los escasos metros que me
separaban del edificio de bienvenida, con tan sólo una manga
debidamente introducida, y el muestrario de equipajes de mano
arrastrados de mala manera por la terminal.
Sin más, nos acercamos
algo perdidos y aún tiritando al puesto de información, por aquello
de consultar la dirección exacta que debíamos tomar hacia el metro
y posteriormente hasta la parada más cercana a nuestro hostel.
Fue entonces cuando la “frialdad alemana” quedó más que
patente, en el momento en que aquella seria mujer nos espetó con
dureza:
“Lo siento pero hoy no
va a ser posible utilizar el metro debido a la huelga anunciada esta
misma mañana”.
Parecía imposible, pero
sí, aún cabía sufrir los efectos de un jarro de agua fría sobre
nosotros. En aquel momento no podíamos ocultar el pánico. Hasta tal
punto, que la “frialdad alemana” dio paso a su no menos
característica educación. Preocupada nos recomendó el uso de un
taxi para evitar cualquier riesgo y alcanzar nuestro alojamiento a la
mayor brevedad posible, puesto que la alternativa parecía ser
exclusivamente un autobús que nos dejaba a varias líneas de
distancia de nuestra ansiada cama.
La desilusión era ahora
la gran protagonista, dinero o tiempo. Ambos los teníamos reducidos.
Más de lo que nos hubiese gustado. Así que resignados nos dirigimos
con paciencia hacia la línea de taxis que se postraba ante nosotros.
Presa de la indecisión,
nos debatíamos entre dos malas soluciones que no acababan de
convencernos. En aquel instante, fue cuando la “educación alemana”
se tornó con sorpresa en la tremenda “amabilidad alemana”. Fuera
tópicos. Todos aquellos mitos tradicionales se derrumbaban. Una
alegre pareja alemana, algo más mayor que nosotros, se acercó para
ofrecernos su coche en un perfecto español. Estupefacto me giré en
busca de la aprobación de Miriam, quien respondió anticipadamente
con su evidente sonrisa. Sin dudarlo, agradecimos aquel detalle con
tintes de regalo divino y nos apresuramos por presentarnos y entablar
conversación con nuestros recién descubiertos salvadores.
Ella, profesora de
español en un instituto de las afueras de Berlín y él, ejecutivo
de una conocida marca de coches. Su amor por España les venía de
lejos. Sus padres, en ambos casos alemanes, habían forjado sus
respectivas relaciones en nuestro país. Aquel curioso acontecimiento
no sólo había cautivado a esta familia, sino que los había unido
por completo a la esencia que emana de nuestro territorio. Para
ellos, cada día de vacaciones era una oportunidad para retornar a
sus orígenes y disfrutar de unas jornadas de sol y playa en la mejor
de las compañías. Por un lado, ella, rubia de pelo liso, alta y muy
sonriente, sentía especial devoción por Mallorca, donde hacía ya
casi cuarenta años se habían conocido sus padres, él de
Brandemburgo y ella de Hamburgo. Por su parte, él, más precario con
el español aunque igualmente solvente, destacaba por su altura,
anchura, y un pelo semi-largo castaño perfectamente cuidado. El caso
de sus padres, ambos originarios de Hannover, respondía más a la
típica pareja de estudiantes que en su momento decidieron
aventurarse a España en su primer viaje juntos para descubrir la
Costa del Sol, la Axarquía y terminar entendiendo el estilo de vida
propio de La Alpujarra granadina.
Tan
sólo fue la primera de sus múltiples visitas al sur de Europa, pero
tras casi más de cincuenta años seguían hablando de ello como si
hubiese transcurrido en ese mismo verano. De hecho, aquel era el
motivo del viaje que los había dirigido directamente a nosotros en
aquella fría noche berlinesa. Sin saberlo, habíamos compartido el
vuelo desde Málaga, resultando el fin de su idílico viaje, con el
cual cedernos el testigo de cara a nuestra soñada visita. Enamorados
de Andalucía como nosotros, y en especial de Málaga, no nos fue
difícil cimentar una sincera amistad basada en intereses comunes,
edades similares y el tremendo afecto y agradecimiento generado.
También imagino, que el largo trayecto que nos separaba del
alojamiento, fue otro factor determinante.