miércoles, 24 de julio de 2024

La Universidad post-pandemia

No hace mucho, tuvimos el placer de ser invitados a la Escuela de Arquitectura, en el seno de un Festival dedicado a la difusión de nuestra profesión y a la interacción con los alumnos que ansían forjar su futuro al amparo de nuestro gremio. Sobra decir que nos encanta participar en este tipo de iniciativas destinadas a garantizar la continuidad y mejora de la figura del arquitecto, gracias a la creación de nuevos compañeros destinados a superar con creces los logros actuales.

 

Dentro de esta premisa conceptual en la que entender la Universidad como el recipiente perfecto donde cocinar a fuego lento ese caldo de cultivo que suponen los jóvenes aspirantes, parecía lógico imaginar un espacio docente en ebullición, repleto de estudiantes disfrutando de una de las etapas más importantes de su formación. Por desgracia, la estampa distaba bastante de nuestra expectativa inicial. En el fondo, contábamos con el referente de nuestra propia experiencia, hace ya un tiempo, así como las anteriores visitas organizadas a este mismo centro años atrás.

 

En lugar de encontrar un centro caótico y lleno de vida, nos sorprendió descubrir un espacio de trabajo idílico y muy mejorado, en el que faltaba lo más importante, el usuario. Lejos de intentar estimar la cifra exacta de personas que habitaban la Escuela, muy escasa, preferimos ceñirnos a la percepción en la que todos coincidimos. La Escuela parecía haber cambiado dramáticamente, y no lográbamos entender la razón. Preocupados por esta imagen inicial, y aprovechando el motivo de nuestra visita, nos interesamos en comprender los motivos que habrían podido provocar semejante “tragedia”. A priori, la única explicación que nos pudieron trasladar, responde al efecto surgido a raíz de la pandemia. Lo cual tiene sentido y concuerda con los síntomas detectados en la primera inspección. El centro ha seguido evolucionando en pro del bienestar del alumno, pero no ha sabido o podido evitar, precisamente, su marcha.

 

Originalmente obligados a recurrir a la tecnología para cumplir con las medidas de distanciamiento requeridas por una situación tan extrema, resulta que tras la recuperación de tan ansiada normalidad, la realidad no ha vuelto a ser la misma que esperábamos. La interacción implícita en un ente académico tan importante, ha quedado relegada simplemente al uso de las plataformas virtuales habilitadas para tal fin. Por tanto, el espacio físico se ha convertido en un segundo plano al cual solo acudir en caso de que sea estrictamente necesario.

 

Una primera conclusión podría ser la de aceptar esta herencia como una evolución social lógica e inevitable. Sin embargo, como arquitectos, nos parece que este cambio podría llevar aparejadas ciertas carencias en lo que a los principios básicos de la profesión se refiere. Por supuesto, la tecnología es una herramienta fundamental en la que apoyarse, pero no deberíamos olvidar que nuestra función consiste en manejar dicha tecnología al servicio de nuestros clientes, con el fin de comprender sus necesidades, resolverlas técnicamente, y aportar la confianza necesaria para que todos los agentes intervinientes contribuyan a mejorar su calidad de vida. En todo este proceso, tan relevante es el dominio de la técnica como la habilidad social inherente a la comunicación. Por más que podamos modernizar la profesión, si hay algo irrefutable, es que cada vez son más los profesionales implicados en un proyecto. El concepto de equipo es más importante que nunca, ante la creciente especialización que nutre nuestra labor. Si en ese escenario multidisciplinar, no fomentamos la interacción social más básica, creemos que el sistema educativo actual podría estar perdiendo definitivamente el rumbo.

 

Damos la bienvenida a cuantos avances puedan contribuir a la mejora de nuestro trabajo, pero sin por ello olvidar que al mando de todas esas tecnologías siguen estando las mismas personas que han formado parte fundamental del sector de la construcción durante siglos.

 

No cabe duda que la pandemia supuso un revés difícil de digerir para nuestra sociedad, y que sus consecuencias directas e indirectas no hacen sino comenzar a percibirse. En este mismo blog, ya hemos intentado reflexionar acerca de cómo este giro de los acontecimientos podría afectar a la arquitectura, ya sea mediante la creación de un nuevo concepto de vivienda, o por la influencia del teletrabajo en los posibles movimientos migratorios fuera de las ciudades. No obstante, no habíamos sido conscientes hasta ahora de su efecto en los cimientos mismos de nuestra profesión. Lejos de erigirnos en la solución a este posible problema, nos limitamos a alzar la voz para denunciar una realidad que solo el tiempo dirá si desemboca en un cambio de tendencia definitivo o en una desviación puntual y puramente anecdótica. Es más, quizá siente las bases de una nueva universidad más eficiente y productiva.

 

No obstante, desde nuestra humilde opinión, se está perdiendo la esencia de lo que durante años ha supuesto el espíritu universitario de cuántos hemos discurrido por el ámbito académico de este país. Nadie duda de la necesidad de un cambio, pero nos preocupa que este surja a partir de la eliminación del alumno como pieza clave y presencial en las aulas. Lo virtual resulta útil y prometedor, pero siempre como alternativa a una realidad que no deberíamos descuidar.

 

Sin más, confiamos en que este pequeño apunte contribuya a animar un interesante debate del cual deberían surgir las estrategias necesarias para garantizar en todo momento el fin último de nuestro sistema educativo: preparar al máximo a nuestros jóvenes en pro de un futuro lo más gratificante posible.

jueves, 18 de julio de 2024

El tamaño importa

Hace un tiempo nos encontramos en el estudio con una noticia acerca de la que denominaban como “La casa más angosta del mundo”. Según explicaba, la vivienda se había construido en una pequeña parcela surgida entre dos edificaciones existentes, con dos fachadas cuyas dimensiones eran de 72cm y 122cm, respectivamente. Sin embargo, no es el único ejemplo de vivienda estrecha que se puede encontrar. Más allá del alarde técnico que este tipo de vivienda tan extrema supone, nos valió para fomentar un interesante debate acerca de las limitaciones que impone la normativa actual en nuestro entorno y si se debería contemplar la posibilidad de analizar estos casos tan especiales con un extra de flexibilidad bajo el prisma de singularidad que conlleva.

 

En otras palabras, la duda fundamental que nos gustaría trasladar a quien quiera recoger el guante, es si la normativa debe priorizar o poner el foco más en la cantidad o en la calidad. En muchos otros ámbitos profesionales, este es un debate constante donde es posible que en el equilibrio resida la virtud. Sin embargo, dentro del marco normativo actual, ese ansiado equilibrio es directamente, ilegal. La normativa, en su afán por defender los derechos de los ciudadanos y unos mínimos de habitabilidad asociados a ellos, se ha centrado tradicionalmente en la definición de unas superficies mínimas pensadas para garantizar la calidad de los espacios en base, fundamentalmente, a la cantidad de metros cuadrados y sus dimensiones. Hasta aquí, todo correcto. Donde surge la duda es cuando la ciudad, fruto de un crecimiento en muchos casos orgánico, durante décadas, provoca irregularidades, o fallos en la matriz, para los cuales la única solución posible parece ser la arquitectura, en el sentido más amplio de la palabra. Es decir, cuando cumplir la normativa resulte imposible y la única opción viable sea descartar por completo su uso, ¿tendría quizá sentido darle una oportunidad al intelecto, en forma de diseño, para encontrar formas de suplir esas carencias mediante un derroche de talento?

 

Mi respuesta es clara. Sí, por supuesto que sí. Personalmente, creo que vivimos en una época dominada por la tendencia a regular lo máximo posible una realidad a todos los efectos imperfecta. Me explico. La ciudad no es sino el resultado de la evolución de cientos de años de intervenciones diversas, bajo el influjo de culturas y tendencias normativas igualmente diferentes. Actualmente, el urbanismo parece convencido de controlar ese aparente caos bajo una red creciente de leyes, decretos y ordenanzas cada vez más complejas, mediante las cuales proteger, regular y direccionar esta evolución. Controlar pasado, presente y futuro de nuestras ciudades a través del establecimiento de límites que no se deben sobrepasar. Lejos de juzgar el acierto implícito en esta filosofía, me gustaría poner el acento sobre el riesgo inherente a una estrategia basada en limitar la creatividad. Si algo me atrajo de esta profesión, fue siempre su capacidad para mejorar la vida de las personas usando nuestra imaginación como herramienta principal. Parece lógico que cuando algo tan difuso como la imaginación de cada cual se encuentra con un futuro usuario anónimo, surja la necesidad de generar unas reglas del juego con las que evitar injusticias derivadas de la priorización de los intereses personales frente a las necesidades de los demás. No obstante, el terreno de juego no siempre es tan idílico como nos gustaría pensar y es ahí cuando la normativa se convierte en irreal, inútil y contraproducente. 

 

No todos los casos son iguales, ni de lejos, pero sí la normativa que los regula. Bien. La igualdad es algo evidente y los agravios algo a erradicar. Estamos de acuerdo. Pero, pongamos ahora un ejemplo similar al que dio origen a este pequeño artículo. En mi barrio cuento con una parcela muy por debajo de los mínimos exigidos por la ordenanza en cuestión, que además no cumple con las dimensiones mínimas exigidas al uso residencial, pero que podría dar lugar a una vivienda digna de diseño con la que solucionar mi necesidad imperante de habitar, al amparo de un derecho tan básico como el que establece la Constitución. Por tanto, ¿quién establece los límites de la dignidad en lo que a una vivienda se refiere? ¿Qué ocurre si mi sueño consiste en vivir en una vivienda diferente? Si mi única intención es la de cumplir dicho sueño sin que por ello afecte negativamente a ningún otro ciudadano, ¿qué sentido tiene prohibirlo sin más? Recordemos que hablamos de un derecho, no una obligación. Es decir, si no hay negocio alguno implicado en esta idea, ¿por qué se impide la posibilidad de defenderla? Como todos sabemos, la normativa ya permite a día de hoy construir de forma extraordinaria en suelos no urbanizables bajo unas premisas muy concretas, entre las que destaca por encima de todas el interés público de la actuación planteada. Me pregunto si sería muy insensato considerar la investigación y la innovación como un interés público legítimo. ¿Se podrían considerar estos casos extremos como un lugar para la experimentación, siempre que el promotor y usuario sean la misma persona y no exista coacción alguna de por medio? 

 

Soy consciente de que alguien podría llevar esto al extremo: ¿Qué ocurre si yo, un ciudadano más, decido que quiero vivir en un sótano? ¿La ley me lo permite? La respuesta es no. Pero, ¿podría apelar igualmente a mi libertad de decisión? Y su reacción opuesta: ¿Dónde está el límite, entonces, de la creación consentida de infraviviendas?

 

Como arquitecto me veo incapaz de resolver estos dilemas, pero me puedo permitir el lujo de opinar acerca de lo que a mi parecer podría resultar positivo para nuestro gremio. Sin duda, reconozco que me atrae sobremanera el escenario utópico en el cual defender mis ideas de diseño hasta el punto de sobrepasar ciertos límites en pro de una evolución infinita. No creo que nadie dude que para avanzar, muchas veces, es necesario renunciar a lo que hay. Me seduce la idea de contar con un escenario controlado en el cual empujar los límites para seguir mejorando la calidad de vida de las personas. Al fin y al cabo, ¿qué otra forma nos queda para poner en crisis las leyes que nos condicionan? Con esto no pretendo fomentar la revolución ni nada parecido. La radicalidad de este argumento no es otra que la de cuestionarme la autoridad normativa cuando esta no ofrezca solución a la realidad que nos rodea, siempre proporcionando los instrumentos y protocolos necesarios para que este proceso de diseño sufra los mismos controles de calidad que cualquier otro proyecto. De hecho, todo esto surge desde la premisa de que cuando la cantidad no sea suficiente, parece lógico decantar la balanza hacia el lado de la calidad para suplir las carencias detectadas. A priori, me parece una medida coherente que podría ayudarnos a abrir nuevos horizontes muy interesantes. Por desgracia, nos encontramos muy lejos de esta pequeña ensoñación, pero no está de más dedicar un segundo de nuestro tiempo al debate.