Mucho se ha hablado en estos últimos
tiempos acerca de la difícil situación por la que atravesamos los
jóvenes de este país. Un sin fin de referencias a los innumerables
titulados que ante la ausencia de trabajo se ven forzados a embarcar
en una nueva aventura más allá de la frontera. Un viaje tan
desesperado como necesario. La alternativa, deambular sin rumbo
aparente entre trabajos mal remunerados, cortoplacistas e incapaces
de ilusionarnos.
La crítica generada al respecto,
radica en la inversión fallida realizada por el país, al formar la
mayor cantidad de jóvenes de su historia, para ahora ver, impotente,
su huida hacia tierras más fértiles. Un desastre sin precedentes
que podría derivar en una pérdida real de mano de obra y población
activa, empeorada ante el riesgo de que estos aventureros no
encuentren ocupación alguna y en cuestión de años se vean
rechazados por la dura competencia que supondrán los jóvenes del
momento, tan preparados como ellos, con la misma escasez de
experiencia, pero sin los requisitos económicos asociados a alguien
de mayor edad, ni las lagunas surgidas tras años de inactividad.
En definitiva, una amenaza desoladora
que, si no actuamos, puede que se convierta en realidad antes de lo
esperado.
Sin embargo, no es para tratar este
tema por lo que me siento hoy aquí. Es evidente que son muchos los
que, como yo, han tratado tal situación, y otros tantos los que han
profundizado en ella. En mi caso, el motivo de este post, no es sino
trasladar este problema a mi terreno. Defecto profesional, lo siento.
Presentaros una amenaza similar, pero no tan importante. Una
generación perdida que puede hacerse realidad entre nuestro parque
inmobiliario nacional. Un riesgo, más material, pero no por ello
menos preocupante.
Del mismo modo que ocurre con la
población licenciada, son muchos los edificios de nueva construcción
realizados en los últimos años. El famoso boom nacional ha
dado lugar a gran cantidad de proyectos-inversión, donde la oferta
no responde a demanda alguna, sino que se genera con la firme
intención de crear una demanda nueva, hasta entonces inexistente.
Durante los años del progreso, la
segunda residencia se ha visto multiplicada exponencialmente ante el
aumento de ingresos y, por consiguiente, de la calidad media de vida.
Todo ello, acrecentado por un sector financiero dispuesto a prestar
los recursos necesarios para acometer tales inversiones.
La conclusión a este escenario, es más
que conocida por todos. Grandes promociones ahogadas por los altos
costes derivados de la especulación y la fe escondida tras una
inminente negación de la apremiante crisis. Esqueletos de hormigón
que, en mayor o menor grado de desarrollo, decoran nuestras laderas,
playas, colinas y ciudades. Un nuevo paisaje semi-urbano que, lejos de
ser temporal, se consolida cada día como nueva imagen de ciudad.
Desgraciadamente el país no parece ser
capaz de revertir tal situación, ni hacer frente a esta herida. Pues
dichos edificios incompletos o inutilizados, no son sino heridas
abiertas por las cuales se escapan los pocos recursos de los que aún
disponen sus promotores. Una vez desangrados, recurren a la única
salida posible, cederlos a sus acreedores, los cuales se enfrentan a
un exceso de mercancía sin precedentes. Por lógica, aquellas
promociones mejor conservadas, o más avanzadas en su desarrollo,
deberían ser colocadas poco a poco dentro de un mercado inmobiliario
tan hundido como imprescindible. Es evidente que los citados jóvenes,
pese a su escasez de recursos, deberán acceder a viviendas para
continuar sus vidas y dar cobijo a sus familias.
Lo problemático, si no basta con lo ya
expuesto, es el deterioro que sufre una vivienda o construcción
deshabitada. Este abandono deriva en una falta evidente del
mantenimiento y cuidados necesarios para el correcto funcionamiento
de cualquier edificio. Por ello, corremos el riesgo de ver atónitos
como este periodo de soledad se prolonga a lo largo de varios años,
desembocando en un deterioro excesivo. Dicho de otro modo, alcanzar
un grado de desperfectos tal, que sea más caro acometer su reforma,
que su demolición y posterior reconstrucción. Por tanto, nos
encontramos ante la posibilidad de perder un conjunto extenso de
inmuebles, sin usar. Un derroche que, cuanto menos, debería
resultarnos chocante en los tiempos que corren.
La solución al problema se me antoja
complicada, pero, sin duda, me uno a aquellos que conscientes del
problema, hacen por encontrarla, o, como poco, denunciarla.
No dejemos que nuestros jóvenes se
cansen de intentar vivir con normalidad, ni permitamos el abandono
gradual de recursos, a base de hipotecar los recursos futuros.
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