Hoy me he levantado polémico, sí. En
el buen sentido, como siempre, pero sí. Resulta que hoy es uno de
esos días en los que me cuesta más mantenerme firme ante la
adversidad. Harto de nadar contracorriente, me siento aquí para
desahogarme y puede que incluso, alzar este canto desesperado en
busca de posibles amigos que decidan unirse a esta triste pero
necesaria queja.
Titulo este artículo como lo que soy.
No os preocupéis. Estoy cada día más orgulloso de poder definirme
así, de bueno tonto. Por más años que pasen, nadie es capaz de
cambiar mi opinión al respecto. No soporto a la gente que huye de
esta afirmación como si de un león se tratara.
Es que tú eres demasiado bueno.
De bueno es que eres tonto.
Tu problema es que la gente se ríe
de ti en tu cara y no te enteras ....
Todas ellas expresiones tan crueles
como reales. Pero, sin duda, la peor de todas:
¿De qué te sirve? ¿Tú te crees
que lo van a valorar, que cuando llegue el momento no te la van a
hacer? Tú lo que tienes que hacer es pensar más en ti.
Lo siento, pero no puedo más. ¿Cómo
hemos podido llegar a esto? No me creo que haya nadie en este mundo
al que le moleste que lo traten bien. Nada más. No estoy hablando de
agasajar ni halagar a nadie. No hablo de hipocresía, no hablo de
falsedad. Sólo hablo de naturalidad. Ser uno mismo y sacar lo mejor
que tenemos dentro para hacer un poco más fácil la vida de quienes
nos rodean. Y fijaos que no he empleado la palabra amigos o familia,
siquiera conocidos. No necesito conocerte para tratarte bien.
Evidentemente, mientras más te conozca y mayor sea el cariño que
nos une, mejor será mi trato. Pero, ¿por qué nos cuesta tanto
asumir como punto de partida una visión optimista y alegre?
Es muy fácil quejarnos de nuestra mala
suerte, nuestras desgracias y el mal ajeno sin pararse a analizar
nuestras acciones y nuestro día a día. Yo no me considero perfecto,
ni de lejos. Pero hago lo posible por aspirar a ello. La vida me pone
en mi sitio y me enseña a diario que la perfección es un lejano
tren en marcha, que se aleja progresivamente de mi, por más que yo
intente correr. Imagino que una de las claves de la felicidad es
asumir esta utopía, para entender la autoexigencia en su justa
medida. Sin embargo, me preocupa que la inmensa mayoría de personas
que lean estas palabras, sentirán vergüenza ajena, me tomarán por
loco o algo peor, y con suerte sólo se referirán a mi para reírse
entre amigos de mi estupidez. Pero eso, lógicamente, me da igual. Lo
que me quita algo el sueño, es que estoy rodeado de gente dispuesta
a exigir sin ofrecer. Me entristece saber que es más probable
cruzarme con alguien egoísta que generoso, alguien ensimismado en
sus únicos y exclusivos intereses que alguien capaz de hacerte
partícipe de los suyos.
Hace algún tiempo, fui testigo
indirecto de una de las historias más penosas que jamás haya podido
escuchar. Uno de esos momentos en la vida, que marcan un antes y un
después. De esos que te hacen pensar, pensar de verdad.
Una hija, afligida por la injusticia y
el desazón, se dirige a su madre desconsolada, repleta de lágrimas.
Su infortunio ha decidido volver a hacer acto de presencia para
recordarle lo complejo que tiñe de ruina cada paso en su vida. Una
vez más, lo que parecía un proyecto de futuro serio y consolidado,
se torcía ante sí para mostrarle la más cruda de las realidades.
No sólo estaba equivocada, sino que ahora era ella quien estaba ahí
destrozada, mientras su inminente enemigo se regocijaba en su
triunfo. No podía pasarle más que a ella. No aprendo, repetía
entre llantos de amargura. En definitiva, uno de esos dramas tan
difíciles de aceptar.
Su madre, impasible y paciente
contertulia, escuchaba atentamente tan lamentable situación. Con ese
cariño que sólo ellas son capaces de ofrecer, pañuelo en mano,
secaba en silencio las lágrimas que bañaban las sonrosadas mejillas
de su derrotada hija. Una mirada comprensiva y tierna, acompañaba
sutil los pocos gestos puntuales de aprecio y ánimo con que
demostraba su imperturbable atención. La tranquilidad propia de la
sabiduría y la experiencia al servicio de su vehemente pequeña.
La razón por la que cuento esto no es
otra que la impactante reacción de su madre.
Cuando su hija pareció vaciar el baúl
de la tristeza, esta madre supo entender su momento y se dirigió a
ella con voz pausada, afectiva y firme. Tu problema, hija mía, es
que eres demasiado buena. No puedes ir por ahí así. La gente se
aprovecha de ti. Tienes que pensar más en ti y tener un poco más de
maldad.
¡Espectacular! Seguro que a ninguno os
ha sorprendido, del mismo modo en que reaccioné yo. Sin embargo, el
tiempo jugó su papel y asimilé lo peligroso de tal respuesta. No
critico a una madre por querer lo mejor para su hija. No. Nos critico
a todos, critico a la sociedad por permitir que esa sea la única
reacción posible. Por acorralar a esa madre hasta el punto de
desearle a su hija mayor maldad. ¿Somos conscientes de lo que ello
supone? Puede que esta conclusión suene algo desproporcionada, pero
os aseguro que no querría verme en esa situación. Y lo peor, es que
estoy seguro de que la única razón por la cual aún no me he visto
ahí, es porque no soy padre. Hubiese reaccionado exactamente igual,
y eso es lo que me asusta y entristece a partes iguales.
Pues bien, a aquellos que hayan
aguantado hasta el final de este lamentable conjunto de palabras, os
diré algo. No os dejéis llevar por una sociedad infectada de
negatividad y desleal competencia. Si vuestro interior os pide
recibir al vecino con una sonrisa, desearle los buenos días en el
ascensor o ayudar a la viejecita del quinto a bajar el carro de la
compra... ¡Hacedlo! No os desaniméis si vuestros gestos son
ignorados, malinterpretados o reprochados. No. Sabemos que lo
realmente importante es la sonrisa con la cual uno se va a la cama.
El silencio de conciencia necesario para dormir placenteramente. No
sé por qué, pero sigo creyendo en que más allá de lo que la vida
nos tenga previsto deparar, será mucho más llevadero si va
acompañado de buenas sensaciones.
Haced una prueba, cuando vayáis a un
comercio, dirigíos al dependiente como si lo conocierais, con una
sincera sonrisa y un contundente saludo. Tratadlo como os gustaría
que os trataran a vosotros. Sólo eso. Ni más ni menos. Con respeto,
eso sí, y sin invadir la intimidad de nadie. En definitiva, con
educación. Esa palabra casi obsoleta que, fruto de la evolución, ha
derivado en una versión más madura y perversa de sí misma,
maleducado. Una de las palabras más empleadas, curiosamente entre
maleducados. Paradojas de la vida. Volviendo a mi sugerencia, mi
experiencia personal es que, salvando algunas esporádicas
excepciones, suelo salir del comercio con una sonrisa aún mayor que
aquella con la que entré. Os lo recomiendo. Es una sensación
brutal. ;-)
Dicho esto, confío en que estas
reflexiones que deambulan en mi inquieta cabeza, nos sirvan a todos
para pensar un poco más acerca de lo que representa nuestro día a
día, aquello que nos convierte en lo que somos y en lo que nos
gustaría realmente ser; que, con matices, nos une en torno a un
mismo objetivo, ser felices.
Ojalá estás palabras lleguen a muchas personas... Sigue sintiendo asi! Se féliz!
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo. Me siento muy identificada con lo que escribes.
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