Capítulo 8
Asustado,
el pánico me devuelve a este mundo. Con una inesperada agilidad me
levanto de la cama de un salto y me dirijo desesperado hacia el
despertador. ¡Marca las 7:45h! ¡Maldita sea! Me he quedado dormido.
Anoche debí olvidar activar el despertador, y ahora pasan cuarenta y
cinco minutos de mi hora prevista para comenzar mi rutina mañanera.
No
sólo acabo de perder toda opción de llegar sólo al instituto, sino
que restan tan sólo quince minutos para que mi hermano abandone la
casa dirección al parking. Acabo de recordar que, desde hace una
semana, se levanta un cuarto de hora antes para tener así tiempo de
recoger a su novia e ir juntos hasta el instituto.
Repleto
de adrenalina, mi cerebro empieza a actuar conforme a un protocolo de
emergencias recién redactado. Lo primero, salir de la habitación y
avisar a mi hermano de que sigo aquí. A continuación, necesito
ducharme en menos de cinco minutos, elegir la ropa adecuada y
vestirme lo más rápido posible. En ese momento, mi hermano invade
mi cuarto para añadir un poco más de presión a la escena.
Con
las zapatillas sin atar, los pelos de loco y un sin fin de libretas,
libros y papeles mal metidos en la mochila, me despido de mi
sorprendida madre con un rápido beso, a la vez que recojo un
improvisado desayuno para el camino. Afortunadamente nuestras prisas
me libran de la más que asegurada regañina que se gestaba en el
interior de mi madre.
Dándole
las gracias a mi hermano entre mis más sentidas disculpas, salimos
corriendo hacia el aparcamiento. Es ahora cuando recuerdo mis
limitaciones. Los tropiezos se suceden unos a otros, mientras mi
preocupado acompañante no sabe si reírse o llorar ante lo
esperpéntico de la situación.
Ya
subidos al vehículo, me esfuerzo en cumplir y transcribir las
estrictas órdenes que me trasladan desde el asiento del piloto. Aún
a riesgo de marearme, tecleo en el móvil el conciso mensaje para
Rocío, instándola a abandonar su casa y esperarnos en el cruce más
cercano, ganando así unos minutos cruciales.
8:40h.
Recogemos a nuestra invitada sin casi mediar palabra. Su reacción,
lejos de echarnos en cara el cambio de planes, es recibirnos con una
cálida sonrisa acompañada de una pregunta cómplice con la cual
enterarse de quién había sido el dormilón y por qué me había
unido por fin al equipo. Divertida, me daba la bienvenida con sorna,
recordando mi puntería al elegir el día menos apropiado para unirme
al viaje.
Tras
explicar lo ocurrido y liberar a mi hermano de toda culpa, alcanzamos
el instituto con cinco minutos de margen, gracias al favor del azar
con el que logramos dejar el coche a escasos metros de la puerta de
entrada.
Aún
sobre excitado por lo angustioso del momento, aprovecho los minutos
restantes para ingerir, más bien engullir, el desayuno que traía en
la mano y descubrir decepcionado, cómo la entrada del instituto se
mostraba ante mí desierta. Todos los compañeros parecían haber
decidido acercarse a las aulas, y con ello, se esfumaba una de mis
principales esperanzas. Poder aclarar todas mis dudas antes de que
empezaran las clases. Pero una vez más, mi puntualidad brillaba por
su ausencia cuando más la necesitaba.
Contrariado,
recorría los pasillos con cierta premura, aunque preocupado por un
encuentro no demasiado íntimo. A escasos metros de la puerta de mi
clase, el timbre parece anunciar mi llegada, descubriendo al girar la
esquina cómo era hoy mi tutora, quien se había reconciliado con el
reloj.
En
el umbral de la puerta, sostenía la hoja mientras me esperaba con
ciertos aires de enfado. Forzado por las circunstancias acelero el
paso hacia ella, esforzándome por mostrar la mejor de mis sonrisas
antes de acceder al aula con una sentida disculpa.
En
el trayecto hacia mi pupitre, no puedo evitar dirigir mi mirada hacia
la tercera fila, donde, para mi sorpresa, encuentro un pupitre vacío.
Lamentablemente, reacciono sin pensar y me freno en seco, analizando
la totalidad del espacio en busca de mi apasionada amante.
Negativo.
No hay rastro de ella. Apesadumbrado, obedezco a mi tutora, quien
algo molesta insiste en que ocupe mi sitio para poder empezar su
lección de hoy.
De
todos los escenarios posibles a los que me había enfrentado la noche
anterior, este no se asemejaba ni de lejos a ninguno de ellos. Era la
primera vez, desde que la conocía, que no estaba allí a su hora.
Nervioso, revisaba mi reloj cada minuto, no sé si deseando que
apareciera o confiando en que en algún momento algo llamaría mi
atención y me despertaría cansado en mi dormitorio.
Desgraciadamente
los minutos pasaban y ni una ni otra sucedían. Seguía allí, oyendo
distraído a mi tutora y observando cariacontecido la ausencia de la
tercera fila.
Instintivamente,
mis neuronas comenzaron a propiciar sus conexiones en busca de una
explicación coherente que explicara tal infortunio. Sin embargo,
todas las opciones barajadas respondían a planteamientos que no me
acababan de gustar. Desde una fingida enfermedad que la alejara
intencionadamente de mí, hasta una reacción desproporcionada de sus
padres al descubrir nuestro pequeño desliz.
Y,
por si esto fuera poco, mi ejercicio numérico seguía fustigando mi
intelecto ante una solución imposible que supondría, con toda
seguridad, una gran decepción para mi profesor, no tanto por mi
fracaso, sino por incumplir mi promesa.
Las
horas transcurrían impasibles, y todo se mantenía igual. No veía
la luz por ninguna parte. En un intento por fomentar ese pragmatismo
del cual solía enorgullecerme, decidí despejar ciertas incógnitas
de la ecuación, dando por perdida toda opción de coincidir con ella
hoy. De este modo, podría centrar mi intelecto en resolver el único
enigma que parecía ofrecerme alguna posibilidad.
Absorto
en operaciones y más operaciones, mis compañeros me observaban
atónitos ante mi osadía. En plena teoría de inglés, no ocultaba
en absoluto mis apuntes de última hora, redactando ecuaciones
complejas, tachones, borrones y nuevas ecuaciones de manera
impulsiva. Ajeno a todo contexto inmediato, me encontraba inmerso en
un universo imaginario compuesto por números y signos que
pretendían, sin éxito, ordenar el fatídico caos generado a mi
alrededor. Hasta que, de repente, un signo de igual, gigante, se
acercó hasta mí en actitud amenazante y de un golpe retiraba todos
los apuntes de mi pupitre, devolviéndome abruptamente a mi cruda
realidad. Una realidad compuesta por una profesora en estado de
cólera y unos alumnos desternillados ante mi aparente pasividad.
Desde
luego, mi expulsión de la clase no hizo sino empeorar la situación
y convertir aquel día en una auténtica pesadilla. Por lo menos,
todo ello me había permitido recuperar mi serenidad habitual y
observar todo lo acontecido desde una nueva perspectiva.
Un
nuevo sermón y el timbre del recreo, dieron luz verde a mi abatido
deambular hacia el interior de la clase. Sin nada que comer y
desprovisto de todo ánimo, me limité a apoyar la cabeza en mi
incómodo pupitre y esperar así el paso de los minutos hasta el
inicio de una nueva lección, que me acercara un paso más al final
de la jornada, pese a que esta vez, el motivo de tal deseo fuese
bastante alejado de aquel de los últimos días.
No
sabría decir cuántos minutos habían pasado ya, pero a juzgar por
el dolor de cuello que me ofrecía mi improvisada postura y el ruido
de mis compañeros que parecía que iban ya volviendo a la clase,
imagino que se habrían consumido los treinta minutos de rigor.
En
ese mismo instante, alguien irrumpió en mi estado de soledad a
través de la puerta del aula y con paso tranquilo pero decidido se
dirigía hacia mí. Completamente alicaído no contaba ni con la
curiosidad mínima necesaria como para alzar la cabeza, aunque sólo
fuese por mantener mi dignidad frente a los compañeros.
Paradójicamente,
mi incomodidad me hacía sentir bien. Me ayudaba a olvidar lo
ocurrido y desconectar de un día que no podía ir a peor, ¿o sí?
Tal
como meditaba acerca de mi mala suerte, noté como el visitante
solitario se acercaba cada vez más a mí, como si mi lamentable
situación fuese su principal objetivo. Inmediatamente, una única
idea monopolizó mis pensamientos. ¡Mira que soy bocazas! Con la
suerte que tengo, basta que diga que esto no puede ir a peor, para
que alguien se acerque a mí a echarme en cara mi actitud o
reprocharme mi reciente expulsión. Me daba miedo elevar el rostro
ante lo que pudiera encontrarme, así que opté por la solución más
cobarde y, sin embargo, más fácil. Mantenerme tal cual y con
suerte, pasar desapercibido. Parecía uno de esos pequeños
“animalitos” que fingen una muerte repentina frente a sus
depredadores, salvo que en mi caso más que morir, pretendía evocar
una “siestecita” mañanera.
Sentía
perfectamente el aliento de mi acompañante, se mantenía erguido y
firme junto a mí, convencido de que era conmigo con quien quería
hablar y trasmitiéndome que no tendría problema alguno en esperar
lo que hiciera falta para hacerlo. Era una guerra de paciencia, en la
cual no creo que partiese como favorito. En tan sólo dos eternos
minutos que llevaría ese ser anónimo en mi aula, ya había estado
tentado de descubrir mi estratagema en un sin fin de ocasiones. Pero
aguantaba. Estaba orgulloso de mí. Sí señor.
En
cuestión de segundos, todo cambió. Mi desconocido depredador,
cercaba cada vez más mi huida. Paciente, había decidido sentarse en
mi pupitre, sorprendentemente cerca de mi cabeza. Esto tenía mala
pinta. No podría mantener mi impostura mucho tiempo. Me debatía
entre mis escasas opciones, cuando una atrevida mano hizo acto de
presencia e invadió territorio enemigo. Como si de un DNI se
tratara, no necesitaba ver sus huellas para saber a quién me
enfrentaba. Tan sólo hacía falta seguir mis instintos más
profundos para reconocer en ellos, sensaciones tan familiares como
recientes. Un tremendo escalofrío recubierto de toneladas de miedo e
ilusión, recorrían todo mi cuerpo. Por primera vez en todo el día,
podría definir mis circunstancias como agradables.
Su
suave voz culminó la bonita ascensión hasta el cielo. Con un leve
susurro y una ternura indescriptible, se acercó hacia mí. - “Cómo
está lo más bonito?”, ya he oído que has tenido un mal día,
¿no? - Lo cual acompañó de un beso espectacular en el cuello.
Deseando
no despertar nunca de este innegable sueño, enfilé mis ojos hacia
los suyos, mientras una sonrisa automática y sincera se dibujaba en
mi maltrecha cara. No quería ni imaginar lo lamentable de mi
“careto”, pero en aquel momento, todo parecía relegado a un
meritorio segundo plano.
En
cuanto nuestras miradas se encontraron, supe que pese a estar muy
cerca, aquello no podía ser producto de mi imaginación. Estaba ahí,
sonriente y preocupada. Sin la menor muestra de duda con respecto a
mí, a nosotros. Un simple gesto había bastado para acallar todas
mis vacilaciones y recelos. Una caricia certera que acababa de
remover todos los palos de mi sombrajo.
Radiante,
devolvía su beso con gran alegría. Manteniendo su tono de susurro,
me acercaba a su oído para contestar su pregunta con un sencillo:
-”ahora mucho mejor”. A lo cual adjuntaba un sutil besito junto a
su oreja. El suspiro que provoqué, resultó más que suficiente para
entender la magnitud de nuestra entrega.
Ya
incorporado, y tras consultar el reloj, no dudé en aprovechar los
diez minutos que aún restaban de recreo para compartir cada instante
con ella, exprimir su presencia al máximo. Me moría por contarle mi
día, el por qué de tan lamentable imagen. Pero, por otro lado, mi
deseo era aún mayor por conocer la razón que motivaba su retraso.
En un alarde de coherencia, cedí la palabra a ella, mientras
memorizaba cada rasgo de su cara, cada gesto de su rostro, cada marca
de su piel. Por primera vez en mi vida, parecía bendecido con la
virtud de la “multitarea”. No perdía detalle de su imagen,
mientras analizaba cuidadosamente cada matiz de su discurso, cada
melódica variación en su voz. Todo ello, sin perder de vista el
mensaje que se ocultaba tras todo aquel maravilloso atrezzo.
Un
aluvión de felicidad recorrió con fuerza cada una de mis
extremidades. Todo mi día daba un vuelco radical. Lo que antes era
desazón y angustia, se tornaba ahora en ilusión y tranquilidad. Mi
resignación, en pura inquietud. Por fin, quería más. Y ella se
mostraba más que dispuesta a dármelo.
Cuando
más interesante resultaban sus palabras, un imprevisto fogonazo
interrumpió mi atención. Lo suficientemente fuerte como para
abstraerme de ese espectacular estado de embriaguez en el que su
presencia me sumía. Para mi sorpresa, toda aquella radiación de
optimismo y pasión, acababan de derivar en un grado máximo de
inspiración. Mientras sus delicados labios brillaban bajo el influjo
de sus comentarios, mi cerebro volvió a codificar mi entorno en base
a números, signos y operaciones matemáticas. En cuestión de
segundos, el complicado dilema que había torturado mis últimas
horas, se convertía en la cándida expresión de un conjunto de
sumas y restas. Del mismo modo en que se observa desde la distancia
el trayecto correcto en un laberinto, veía ahora todas aquellas
tentativas erróneas sucumbir ante la evidencia.
Con
un instintivo respingo me dirigí eufórico hacia la mochila para
encontrar un papel y un boli. Como si de un poseído se tratase,
comencé a transcribir toda aquella amalgama de números, ante la
perplejidad de mi contertulia, quien sonriente y tranquila, esperaba
su momento para aclarar este caos. Tras escasos segundos de frenesí,
rescaté mi cordura de lo más profundo de la satisfacción, para
recuperar el maravilloso diálogo interrumpido previamente.
Su
expresión generó una carcajada cómplice que precedió a mis
esfuerzos por suavizar y naturalizar lo ocurrido. Consciente de mi
mala educación, notaba como aumentaba mi preocupación al analizar
las posibles consecuencias de mi descontextualizada reacción.
Afortunadamente, esta no fue sino una muestra más de su grandeza,
respondiendo con gran comprensión a mis forzadas explicaciones.
Orgullosa,
me abrazó y me felicitó por mi logro. Sin más.
No
podía salir de mi asombro. Era tan perfecta, que daba hasta miedo.
No podía ser real.
Ante
el final del recreo, me apresuré en recuperar el estado de felicidad
original, devolviendo una mínima parte de lo que acababa de
regalarme. Serio y confiado, le
agarré de la mano, cuando se disponía a ocupar y ordenar su
pupitre, la atraje
firmemente hacia mí, y le susurré al oído: “parece que ya puedo
presumir de musa” - Tras lo cual, la besé con toda mi alma.
Sin
palabras, me miró y no pudo más que sonreír, asomando un precioso
atisbo de sonrojo en sus cálidas mejillas.
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