Capítulo
6
Un
nuevo día se presenta ante nosotros con las mismas legañas y el
mismo inexplicable cansancio con que tiene a bien recibirnos
habitualmente.
Los
días de gloriosa puntualidad se han ido sucediendo con gran maestría
hasta el punto de que he logrado despojar a mis incrédulos
compañeros de esa inevitable “sonrisilla” con la que se
enfrentaban a mi llegada. Cada vez resultan más lejanos aquellos
días fatídicos en los que mis retrasos me impedían acceder a ellos
como el compañero que, sin duda, soy. Ahora son los deberes que
pueblan nuestra pesada mochila quienes protagonizan nuestro ajetreado
día a día.
No
podría ocultar mi gran temor a ser nuevamente rechazado ante mi
extrema dedicación al curso, mi obsesión por aprender y mantenerme
al día en lo exigido. No sólo temía erigirme en el nuevo empollón
del grupo sino evidenciar mi lamentable ausencia de entretenimientos
extra escolares que pudieran alejarme en cierto modo de mi labor
docente. Sin embargo, se ve que la edad nos situaba ante una realidad
diferente a la que yo conocía. En este recién descubierto contexto,
la sabiduría y obtención de buenos resultados, no implicaba en modo
alguno motivo de burla entre mis compañeros, sino en la mayoría de
los casos una gran indiferencia y, en determinados casos concretos,
incluso algo de admiración e interés por mis conocimientos.
Mi
recuperación alcanzaba ahora su cota más alta, al empezar a
considerarme a mi mismo uno más, simplemente eso, un alumno del
montón. Puede que algunos no entiendan esta afirmación, pero no
sabría expresar mejor lo que desde aquel periodo vendría a llamarse
satisfacción. Simple alegría por volver a sentir esa normalidad de
la cual, hace años, fui despojado.
Hoy
en día, mis preocupaciones volvían a centrarse en esas banalidades
que nos hacen tan humanos. Olvidar mis objetivos de trivial para
centrarme en lo trivial de mis objetivos.
Esto
no esconde el desinterés cultural que mi madre parecía intuir. No.
Por el contrario, mi vida reivindicaba su lugar preferente para
deleitarme con esas pequeñas cosas que nos hacen tan especiales.
Mis
nuevos compañeros comenzaban a recorrer el arduo camino hacia mi
amistad, y lo más importante, me enseñaban el sendero por el cual
acceder a la suya. Un deambular muy interesante e inspirador que
hacía mucho que no experimentaba.
La
única pega a tan delicioso avance personal, recaía sobre mi recién
descubierta timidez. Esa inexplicable reacción que me impedía
articular palabra alguna cuando mi interlocutor dejaba de ser alguno
de mis compañeros para convertirse en ella, mi compañera, la chica
de la tercera fila.
Mi
miedo a que los demás notasen mi obsesivo interés, eclipsaba
incluso mi temor a que ella pudiera descubrirme. Todo lo andado, en
mi proceso de integración social en el grupo, no podía verse
abandonado ante un falso movimiento hacia la que parecía candidata
unánime a reina de la fiesta.
Entre
líneas me esforzaba por obtener cualquier dato sobre ella o sus
amigos, que pudiera acercarme a mi objetivo. El resultado: las
muestras de admiración se completaban con celosos intentos por
derrocar tan inminente reinado, entre sus supuestas iguales. Mientras
el sector masculino coincidía orgulloso en un acuerdo absoluto sobre
su belleza sin igual, las representantes del sector femenino se
debatían entre una interesada amistad y sus incorruptibles enemigas,
dispuestas a despreciar cada una de sus innegables virtudes.
Sea
cual fuere la razón que motivaba a cada uno de ellos, mi conclusión
resultaba cada vez más evidente. Si yo me consideraba aislado por
deméritos propios, su situación no difería mucho de mi desgracia
aunque por motivos bien diferentes. Su relación con la clase era
bastante peculiar. Un mundo con dos caras muy alejadas. Por un lado,
la sonriente mirada con que devolvían sus intentos de acercamiento;
por otro lado, sus tardíos y amargos ecos de crítica con que eran
posteriormente analizados sus actos.
En
definitiva, empezaba a encontrar ciertas similitudes conmigo,
salvando claramente las distancias.
Poco
a poco, casi obligado por las amenazas del valiente de mi hermano,
superaba a duras penas las barreras que me alejaban de ella. Cada
mirada, cada intercambio de ideas, cada ejercicio en común se
transformaba en mi principal fuente de energía de cara al próximo
día, a mi próximo reto frente a ella. Una máquina algo oxidada y
“fallona” que, por suerte, contaba con un motor que se
realimentaba con cada nuevo logro.
He
de reconocer que, no sé si fruto de mi gran ilusión o de su cierto
aislamiento, mis acercamientos eran recibidos, desde mi punto de
vista, con aparente alegría. Sería algo pretencioso decir que
empezábamos a llevarnos bien, pero la realidad era que cada vez
sucedían con mayor frecuencia esos “fortuitos” encuentros. Lo
mejor de todo, era que ella comenzaba a sentirse parte de la
ecuación, aportando inconscientemente su pequeño granito de arena a
esta mega construcción que me había dispuesto a erigir.
Los
intencionados retrasos con que forzaba ser el último en abandonar la
clase con ella, daban lugar a unas interesantísimas conversaciones
con las que aprender acerca de sus inquietudes y sus hobbies
antes de abandonar el instituto y retomar cada uno nuestros
respectivos caminos a casa.
Esta
extraña costumbre no pasaba desapercibida en casa, ante las
reprimendas de mi madre por mis cada vez más frecuentes y amplios
descuidos frente a la hora estipulada para el almuerzo.
Mi
hermano, que no era ni de lejos ajeno a mi cuidada e improvisada
estrategia, supo ganarse mi confianza para contribuir como aliado en
la consecución de tan trabajada conquista, acercándome en coche a
casa y con ello suplir los retrasos derivados de aquellos extensos
ratos de charla y flirteo con que cerrábamos distraídos el día de
clase.
Cabe
dejar claro, que su actitud, lejos de resultar altruista, escondía
una estrategia no menos interesada por buscar aliados frente a
posibles retrasos en los que él pudiera verse sumido en su intento
por disfrutar al máximo de la compañía de su querida Rocío.
Como
dos simples jóvenes de nuestra edad, nos utilizábamos mutuamente
como coartadas frente a nuestros permisivos padres, quienes más que
conscientes de nuestras sospechosas prácticas, se enorgullecían de
la química con la que nos compenetrábamos mi hermano y yo.
Un
nuevo hito en nuestra inmejorable relación que afianzaba con creces
una amistad tan especial. Un apoyo sin igual en los malos momentos y,
afortunadamente, no menos importante en los buenos.
Sin
embargo, el apoyo de mi hermano no era mi principal alegría. Cada
día, como si de una cita premeditada se tratara, el sonido del
timbre de salida representaba para mi el inicio de mi verdadero día.
La lenta y estudiada maniobra de recogida de la mochila, se veía
correspondida por varias sonrisas pícaras entre mis apresurados
compañeros, tan sólo eclipsadas por el fulgor de la más tierna y
tranquila de todas. Aquella que paciente, esperaba mientras mantenía
mi eficiente impostura.
Nuestro
compromiso no hablado era total. No importaba quien se nos dirigiera
o cuales fueran las circunstancias que precedieran al final de las
clases, el resultado siempre era el mismo. Inmediatamente nuestras
miradas se cruzaban inquietas en busca de esa confirmación
silenciosa que nos permitiera relajarnos, conscientes de que una vez
más, disfrutaríamos de nuestra ansiada tertulia. Era curioso ver
cómo a lo largo del día nos evitábamos, confiados en el final de
la jornada, como ese pequeño espacio de tiempo en el cual disfrutar
el uno del otro, lejos de toda mirada indiscreta, lejos de todo
cotilleo, lejos de todo. Solos ella y yo. Mi recién bautizado
paraíso.
Como
cada día, hoy no me gustaría encontrar esa famosa excepción que
tiende a confirmar la regla. Nervioso, la última hora de clase
transcurre entre ecuaciones matemáticas y algún que otro problema
algo complejo de resolver. Más aún si el 90% de mis neuronas
parecían dedicadas a una única operación matemática, tan sencilla
como utópica. 1+1=X. Y ese era mi problema. Todo se resumía en la
tremenda incógnita que habitaba esquiva pero omnipresente entre mis
más ansiados sueños. Las dudas se multiplicaban sin control, fruto
de la creciente ansiedad con que afrontaba la melodía que indicaba
el fin del día académico y el inicio de mi principal tarea.
Apenas
diez minutos antes del final de la clase, el profesor nos sorprendió
con uno de esos problemas casi irresolubles, con que motivar a los
alumnos más aventajados y fomentar entre el resto una sensación de
envidia sana y admiración a partes iguales. Tras varias preguntas
bastante incisivas emitidas al conjunto de la clase, el silencio más
absoluto se apoderó de todo el aula. La tensión aumentaba
descontrolada mientras mi intelecto mantenía su anunciada huelga
indefinida. De este modo, transcurrieron los últimos instantes de
clase, sin que ningún compañero mostrara el más mínimo interés
en el pequeño reto planteado. Sin más, el tiempo llegó a su fin y
con ello, la estampida general que solía suceder a tan añorada
melodía.
La
estúpida sonrisa se apoderaba irremediablemente de mí, pese a mis
esfuerzos por esconder un secreto a voces. Totalmente inmerso en mi
meditada actuación, centraba mis movimientos en un laborioso e
intencionado proceso de organización de mi pupitre y mi mochila,
cuando justo tras de mí, la sensación de alguien que se acercaba me
obligó a girarme consciente de que esta premura no podía sino
significar un manifiesto interés, por su parte, en contar con mi
presencia. Incapaz ya de ocultar mi ilusión y pensando en ese
ingenioso comentario que convirtiera ese momento en inolvidable,
aprovechaba la ralentización de la escena para recrearme en su
belleza. Sin embargo, donde esperaba encontrar sus maravillosos ojos
verdes aderezados por una de sus innumerables y fascinantes muecas,
resultó que se encontraban los fríos y profundos ojos marrones de
mi profesor, cuyas lentes de contacto monopolizaron la escena ante la
cercanía de mi inesperado interlocutor y el tremendo chasco asociado
a él. Estupefacto y algo avergonzado, me dirigí a él con un saludo
entrecortado que intenté disimular como un ingenuo gesto de
sorpresa.
Este
pequeño giro de los acontecimientos respondía a una sincera
preocupación surgida en mi maestro, quien incapaz de ocultar su
decepción, me reprendía por no haber manifestado ninguna opinión
acerca del problema recién planteado. Confuso, me preguntaba si
había algún problema que pudiera motivar tal falta de interés.
Mi
repentina tartamudez no hacia sino aumentar. Inquieto me apresuré en
encontrar una ingeniosa excusa que pudiera reconquistar su extinta
confianza en mi, al tiempo que me permitiera resolver este
contratiempo a la mayor brevedad posible. Todo ello, con la
suficiente naturalidad como para alejar cualquier atisbo o sombra de
duda acerca de mi entrega en su clase.
Con
no pocos problemas, logré convencer a mi interlocutor de que no
tenia por qué preocuparse, si no que se trataba simplemente de un
conjunto de circunstancias puntuales, comandadas por una mala noche y
un pico en mi gráfica de timidez.
Tras
la consiguiente conversación improvisada de tipo matemático-social,
todo parecía recobrar su normalidad. Afectuosos, nos despedimos,
emplazándonos a nuestra próxima hora en común, con el firme
compromiso por mi parte, de encontrar la solución a tan complejo
ejercicio.
Capeado
el temporal, mi cerebro se desprendía poco a poco de su espontánea
tarea para centrarse en mi objetivo original. Un nuevo giro de
cabeza, esta vez a “cámara superrápida”, acompañaba mi gran
inquietud por el desafortunado e inapropiado imprevisto. La celeridad
y brusquedad de mi gesto, no pudo evitar su fatídico resultado. La
tercera fila se encontraba ya completamente vacía. A continuación,
toda una serie de nerviosos y desesperados gestos vinieron a
confirmar mis peores augurios. El fatídico día había llegado. Mi
musa me había abandonado. Mi increíble racha triunfal había
alcanzado su previsible final. La ausencia de compañero alguno,
refrendaba una soledad aún mayor que se apoderaba a pasos
agigantados de mi incrédulo y desolado cuerpo.
No
me lo podía creer. Se había ido, sin más. Ni siquiera me había
avisado de que tuviera prisa. Ni un mísero adiós.
No
puede ser.
En
realidad, es lógico que se haya ido. ¿Qué iba a hacer? ¿Se iba a
quedar esperando que terminara de hablar con el profesor? Desde
luego, ya le vale. Y todo por culpa del maldito problema. ¿A quién
le importa ese estúpido acertijo? No me lo puedo creer, ¡qué mala
suerte tengo!
Abatido
termino mi proceso de empaquetado con inusual eficacia.
¿A
quién quiero engañar? En el fondo, yo sabía que esto tenía que
pasar. Una cosa es que fuera simpática, y otra muy diferente que
estuviera interesada en mí. Esto me pasa por “flipado”. Ella es
un “pivón” y yo soy un simple “don nadie”. ¿Qué esperaba?
¿Cómo he podido ser tan iluso? Hablaba conmigo porque no tenía
nada mejor que hacer, y punto.
Ensimismado
en mis tétricos pensamientos, abandonaba la clase y, con ella, un
pedacito de mi recién descubierta ilusión. Triste y melancólico
enfilaba la puerta en dirección a la escalera, cuando un inesperado
golpe, acompañado de un grito de fingida indignación, interrumpían
mi lamentable transcurrir.
- ¡Hey! ¿Dónde vas con tanta prisa? ¿Pensabas irte así, sin más? - Esa voz. Desde lo más profundo de mi subconsciente, reconocía ese tono tan familiar. Inmediatamente mis cinco sentidos retomaban sus funciones para concentrarse en este nuevo imprevisto. Aún desconcertado, detenía mi marcha para dirigirme a él.
- ¿Qué pasa? - Me esforzaba en decir, aún algo confundido. Mientras emitía esta inexpresiva expresión, mi tono cambiaba progresivamente desde la neutralidad inicial, hacia su máxima manifestación de felicidad, al descubrir atónito, cómo la culpable de tales acusaciones no era sino lo mas bonito de mi vida. Ella. Esta vez sí, sus penetrantes ojos y su impresionante mueca estaban ahí, sonrientes y juguetones.
- ¡Hey! ¿Qué... Qué haces aquí? Pensaba que te habías ido.
- ¿Cómo me iba a ir sin despedirme de ti? ¿Por quién me tomas? Esa es la imagen que tienes de mi... desde luego...
Su saludo se acababa de convertir en la chispa que encendiera toda una explosión de júbilo y extrema satisfacción ante la sorpresa del día. La irrefutable confirmación de mis mejores deseos. Estaba ahí, me había esperado en la puerta del aula a que terminara. Eso solo podía significar una cosa.Y convencido de mi argumentación interior, me deje simplemente llevar por mi euforia, consciente de lo que se estaba cocinando en mi interior, aunque despojado de todo criterio. Con fuerzas renovadas y armado de un valor desconocido para mí, interrumpí su frase para rodear su esbelta figura con mi tembloroso brazo, en un gesto rápido y directo. Sin titubeos. Por primera vez desde que la conocía, las dudas se habían alejado de mí.Estaba completamente seguro de que era el momento, era el lugar. Ahora o nunca.Sin más, ordené a mis labios surcar el océano de incertidumbre que siempre nos había separado para atracar en la seguridad de sus carnosos e impactados labios. Un placer sin igual, que desgraciadamente, no parecía ser correspondido, a juzgar por su inerte reacción. Inmóvil, su boca mostraba el evidente contagio sufrido ante la parálisis de todo su cuerpo; sólo dos amplísimas cuencas colmatadas por sus atónitos ojos, evidenciaban restos de vida.
“¡¿En
serio?! No puede ser”- pensé.
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